Los grandes personajes de la Historia

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35: Adolf Hitler » La república asediada

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La república asediada

Tras el final de la Gran Guerra, los grupos antisistema se habían alimentado básicamente de la precaria situación económica de la inmediata posguerra. Pero desde 1924 la situación comenzó a mejorar gracias al llamado «Plan Dawes», que permitió dosificar el pago de las reparaciones de guerra que tanto agobiaban al país y estabilizar la inversión norteamericana. Asimismo, la habilidad política del ministro de Asuntos Exteriores Stresseman permitió romper el aislamiento internacional de Alemania tras la guerra, simbolizado en su ingreso en la Sociedad de Naciones (antecedente de la ONU) en 1926. Éstos también fueron años de un gran florecimiento cultural y científico de Alemania, donde trabajaban científicos como Albert Einstein y Max Planck, músicos como Kurt Weil y Paul Hindemith, pintores como Paul Klee y Wassily Kandinsky, arquitectos como Walter Gropius y Mies van der Rohe; se produjeron movimientos de vanguardia en el arte como la Bauhaus y surgieron nuevos ámbitos de experimentación que permitieron el nacimiento de nuevos géneros como el cabaret.

Pero aquel florecimiento fue pasajero. La crisis económica de 1929 erradicó de un plumazo las inversiones norteamericanas y con ello la mínima estabilidad económica que vivía Alemania. Si el problema de los años de la inmediata posguerra había sido la inflación, que había depauperado gravemente al conjunto de la población, ahora la pesadilla era el paro, que en 1933 afectaba a más de seis millones de alemanes. La desesperación del desempleo brindó la oportunidad de oro a Hitler para convertir a su partido en un movimiento nacional. En opinión de Mary Fulbrook, el Partido Nazi «representaba un poderoso atractivo para gran cantidad de alemanes asustados y desesperados, que sólo habían vivido en la democracia de Weimar la humillación nacional, el desastre económico, conflictos sociales y una gran incertidumbre personal».

La inestabilidad política se volvió inevitable. El presidente de la República, Paul von Hindenburg, maniobró usando la facultad que le otorgaba la Constitución para nombrar canciller al margen del resultado electoral. Designó en 1930 a Brüning para el cargo, que puso en marcha unas medidas contra la crisis que se demostraron inútiles desde el principio; en 1932 fue sustituido por Von Pappen, del partido de centro minoritario, que cedió ante las demandas de los nazis para intentar hacerse con su apoyo, ahora que eran un movimiento de masas. Hitler era consciente de que a cada día que pasaba se volvía más importante para la gobernabilidad del país, y en las elecciones de julio de 1932 el NSDAP tocó techo, obteniendo catorce millones de votos y 230 diputados en el Reichstag (parlamento), que no eran suficientes para obtener la mayoría. Hindenburg se resistió todavía al nombramiento de Hitler como canciller y prefirió convocar de nuevo elecciones para diciembre, en las que los nazis obtuvieron tres millones de votos menos que seis meses antes. El presidente encargó entonces formar gobierno al centrista Schleicher, que pronto se ganó su enemistad. El 30 de enero de 1933, Hindenburg encargaba a Hitler formar un gobierno en el que los nazis serían minoría. Hitler llegaba así al poder mediante procedimientos completamente legales, al amparo de la Constitución y siendo el NSDAP el partido con mayor representación en el Reichstag (196 diputados, aunque ya había comenzado su reflujo electoral).

En este acceso al poder habían convergido varios factores. En opinión de la profesora Fulbrook, el Partido Nazi «representaba un amplio movimiento de masas, a diferencia de los partidos limitados a los intereses de grupo, tan característicos de la política de Weimar (…). Su ideología, amplia y poco concreta —antimoderna, anticapitalista, anticomunista, racial, völkisch [“étnica”]—, podía adaptarse a todas las necesidades, y con su creciente sofisticación en el uso de los medios de comunicación y la escenificación de rituales políticos (…) podía llegar a convertirse en una forma de religión pagana y poderosa; gracias a la carismática figura de su líder (…) el nazismo podía adoptar el papel de salvador y destino de Alemania, conducida por el hombre fuerte que muchos alemanes llevaban esperando tanto tiempo». A esta combinación había que añadir el uso de la violencia y la intimidación. En aquel período de permanente crisis, las organizaciones paramilitares de diferente signo incrementaron su actividad presionando y atemorizando a sus rivales, y entre ellas las SA fueron las más violentas y activas.

La violencia tendría un papel esencial en los siguientes pasos que daría Hitler para afianzarse en el poder. Había alcanzado la jefatura del gobierno, pero su objetivo era destruir el régimen democrático, y quería hacerlo desde las propias instituciones, único método que le aseguraría el éxito —no como en el putsch de Múnich— y al que los nazis llamaron la «revolución legal». Su proyecto era declarar la situación de emergencia para obtener de forma legal poderes excepcionales que emplearía para destruir las instituciones democráticas. En este empeño ayudaría sobremanera un hecho que aún hoy en día resulta polémico. El 27 de febrero de 1933, un incendio devastador destruyó la sede del Reichstag. Poco después se apresó al culpable, un joven holandés llamado Marinus van der Lubbe, cuyas motivaciones y conexiones nunca se han aclarado del todo. Hitler aprovechó la ocasión para declarar el estado de emergencia y comenzar una encarnizada represión de socialdemócratas y, sobre todo, comunistas, que habían sido incapaces de coordinarse con anterioridad para plantar cara al avance nazi. Poco después Hindenburg sancionaba, a petición de Hitler, una «ley para la defensa del pueblo y el estado» por la que se suspendían las libertades políticas y se afirmaba el poder gubernamental. Hitler decidió entonces convocar elecciones para obtener una coartada electoral con la que legitimar su actuación. El resultado de la convocatoria, celebrada el 5 de marzo, fue decepcionante para los nazis, que aumentaron su resultado sólo hasta los 288 escaños, insuficientes para modificar la Constitución, que era la vía que contemplaba Hitler para eliminar definitivamente cualquier traba a su poder que pudiese subsistir. Pese a ello logró aprobar (con el apoyo del partido de centro y la oposición de los socialdemócratas) una «Ley de Habilitación» que le otorgaba la capacidad de dictar leyes al margen del Parlamento. En el verano todos los partidos excepto el nazi fueron prohibidos o se disolvieron, y en diciembre una ley declaraba que el NSDAP era el único partido existente en Alemania. Los sindicatos fueron también proscritos por una ley de mayo, que creaba al tiempo el Frente Alemán del Trabajo, en el que quedaban encuadrados automáticamente todos los trabajadores. En marzo una «Ley de Unificación» abolía el sistema federal, con lo que el país pasaba a ser un estado centralizado más acorde con la doctrina hitleriana. En estos meses Hitler se mostró como un político habilidoso que supo aunar su conocido carisma, el uso de una efectiva propaganda, la fuerza bruta en las calles y un gran olfato para dividir y debilitar a los partidos oponentes.

El poder que iba acumulando era cada vez mayor y no estaba dispuesto a que nadie le entorpeciese en el camino. Dar los pasos hasta este punto había sido en parte posible gracias a los apoyos que había recibido de las élites socioeconómicas del país desde comienzos de la década. La desestabilización social y la supuesta amenaza de una revolución comunista habían lanzado a los grandes industriales y propietarios a los brazos de Hitler. Como señala la profesora Fulbrook, «los estamentos nacionalistas, industriales, agrarios y militares, al apreciar la fuerza de semejante movimiento de masas y su propia falta de una base popular, creyeron poderlo “controlar”, “domar” y utilizar para otorgar a sus planes —dirigidos a la destrucción de la democracia— una legitimidad que no podían conseguir por sí mismos. Hitler no necesitó “hacerse” con el poder: las viejas élites se limitaron a abrir la puerta y darle la bienvenida…». Pero algunos sectores del partido, como las SA de Röhm, defensoras a ultranza del ideario anticapitalista que inicialmente tenía el partido, se agitaban para conseguir la puesta en práctica de las medidas que perjudicaban a quienes sostenían ahora económicamente al partido. En la madrugada del 30 de junio de 1934, durante la llamada «noche de los cuchillos largos», Röhm y doscientos miembros de las SA fueron asesinados y su organización neutralizada como elemento de discordancia política. Era la institucionalización de la violencia como medio de gobierno dentro del partido y de Alemania. Poco después, el 2 de agosto, murió Hindenburg. Hitler no se molestó ni en convocar elecciones, se autoproclamó jefe de Estado con el título de Führer («líder») y asumió todos los poderes. Desde ese momento llamó a su régimen el Tercer Reich («imperio»), del que afirmaba que duraría mil años, como lo había hecho el Sacro Imperio Romano Germánico. La mayor pesadilla de la Historia había comenzado.

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