Los grandes personajes de la Historia

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33: Albert Einstein » El genio ético

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El genio ético

Si dando un paseo por la calle nos cruzásemos con un hombre de aspecto descuidado, pelo largo completamente encrespado, sin calcetines, fumando en pipa y con un violín bajo el brazo, lo último que se nos ocurriría pensar es que pudiese tratarse del mayor genio que jamás haya existido en la historia de la ciencia. Albert Einstein fue un hombre que nunca pasó inadvertido. Desde su inconfundible y peculiar aspecto hasta su compromiso político con el pacifismo y el sionismo, su polémica participación en el proceso que conduciría a la creación de la bomba atómica o, por supuesto, su inmensa contribución al progreso de la física, todo aquello que hizo, dijo o escribió alcanzó una trascendencia pública que muy pocos personajes de su época llegaron a tener. Convertido en un mito de la ciencia con algo más de treinta años, puede afirmarse que su trayectoria vital es uno de los más fieles reflejos del siglo que le tocó vivir. Dos guerras mundiales, el ascenso del nazismo, la persecución judía, la Guerra Fría, la «caza de brujas» en Estados Unidos… Cada uno de los hitos que marca el siglo XX no puede describirse sin hacer alguna referencia al hombre que en medio de todos ellos intuyó cómo funcionaba el universo y lo demostró con su Teoría de la relatividad.

Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879 en la pequeña localidad alemana de Ulm. Su madre, Pauline, procedía de una familia de clase media relativamente acomodada. Estricta y con gran inquietud cultural, fue la responsable de la formación musical de Einstein, lo que más tarde determinaría que tocar el violín fuese, junto con la ciencia, la principal pasión de su hijo. Su padre, Hermann, gozaba de una posición económica familiar menos desahogada y se ganaba la vida construyendo dinamos e instalaciones eléctricas en un pequeño negocio de su propiedad. Ambos eran judíos, si bien ninguno de los dos era religioso ni seguía las costumbres hebreas, razón por la que Einstein y su única hermana (Maja, dos años menor que él) crecieron en un ambiente marcadamente tolerante en ese aspecto. El negocio familiar no marchaba demasiado bien, lo que motivó el traslado de la familia a Múnich cuando Einstein tenía sólo un año. Por entonces se estaba llevando a cabo la electrificación de Alemania y la naciente industria electroquímica encontraba en las ciudades un mercado en el que desarrollarse. Convencido por su hermano Jakob, Hermann Einstein decidió probar fortuna en Múnich, donde instaló un negocio junto con Jakob. Fue allí donde Albert comenzó a ir al colegio y, dada la postura religiosa familiar, sus padres no encontraron problema alguno en enviarle a una institución católica.

Suele creerse que Einstein fue un niño con problemas escolares, lo cual no es del todo cierto. Parece que tuvo un desarrollo algo más lento de lo habitual en algunas cuestiones como el habla, y que sus padres llegaron a estar seriamente preocupados por la posibilidad de que tuviese algún tipo de retraso mayor, pero cuando comenzó a asistir al colegio su desarrollo era el normal de cualquier niño de su edad. Es verdad que había materias en las que no era muy brillante, pero sencillamente se debía a que eran las que menos despertaban su interés, algo por otra parte perfectamente normal en cualquier niño. Por el contrario, mostró gran aptitud para todas las disciplinas relacionadas con la ciencia, es decir, las que de verdad llamaban su atención. Como estudiante Einstein era en general despistado, poco disciplinado e incluso rebelde, pero como él mismo reconocería, su actitud académica estaba íntimamente relacionada con el profundo rechazo que desde pequeño sintió por el sistema escolar imperante en la época en Alemania. El aprendizaje basado en la disciplina, la obediencia y sobre todo la memoria le resultaba absolutamente ajeno y lejos de estimularle le aburría y desmotivaba. La situación no mejoró con su ingreso en 1888 en el centro de educación secundaria Luitpold Gymnasium, pues como años más tarde afirmó: «Mi flaqueza principal estaba en mi escasa memoria, especialmente en cuanto a palabras y textos se refiere. Sólo en matemáticas y en física me hallaba, gracias a mis esfuerzos personales, más adelantado que el resto de la clase».

Al hablar de sus «esfuerzos personales» Einstein se refería al fuerte componente autodidacta que tuvo su formación científica inicial ya que con apenas once años comenzó a leer obras de divulgación científica que en buena medida le facilitó un estudiante de medicina judío, Max Talmud, que acudía semanalmente a comer a casa de sus padres. Los Libros populares de Ciencias Naturales de Aaron Bernstein, entre otros, supusieron un auténtico terremoto intelectual para un adolescente que era incapaz de aprender nada empleando exclusivamente la memoria. Como indica el físico Michio Kaku, «fue Talmud quien mostró a Albert las maravillas de la ciencia más allá de la árida y maquinal memorización de la escuela». De su mano Einstein vivió lo que bautizó como su «segundo milagro», el regalo de un libro de geometría que devoró con auténtica ansiedad. El «primer milagro» había tenido lugar cuando tenía cinco años y su padre le enseñó una brújula. Ambos hechos los recogió el propio Einstein en sus Notas autobiográficas del siguiente modo: «Experimenté un asombro semejante a los cuatro o cinco años, cuando mi padre me enseñó una brújula. Su precisión no se ajustaba en absoluto al comportamiento de los fenómenos que sucedían en el mundo (…) creo recordar que esta experiencia me impresionó de manera profunda e imborrable. Detrás de las cosas debía de haber algo tremendamente oculto (…). A los doce años me asombré por segunda vez, pero de manera muy distinta, pues se debió a la lectura de un librito sobre geometría euclídea del plano, que cayó en mis manos al comienzo del curso (…). La certeza y la seguridad de sus afirmaciones me causaron una impresión difícil de describir».

Las lecturas de Einstein al margen del programa formativo que seguían todos los chicos de su edad influyeron decisivamente no sólo en su formación intelectual sino también en la de su carácter. La búsqueda de los distintos puntos de vista sobre un mismo asunto, en lugar de la memorización de principios no argumentados, terminaría por generar en él un profundo rechazo por el principio de autoridad (base del método educativo decimonónico) y todo lo que representaba. Paralelamente, estas lecturas fueron socavando las creencias religiosas que había adquirido desde la escuela primaria y que igualmente se asentaban en la sunción acrítica de los textos bíblicos. Como él mismo afirmó, el doble proceso fue prácticamente inevitable: «Los libros de divulgación científica que leía me demostraron que los relatos bíblicos no podían ser ciertos y, consecuentemente, terminé siendo un librepensador fanático (…). La impresión de aquellos años derivó en una desconfianza hacia toda autoridad, en un escepticismo hacia las creencias de cualquier sociedad, actitud que jamás abandoné, si bien más tarde, cuando alcancé una mejor comprensión de las relaciones causales, se moderó». Y precisamente el rechazo del principio de autoridad y de las «verdades» establecidas le permitió pocos años más tarde hacer saltar por los aires la física newtoniana con su Teoría de la relatividad.

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