Los grandes personajes de la Historia

Los grandes personajes de la Historia


1: Ramsés II » El gran faraón

Página 5 de 268

El gran faraón

Si hubiese que escoger un solo personaje que representase el poder alcanzado por el antiguo Egipto ése sería sin duda Ramsés II. Gobernador durante más de sesenta años, promotor de la mayor extensión territorial y cultural de Egipto, protagonista de la mítica batalla de Qadesh, constructor sin precedentes de colosales templos y monumentos, esposo de la bella Nefertari, padre de más de noventa hijos… Los cuatro magníficos colosos que le representan a la entrada de Abu-Simbel parecen contemplar la eternidad seguros de su reconocimiento. Y no se equivocan pues el eco de su voz aún resuena en la Historia tres mil años después de su muerte. La historia de Ramsés II es la del esplendor de la civilización egipcia, la que todos, mudos por la grandiosidad del espectáculo, evocamos al contemplar los restos de una de las más fascinantes culturas de la historia de la humanidad, la del Egipto de los faraones.

Ramsés II («nacido de Ra, querido de Amón») fue el más importante de los faraones del llamado Imperio Nuevo. Resulta difícil establecer con exactitud el momento en que se inició su reinado, pues las fuentes existentes para determinarlo (fundamentalmente las listas de faraones que se depositaban en los templos) son imprecisas. Aunque los egipcios medían el tiempo a partir de un calendario solar de 365 días casi perfecto complementado con otro lunar y con un tercero que tomaba como referencia el ciclo de la estrella Sirio, su forma de concebir el tiempo, y en particular la historia, no era como la nuestra. Las listas de reyes son sucesiones de nombres en las que se indica el número de año de reinado (primero, segundo…) junto con algunas informaciones consideradas relevantes en el mismo. Por esa misma razón tampoco los egipcios sintieron la necesidad de escribir su historia en los términos en que hoy en día lo hacemos. Lo esencial en su mentalidad era el concepto de continuidad y, por tanto, no había por qué relatar los acontecimientos remontándose a un origen sino continuarlos añadiendo los nuevos hechos. La primera historia del antiguo Egipto escrita desde su origen fue la redactada por el sacerdote Manetón, que en el siglo III a. C. recibió el encargo de hacerlo del sucesor de Alejandro Magno, Ptolomeo II. A él se debe la división de la historia de Egipto en dinastías que aún hoy manejamos. Ya en el siglo XIX, con el inicio de la egiptología, la historia de Egipto se dividiría en tres grandes períodos —Imperio Antiguo, Medio y Nuevo— separados por varias etapas de inestabilidad denominadas «períodos intermedios». Todos ellos engloban varias dinastías. Ramsés II accedió al trono egipcio en algún momento entre 1304 a. C. y 1279 a. C. (fechas extremas contempladas por los especialistas), es decir, durante el Imperio Nuevo, cuando la cultura egipcia ya conocía casi dos mil años.

Toda la historia de Egipto está marcada por el marco geográfico en el que se desarrolló, la llanura aluvial del Nilo encajonada a ambos lados por el desierto. Esta situación determinó dos cuestiones esenciales en la conformación de su cultura: por una parte, el aislamiento respecto de otros pueblos y, por otra, la dependencia de las crecidas anuales del río. El principal punto de contacto con otros pueblos fue la zona del delta del Nilo, en el llamado Bajo Egipto, especialmente con los que habitaban en las actuales Siria y Palestina siendo ésta el área fundamental de conflicto de intereses con pueblos como los hititas. Durante el Imperio Nuevo, Egipto se abrió como nunca antes al contacto con las culturas del exterior, por razones tanto bélicas como comerciales. El reinado de Ramsés II sería el paradigma de ello y en buena medida son estos contactos los que explicarían el bienestar material que caracterizó su imperio.

Las crecidas del río Nilo permitieron el florecimiento de la cultura egipcia que de otro modo habría estado condenada a desarrollarse en unas condiciones parecidas a la beduina. El desbordamiento anual de las aguas del río favorecía el depósito de lodo en sus márgenes fertilizando una tierra que, de no haber sido así, no podría haberse cultivado. La importancia de estas crecidas era tal que en las listas de reyes se consignaba anualmente el nivel de cada una de ellas. Este vínculo entre los faraones y las crecidas estaba en la misma base de la concepción de la sociedad egipcia. Los antiguos egipcios nunca conocieron una forma de gobierno diferente de la monarquía pues en su concepción del mundo sólo la monarquía podía garantizar el orden de las cosas tal y como se había dado en la creación. Cuando en época predinástica surgió la realeza entre los caudillos territoriales, ésta se legitimó mediante la vinculación de dicho surgimiento con el origen mítico de los dioses Osiris, Horus y Seth. De este modo la realeza quedaba incluida en la misma creación y era parte esencial de su religión. Según este entendimiento de las cosas, los dioses habían establecido en la creación a los reyes (faraones) como medio imprescindible para preservar el orden dado al mundo. El faraón creaba orden con su sola presencia, y parte esencial del «orden» en el mundo egipcio era la regularidad de las crecidas del Nilo.

Por otra parte, sólo los faraones podían hacer de mediadores entre los múltiples dioses del panteón egipcio y los hombres. Sólo ellos, o los sacerdotes en que delegaban sus funciones religiosas, podían rendir culto a los dioses en el interior de los templos puesto que únicamente ellos tenían la facultad de poder ponerse en contacto con el mundo divino. Los faraones eran por tanto la cúspide de una sociedad que se concebía a sí misma en términos religiosos. En palabras del profesor de Egiptología Antonio Pérez Lagacha, «los egipcios necesitaban de algo que estuviera por encima de sus fuerzas y conocimiento para sentirse seguros: unas divinidades que velasen por sus intereses mediante un intermediario, el rey». De los faraones dependía la protección del pueblo egipcio de todo aquello que representaba el «caos» y el «desorden», es decir, todo lo que podía poner en peligro el orden conocido, como la ausencia de crecidas o los ataques de otros pueblos. Pocos faraones mantuvieron tanto a raya el «caos» como lo hizo Ramsés II en sus casi sesenta y siete años de gobierno.

Ir a la siguiente página

Report Page