Los grandes personajes de la Historia

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35: Adolf Hitler » De estudiante mediocre a voluntario de guerra

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De estudiante mediocre a voluntario de guerra

Adolf Hitler, que en su partida de nacimiento fue inscrito con el nombre de Adolfus, nació en la localidad austríaca de Braunau, a orillas del río Inn (que hacía de frontera entre el Imperio austro-húngaro y el alemán), el 20 de abril de 1889. Era hijo del tercer matrimonio del empleado de aduanas Alois Hitler y su mujer, Klara Pözl. De los seis hijos del matrimonio sólo sobrevivieron Adolf y una hija llamada Paula, aunque el miembro de la familia con quien mantendría una relación más cercana sería con su hermanastra Angela, hija del primer matrimonio de su padre. Se ha especulado mucho sobre la infancia del dictador; por un lado, se han intentado buscar en esa etapa explicaciones psicoanalíticas que explicasen su evolución posterior y, por otro, se ha querido ver en sus antepasados elementos intencionadamente ocultados. Sin embargo no se ha podido demostrar que esa infancia fuese dramática ni que su abuelo fuese judío, ambas cuestiones que se afirmaron ya durante su vida. De hecho tuvo una infancia cómoda y estable, pese a que la familia se trasladó varias veces de domicilio, y su padre fue un hombre severo con sus hijos, pero no más que cualquier otro de aquella época.

Durante su infancia y adolescencia no destacó en los estudios. Los testimonios, tanto de sus antiguos maestros como de sus compañeros, si bien destacan que era un muchacho dotado, dejan claro que se trataba de una persona perezosa e inestable que no tenía la constancia necesaria para sacar provecho de su etapa escolar. A los once años abandonó la escuela de primeras letras de Leonding para comenzar la secundaria en la ciudad de Linz, más grande y activa, y en la que se sintió en cierto modo desplazado. Pero guardaría buen recuerdo de su estancia pues Linz siguió siendo su ciudad austríaca predilecta y a la que más favoreció durante sus años de gobierno. En el instituto siguió la misma trayectoria errática de su educación anterior. Su padre deseaba para él que llegase a ser funcionario, pero su muerte cuando Hitler tenía trece años fue un duro golpe para la familia y, bajo la tutela mucho más permisiva de su madre, el joven fue abandonando progresivamente los estudios al tiempo que se dedicaba a frecuentar cafés, bibliotecas y galerías de arte. Se rodeó de un halo de bohemio e inadaptado bajo el que ocultar su fracaso educativo, del que siempre le quedó un resabio amargo. Poco después falleció su madre, posiblemente la persona a la que más unido estuvo a lo largo de su vida. El médico que la atendió, el judío Eduard Bloch, recordaría posteriormente el momento señalando que Hitler fue el hombre más triste y desconsolado que había visto en su vida, y que le agradeció entre lágrimas las atenciones que había tenido con la enferma. Durante el dominio nazi en Austria, Bloch jamás fue detenido ni molestado.

Sin ataduras familiares, acudió a Viena para solicitar su ingreso en la reputadísima Academia de Bellas Artes. A comienzos del siglo XX y pese a la decadencia manifiesta del Imperio austro-húngaro, Viena continuaba siendo una de las grandes capitales culturales del continente, y allí quería labrarse el futuro Hitler, en quien las inquietudes artísticas se habían manifestado desde hacía tiempo. El tribunal consideró que, aunque dotado de cierta capacidad para copiar obras ajenas, el candidato carecía de la originalidad y la formación suficientes para ingresar en la prestigiosa institución (de nuevo lo intentaría en 1908, pero fracasó de nuevo). Cuando acudió para reclamar explicaciones sobre su suspenso, el presidente del tribunal le recomendó que se dedicase a la arquitectura, para la que le consideraba más cualificado. Parece que se tomó en serio el consejo, que le descubrió otra de sus vocaciones frustradas, ya que el abandono de la secundaria le impedía continuar los estudios necesarios para hacerse arquitecto.

Sin ingresos y sin relaciones con las que poder subsistir en la capital imperial, pronto comenzó a degradarse su vida diaria, ya que la herencia de sus padres no podía durar mucho tiempo en una megápolis como aquélla, en la que el coste de la vida era mucho mayor que en la provinciana Linz. Comenzó a frecuentar asilos para desahuciados y desempleados, intentó subsistir vendiendo sus pinturas con escaso éxito y pese a que se resistía a aceptar trabajos manuales, por considerarlos degradantes, tuvo que ceder por necesidad. En aquellos años de Viena parece que se impregnó del discurso xenófobo de ciertos sectores, donde además de austríacos convergían húngaros, checos, croatas y gentes de todos los rincones del imperio de los Habsburgo. Parece que el desagrado por el país que le vio nacer y su deseo de no servirle fue el que le llevó a huir a Múnich en 1913 para evitar el servicio militar; allí logró subsistir pintando paisajes y dedicó el tiempo a trazar quiméricos planes para llegar a ser arquitecto. No parece que entre las motivaciones estuviese la cobardía, ya que cuando estalló la Primera Guerra Mundial corrió a alistarse en el ejército alemán, compartiendo el entusiasmo generalizado de los primeros momentos del conflicto. Se le encuadró en el Regimiento de Infantería Bávaro de Reserva número 16, con el que fue movilizado al frente occidental. Pero a diferencia de las masas que, enardecidas, se lanzaron frenéticas a celebrar la guerra y que pronto cayeron en el desánimo, Hitler experimentaría a lo largo del cruento conflicto de cuatro años la transformación más importante de su vida: encontraría su verdadera vocación e inspiración, la violencia.

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