Los grandes personajes de la Historia

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2: Confucio » Un hijo en el ocaso de la vida

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Un hijo en el ocaso de la vida

Pocos son los datos seguros que se conocen acerca de la vida de Confucio, pues la relevancia que su figura llegó a alcanzar en el mundo chino sería la causa de la proliferación de biografías sobre el filósofo de tintes claramente hagiográficos y en las que, por tanto, lo legendario se mezcla con lo real. La mayor parte de ellos proceden de los escritos en los que, con posterioridad a su muerte, sus seguidores recogieron su legado filosófico (los llamados Cuatro libros) y de lo que el primer gran historiador chino, Sima Qian, relató en su obra Shi-Ji (Crónica de la historia). Todos estos datos se hallan en la tradición popular china acerca de Confucio mezclados con otros quizá menos fiables pero fuertemente enraizados en el imaginario común chino.

Confucio nació en el estado de Lu, en la península de Shangdong, en el seno de una familia perteneciente a la pequeña nobleza pero venida a menos. Según la tradición china, su padre, Shu-Liang Ho, era un temible guerrero que al final de su carrera recibió como premio el gobierno del pequeño territorio de Lu (a unos 560 kilómetros del actual Pekín) en el que se afincó junto con su familia. Shu-Liang Ho tenía dos esposas y era padre de nueve niñas y un niño que había nacido enfermo. El guerrero, pese a lo avanzado de su edad, pues tenía setenta años, deseaba ser padre de un varón plenamente sano. Por esta razón decidió tomar como concubina a Cheng-Tsai, una joven de dieciséis años con la que finalmente vio cumplido su deseo. Como recuerda la profesora Julia Ching, una leyenda popular narra la concepción de Confucio como un hecho extraordinario: «Según esta leyenda, la madre de Confucio salió un día al campo y tuvo un sueño en el que vio a un personaje llamado el Emperador Negro. Parece que se trataba de un figura divina, y que en su sueño se unieron. Después de eso ella despertó y supo que estaba embarazada». Pero a decir verdad, cuando se produjo el nacimiento de Confucio su aspecto no recordaba al de una divinidad, pues si hay algo en lo que concuerdan todos los relatos es en su escasa belleza.

El pequeño recibió el nombre de Qiu, al que se unió el de familia que llevaba su padre, Kong; por tanto, su nombre completo según el orden habitual chino era Kong Qiu. Cuando muchos años después se convirtió en maestro, se le conoció como Kong Fuzi, que quiere decir «maestro Kong»; a partir de esta denominación, los misioneros jesuitas que llegaron a China en el siglo XVII crearon la forma latinizada Confucio. Pese a la gran alegría con que recibió su nacimiento Shu-Liang Ho, el viejo guerrero apenas pudo disfrutar de su hijo ya que falleció cuando Confucio contaba sólo tres años. Cheng-Tsai quedó entonces completamente desamparada pues la pequeña herencia de Shu-Liang Ho apenas si llegaba para pagar las dotes de sus hijas y el cuidado de su hijo enfermo. Consciente de que en el mismo lugar que residía la familia del difunto guerrero poco podrían esperar ella y su hijo, decidió buscar un sitio en el que comenzar una nueva vida, y así llegó a la ciudad de Chu Fu.

La vida en Chu Fu era dura, pues a la escasez en que vivían las clases más pobres había que sumar las penalidades de criar a un hijo sola; así, desde su infancia Confucio conoció de cerca la pobreza y los problemas sociales asociados a la convulsa situación política china, algo que marcaría su sensibilidad para siempre. Su madre procuró pese a todo ofrecerle una educación esmerada y aunque Confucio pronto tuvo que trabajar para que ambos pudiesen salir adelante, Cheng-Tsai no permitió que la necesidad le apartase de los estudios. Como indica el director del Instituto Yengching de Harvard, «Confucio probablemente sirvió en toda clase de trabajos mundanos, como barrer el suelo, limpiar casas ajenas, repartir comida del mercado, y también todo tipo de trabajos manuales, de forma que estaba en contacto con la vida diaria de quienes le rodeaban. Una cosa que le diferenciaba era su increíble curiosidad por aprender; su madre fue muy perseverante en crear para él un entorno en el que pudiera prosperar como estudiante y, en el mejor de los casos, que le permitiera llegar a destacarse en el gobierno, de modo que tenía grandes aspiraciones para su hijo». El enorme deseo de saber, que el propio Confucio reconocería como principal rasgo de su carácter, creció todavía más cuando a partir de los quince años pudo empezar a leer los grandes textos clásicos chinos. Su formación hasta entonces debió de centrarse en el necesario aprendizaje de los caracteres de la escritura china, pues como recuerda la sinóloga Dolors Folch, «es a partir de los quince años, con la comprensión de unos cuatro mil caracteres que permiten ya enfrentarse al noventa y nueve por ciento de los textos, cuando el joven puede iniciar el estudio propiamente dicho».

El encuentro con los clásicos fue para Confucio como una revelación, pues a partir de su lectura y de la observación de la realidad que le rodeaba adquirió el firme convencimiento de que en la antigüedad, y más concretamente en el período Zhou del Oeste, se encontraba el modelo perfecto de cultura china en el que debía inspirarse la educación de los individuos y el gobierno de la sociedad. Así, mientras devoraba con avidez los libros de historia, música, poesía y literatura, cristalizaba en él un modo de ver el mundo en que la educación surgía como el instrumento más eficaz para el ennoblecimiento espiritual y la renovación social y política. Confucio se convirtió en un joven instruido, con un talento e inteligencia extraordinarios que progresivamente le hicieron ganar el reconocimiento de sus vecinos. Sin embargo su felicidad se vería truncada por el fallecimiento de su madre. Confucio tenía entonces diecisiete años, pero a pesar de su juventud se empeñó en cumplir con las tradiciones chinas de culto familiar y encargarse de que Cheng-Tsai fuese enterrada junto a su padre. Muchos relatos describen la desesperación del joven al desconocer el lugar en el que se había dado sepultura a su padre, por lo que, ataviado con las ropas de duelo, cargó con el ataúd de su madre hasta un cruce de caminos donde se arrodilló y, haciendo reverencias a quienes pasaban, les preguntaba si sabían dónde habían enterrado al guerrero Shu-Liang Ho. Finalmente, una anciana le proporcionó la información que necesitaba y de este modo Confucio pudo rendir el homenaje merecido a su madre al darle sepultura junto a su padre. El joven filósofo se había quedado solo por completo, pero cuando aún lloraba la muerte de su madre su fortuna cambió súbitamente.

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