Los grandes personajes de la Historia

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36: Nelson Mandela » El liberador de un pueblo

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El liberador de un pueblo

Nelson Rolihlahla Mandela, de noventa y cuatro años, es un hombre que lleva marcadas en la piel y en la memoria las huellas del sufrimiento. Al final de su vida (de la que casi un tercio transcurrió en la cárcel) se puede hacer balance de su trayectoria como una de las más llamativas, conmovedoras y esperanzadoras de todo el siglo XX y comienzos del XXI. Nació en un país en el que la mayoría negra salió de la pesadilla del colonialismo para caer en el infierno del apartheid, el cruel sistema que mantuvo la supremacía blanca a costa de los derechos humanos de millones de personas. De joven fue el responsable de que el Congreso Nacional Africano, principal partido político de la comunidad negra, abandonase su política de protesta dentro del sistema para adoptar estrategias más próximas a las de quienes luchaban por la descolonización de las tierras de África y Asia, lo que terminaría por llevarle a prisión. Una vez que fue liberado, con más de setenta años, pudo trabajar para hacer realidad su sueño, la instauración de un régimen democrático y no discriminatorio en Sudáfrica. Sin duda el hecho de que ese sueño fuese compartido por sus compatriotas de nación y raza es la clave para entender por qué este hombre se elevó a la categoría de símbolo de lo que el ser humano quiere superar para lograr un futuro mejor, de libertad y justicia para todos.

Sudáfrica es uno de los territorios africanos en los que la presencia colonial europea fue más temprana. Frecuentada ya por los portugueses en su camino hacia la India, los primeros en instalarse de forma permanente fueron los holandeses en el siglo XVII. Fueron sustituidos paulatinamente por los británicos, que vieron reconocida su soberanía sobre la colonia en el Congreso de Viena de 1815. Desde entonces hicieron del extremo meridional de África objeto de la codicia de sus comerciantes e industriales, ya que era una tierra rica como pocas en recursos naturales y de un gran valor geoestratégico, donde podían obtener materias primas baratas y grandes mercados para su creciente industrialización, relegando a un plano secundario la voluntad y la situación de sus habitantes. Aunque algunos de éstos no se mostraron muy conformes con la nueva situación. La población descendiente de los colonos holandeses, los bóers, protagonizaron una guerra contra Gran Bretaña entre 1899 y 1902 en la que salieron perdiendo y sólo lograron que el control británico se cerrase todavía más sobre ellos.

Aunque desde entonces las relaciones de Sudáfrica con la metrópoli británica fueron encauzándose, esto se hizo sobre la base de un pacto de autonomía política (consagrada por la creación de la Unión Sudafricana en 1910 como dominio dentro del Imperio británico) a cambio de un respeto escrupuloso de los intereses económicos de la élite europea que dirigía los negocios de la colonia. La contrapartida de este arreglo con la minoría blanca que controlaba todos los resortes del poder fue la construcción progresiva de un sistema que consagraba el racismo como base de las relaciones sociales y económicas que se iría agravando con el paso del tiempo. En ese país en el que la mayoría negra vivía marginada de la riqueza, el bienestar y la participación política, pero en el que todo se sustentaba en su trabajo, fue en el que nació el hombre llamado a acabar con semejante injusticia.

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