Los grandes personajes de la Historia

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1: Ramsés II » Una nueva dinastía

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Una nueva dinastía

A diferencia de muchos de sus predecesores, Ramsés II procedía de una familia que no era de origen real. Horemheb, el último faraón de la dinastía XVIII, hacia el final de su reinado (1323-1295 a. C.), al carecer de descendencia, decidió nombrar príncipe regente a un hombre de su confianza que pertenecía a la casta militar, el abuelo de Ramsés II, Paramessu. Cuando Horemheb murió, Paramessu le sucedió en el trono con el nombre de Ramsés I y con ello se inició la dinastía XIX, aquella que se identifica con la época dorada de la cultura egipcia. Ramsés I no llegaría a gobernar ni dos años; le sucedió su hijo Seti I, al que antes de morir, y siguiendo los pasos de Horemheb, había asociado al trono nombrándole corregente. Aunque las fuentes no permiten establecerlo de forma inequívoca, todo parece indicar que incluso cuando Ramsés I accedió al trono ya había nacido su nieto, por lo que cabe figurarse que el futuro faraón debió de recibir una fuerte influencia de sus antecesores.

Seti I fue por encima de todo el «faraón restaurador». Entre las muchas convulsiones sufridas por Egipto a lo largo de su historia, la que supuso una mayor ruptura con el orden tradicional tuvo lugar al final de la dinastía XVIII bajo el gobierno de Amenofis IV durante la llamada «herejía amarniense». En su quinto año de reinado, Amenofis IV decidió romper con la tradición religiosa egipcia que hacía de Amón el centro de su culto y, en consecuencia, otorgaba a sus sacerdotes un papel predominante en la vida política, para poner en su lugar al dios Atón (el disco solar). La práctica proscripción de todos los dioses del panteón egipcio en favor de Atón vino acompañada de toda una serie de cambios radicales en la vida egipcia. Para empezar, el propio Amenofis IV cambió su nombre por el de Akhenatón («el que actúa efectivamente en bien de Atón») y trasladó la capital de Menfis a una nueva ciudad que llamó Akhetatón («horizonte de Atón»). Se cerraron los antiguos templos, se confiscaron sus riquezas, se suprimió la clase sacerdotal y la vieja oligarquía fue apartada del poder en favor de seguidores del dios Atón. Además, Atón como dios único era considerado universal, creador de todos los hombres y criaturas a las que iluminaba por igual y que, en consecuencia, eran iguales ante él. Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento político.

Así, durante la infancia de Ramsés, Seti I llevó a cabo una intensa política de reconstrucción de los antiguos templos, para lo cual realizó varias incursiones en Nubia, al sur de Egipto, con el fin de obtener recursos materiales —sobre todo oro— y mano de obra barata. La carencia de los recursos que antiguamente llegaban por el norte debido a la pérdida de los territorios egipcios en Siria y Palestina era otro de los frentes que el faraón, en su faceta de recuperador del orden, debía atender. Se hacía necesario reafirmar la autoridad egipcia en aquellas zonas y el faraón, consciente de lo que eso significaba, encabezó una campaña en el sur de Palestina ya en el primer año de su reinado. A esta campaña le seguirían varias más en las que las tropas victoriosas de Seti I derrotaron a los libios en la parte occidental del delta del Nilo y a los hititas avanzando hacia el norte, incluso reconquistaron la ciudad de Qadesh, algo que su hijo no olvidaría aunque posteriormente volviera a perderse. El significado simbólico de estas campañas tenía una enorme trascendencia para la sociedad egipcia del momento, por lo que, como indica el profesor Pérez Lagacha, durante el Imperio Nuevo todos los faraones reproducirían este patrón: «En el Reino Nuevo una de sus primeras acciones de gobierno será realizar una campaña militar en el exterior simbolizando que nada había cambiado, que el orden seguía existiendo y que los enemigos de Egipto seguían siendo derrotados».

Ramsés creció sabiéndose futuro faraón de Egipto y recibió una educación acorde a ello. Se le instruyó cuidadosamente en lectura, escritura, religión y, por supuesto, en todo lo relativo a disciplina y táctica militares, especialmente el manejo de los dos instrumentos de guerra más avanzados del momento, el arco y el carro, con los que los hititas eran auténticos maestros. La experiencia adquirida a través de su abuelo y su padre le enseñaría además la importancia que para la estabilidad interna de Egipto tenían el mantenimiento de un cuidadoso equilibrio con los miembros del clero de Amón, el cultivo de la tradición en todo su esplendor y el control de los hititas. La importancia de la faceta militar en su formación como futuro gobernante de Egipto está directamente relacionada con su nombramiento como «comandante en jefe del ejército» egipcio cuando se acercaba a la adolescencia, aunque probablemente el cargo tendría sobre todo carácter honorífico ya que resulta difícil imaginar a un niño tomando parte en un enfrentamiento armado con guerreros adultos y específicamente formados para la guerra. Aun así, la participación en acciones militares del heredero comenzaba muy temprano dada su consideración como una de las tareas propias de la realeza más importantes en la misión que como garante del orden debía desempeñar el faraón. Cuando contaba unos quince años, Ramsés II acompañó a su padre en una de sus campañas contra los libios del delta occidental y un año después conoció los enfrentamientos armados de la zona de Siria. Debía rondar los veinte años cuando se embarcó en su primera campaña militar en solitario, una acción destinada a sofocar una rebelión en Nubia de la que regresaría victorioso. Parece lógico pues que, como apunta el egiptólogo Ian Shaw, «casi sin excepciones, cada príncipe heredero ramésida ostentó el título, honorífico o real, de “comandante en jefe del ejército”, que vemos por primera vez en Horemheb, el fundador de la dinastía».

Cada paso, cada decisión que Seti I tomaba en relación con su hijo Ramsés lo hacía pensando en que más tarde o más temprano debería sucederle. Su designación como príncipe corregente aun siendo sólo un niño, tal y como su propio padre Ramsés I había hecho con él, formaba parte de ese programa. Por otro lado, la ramésida era una dinastía nueva y como tal era natural que buscase afianzarse en el terreno sucesorio, más aún teniendo en cuenta los importantes problemas que en ese ámbito se habían vivido en la fase final de la dinastía XVIII. La designación de Ramsés como príncipe corregente era una forma de asegurar que la sucesión en la realeza egipcia volvía a ser hereditaria. La cuestión sucesoria era de la máxima relevancia en la consolidación del poder real, de ahí la importancia dada a que el faraón pudiese asegurarse de tener un heredero de su sangre. El abultado número de esposas reales con las que contaban los faraones no era más que un mero reflejo de ello. Cuantas más mujeres en edad fértil pasasen por el lecho del faraón, más posibilidades había de garantizar su sucesión, especialmente en una sociedad en la que la mortalidad infantil se situaba en torno a un tercio de los nacidos. Por esta razón, Seti I le regaló un nutrido harén siendo todavía corregente. Tener un heredero formaba parte de las obligaciones inherentes a la realeza y, según parece, Ramsés II se encargó de cumplir holgadamente con este cometido.

Ya durante el reinado de Seti I puede documentarse la existencia de al menos diez hijos varones y múltiples hijas. Ramsés II llegó a tener seis esposas principales, varias secundarias e innumerables concubinas, lo que le permitió alcanzar la increíble cifra de más de noventa hijos. La preocupación por la sucesión durante el período ramésida también encontró su reflejo en las expresiones artísticas de la época como atestiguan entre otros muchos los relieves del templo de Beit-elWali en los que se representa la primera campaña militar de Ramsés en solitario. En ellos puede contemplarse al futuro faraón combatiendo a los enemigos que caen abatidos por una lluvia de flechas bajo las ruedas de su carro en el que dos de sus hijos (Amunherwenemef, el heredero, y Khaemwaset) disfrutan del espectáculo. Como ha indicado el profesor Shaw, «durante todo el período ramésida los príncipes herederos, que durante la dinastía XVIII sólo ocasionalmente aparecen representados en las tumbas de sus profesores y niñeras, que no pertenecen a la familia real, aparecen de forma destacada en los monumentos reales de sus progenitores, quizá con la intención de enfatizar que la realeza de la nueva dinastía era completamente hereditaria de nuevo». De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en la Historia.

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