Los grandes personajes de la Historia

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35: Adolf Hitler » El verdugo de Europa

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El verdugo de Europa

Desde el origen de la humanidad los hombres de pensamiento y religión se han enfrascado en el debate de definir qué es el bien y qué es el mal y cuál es la línea que los separa. El siglo XX ha redefinido profundamente ese debate. Sus guerras, matanzas y crímenes, impensables en épocas anteriores y desarrollados a escalas inimaginables, han dotado de nuevo contenido a las ideas sobre el mal, de cómo se llega a él, de si es posible evitarlo y cómo. En la escala de los crímenes cometidos contra la humanidad en el siglo XX —y en toda la Historia— Adolf Hitler ocupa sin duda el primer puesto. Fue el responsable de que una de las naciones más civilizadas de la Tierra abrazase un régimen totalitario que impuso el terror sistemático y los crímenes masivos dentro y fuera de sus fronteras. Puso en pie un partido político y un sistema de gobierno que se confundían con su persona y en los que su voluntad era el argumento definitivo e inapelable. Ni siquiera ha transcurrido un siglo de su fallecimiento y en gran medida sigue siendo un misterio para los historiadores que han intentado acercarse a él. El recorrido por su vida puede aportar muchas claves para entender la historia del siglo XX, pero sigue arrojando incertidumbres que todavía hoy encienden un acalorado debate.

A finales del siglo XIX Alemania era una de las naciones más jóvenes y prometedoras de Europa. Pese a que contaba con una lengua y una cultura milenarias, los estados que componían el ámbito germánico no se unificaron hasta 1871 (excepto Austria, que entonces era junto con Hungría la columna vertebral del viejo imperio regido por la dinastía de los Habsburgo). En aquella fecha, gracias a la habilidad del canciller prusiano Otto von Bismarck, el rey Guillermo I de Prusia fue proclamado emperador de Alemania. El nuevo imperio se volcó en un programa de modernización económica y crecimiento militar con el objetivo de alcanzar un papel preponderante entre las potencias europeas y mundiales. Pero sus anhelos se truncaron con la Primera Guerra Mundial (1914-1918), de la que Alemania salió como principal derrotada y a la que se cargó con la responsabilidad del estallido del conflicto.

La contienda terminó con un acuerdo de paz, el Tratado de Versalles, por el que se obligaba a Alemania a ceder parte de su territorio a la recién nacida república independiente de Polonia, devolver a Francia los territorios de Alsacia y Lorena (anexionados tras la guerra francoprusiana de 1870), permitir a este mismo país que ocupase el territorio al oeste del Rin, cercenar su ejército y aceptar el pago de unas desmesuradas compensaciones de guerra. La sensación de humillación que causó la derrota y el tratado de paz entre una parte de la población alemana fue dolorosa y persistente.

Aquel mismo año de 1919 se promulgó en la ciudad alemana de Weimar la Constitución de la nueva República Federal Alemana, que se constituía así en sucesora del Imperio alemán. Aunque la Constitución fue un texto admirable, el más avanzado de la Europa del momento, el régimen de democracia parlamentaria que instauró se mostró crónicamente débil. La penuria económica de los años de posguerra, la desconfianza de parte de la población hacia la clase política (incluido el ejército, que la consideraba responsable de la derrota por haber minado la moral de la población, postura que se bautizó como «teoría de la puñalada por la espalda») y la relegación de Alemania en la esfera política internacional eran los principales puntos débiles de la que desde entonces se conoce como República de Weimar. Entre los oponentes a aquel régimen político había infinidad de grupúsculos de extrema izquierda y extrema derecha, entre los que se encontraba el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores de Alemania, fundado en Múnich y en el que muy pronto tendría un papel sobresaliente un veterano de la Gran Guerra. No era alemán de nacimiento, ni militar de carrera, ni había alcanzado una gran graduación como voluntario durante la contienda; pero pronto su penetrante mirada, su oratoria brillante y el enigmático magnetismo que emanaba le fueron procurando adeptos e influencia dentro del partido. Su nombre era Adolf Hitler.

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