Los grandes personajes de la Historia

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Camino del desengaño

A finales del siglo VI a. C., el estado de Lu estaba gobernado por un nuevo y joven duque de nombre Ting; deseoso de fortalecer su poder frente a las familias dominantes, pensó que si contaba con un ministro sabio podría lograrlo. Así, hizo llamar a Confucio cuya reputación de hombre sabio y gran maestro era conocida en todo el territorio y le ofreció convertirle en su consejero y gobernador de Lu. El filósofo aceptó feliz de poder realizar por fin su sueño reformador, y con tanta diligencia como perseverancia comenzó a aplicar sus ideas al gobierno de Lu. Según la tradición popular china, bajo su administración Lu alcanzó una prosperidad que nunca antes había conocido. Confucio puso en práctica sus principios de igualdad y justicia social, tomando medidas tan avanzadas para su tiempo como que la alimentación y bienestar de los niños y ancianos más desfavorecidos corriesen a cargo del estado. Paralelamente aseguró la educación inspirada en el modelo de hombre noble para todos aquellos que deseasen acceder a ella y procuró que todas las medidas adoptadas para la mejor administración de la sociedad y el combate de sus grandes problemas bebiesen en la aplicación práctica de las virtudes confucianas, pues como él mismo reconocería, «cualquiera puede juzgar un caso criminal tan bien como yo. Lo que deseo hacer es enmendar las condiciones en las que tales delitos aparecen».

Gracias a su buen hacer Confucio comenzó a prosperar como funcionario público, y el duque Ting, cuya reputación crecía debido a la influencia de su consejero en el gobierno, fue confiándole de forma progresiva mayores y más importantes responsabilidades. Sin embargo, las ventajas políticas que Ting estaba obteniendo no pasaron desapercibidas para sus rivales, que, según describen diversas leyendas, decidieron tender una trampa al joven duque para socavar la influencia de Confucio: mandaron reunir a las mujeres más bellas de sus dominios y las enviaron como regalo al duque Ting en una espectacular comitiva de carruajes ornamentados con todo cuidado. Subyugado por la belleza de las jóvenes, Ting se entregó a disfrutar de los placeres que se le ofrecían de modo tan tentador y así olvidó durante varios días sus responsabilidades y obligaciones de gobierno. Confucio, decepcionado por su comportamiento, pensó que el duque no poseía las cualidades morales necesarias para ser un buen gobernante y decidió abandonar Lu seguido por sus discípulos. De este modo el filósofo dio comienzo a una vida itinerante que mantendría durante trece años.

En el año 497 a. C., Confucio dejó el estado de Lu pues no estaba dispuesto a renunciar a sus ideales ni a traicionarlos acomodándose a una vida cortesana construida de espaldas a éstos. El amor por el estudio y el cultivo interior se convertiría en la fuente de la que, tanto él como los discípulos que le siguieron, beberían para encontrar la fuerza necesaria con que hacer frente a las duras condiciones de vida que desde entonces les rodearon. Aspiraba a encontrar un príncipe o gobernante digno al que ofrecer sus servicios y por ello comenzó un peregrinar constante por el vastísimo territorio del este de China. Durante todo ese tiempo Confucio pudo entrar en contacto directo con el sufrimiento y las privaciones que miles de chinos padecían bajo la opresión de unos gobernantes ávidos de poder y más preocupados por lograr imponerse sobre los restantes estados feudales que por paliar las duras condiciones de vida de sus súbditos; esta nueva perspectiva contribuyó a hacer aún más fuerte su vocación de participar en el cambio profundo de la política y la sociedad de su tiempo. La experiencia de Confucio y sus discípulos en aquellos años queda perfectamente reflejada en una de las leyendas más conocidas sobre su vida errante. En cierta ocasión, Confucio y aquellos que le seguían se encontraron con una mujer sentada en el camino que lloraba desconsolada pues un tigre había devorado a su esposo y a su hijo. Sorprendidos por su actitud, le preguntaron por qué continuaba en un lugar en el que podía ser atacada por la fiera, a lo que ella les replicó: «¿Y a qué lugar podría ir? Si me voy de aquí probablemente encontraré un gobernante más cruel». Entonces Confucio miró a sus discípulos y les dijo: «Eso es cierto; un gobernante tirano es mucho peor que un tigre devorador de hombres».

Con esas profundas convicciones sobre el modo en que debía conducirse cualquiera que tuviese a su cargo el gobierno de un lugar, Confucio fue de corte en corte exponiendo sus ideas, pero nadie parecía querer escucharle. Éstas resultaban incómodas pues para el filósofo la clave de todo gobierno residía en el ejemplo dado por los gobernantes, en su capacidad para ser hombres nobles. Sólo aquellos que mediante la educación cultivaban las virtudes estaban a su juicio capacitados para regir sabiamente la sociedad. Confucio defendía de este modo la creación de un ideal ético-político que, con el simple hecho de que un buen gobernante se lo propusiera, podría hacerse realidad. En palabras del historiador Morris Rossabi, «los ministros pondrían en práctica la filosofía de Confucio en sus propias vidas y así servirían de modelo para la gente común. Se trataba de una especie de teoría de la “virtud de la gripe” en la que creía Confucio: primero se tiene al gobernante que pone en práctica los ideales, después a sus ministros y luego a la gente común. Es como contagiarse la virtud, del mismo modo que uno se contagia un resfriado».

En las ideas políticas y sociales de Confucio había una potencia revolucionaria que el filósofo no se molestó en disimular y que, obviamente, no debió de pasar inadvertida para los muchos gobernantes que rechazaron tomarlo a su servicio. Con ellas no se abrían las puertas de una revolución cruenta, sino de una profunda y progresiva transformación de la sociedad china en la que el modelo impuesto por las luchas de estados feudales no tenía cabida. Por otra parte y como recuerda el profesor de Filosofía china Roger Ames, el propio carácter de Confucio, su alto nivel de exigencia personal y su inflexibilidad ante la debilidad moral, terminarían siendo factores que coadyuvaron a su fracaso: «Confucio no contenía fácilmente sus críticas. Se conoce una anécdota según la cual vio a un anciano tumbado desgarbadamente en una esterilla y con la ropa a medio poner de forma indecorosa. Confucio se le acercó, le golpeó con su bastón y le dijo: “Bien lo sabes, como hombre joven no hiciste nada, como hombre maduro fracasaste en sacar adelante a tu familia, y como anciano no sabes cuándo es el momento de morir. Usted, señor mío, es una vergüenza”, y lo volvió a golpear con su bastón».

Trece años después de haber abandonado Lu, Confucio no había logrado encontrar ningún gobernante dispuesto a ofrecerle un cargo en su administración. La convulsa situación de China en esa época se convertiría en el caldo de cultivo adecuado para el surgimiento de otras grandes corrientes filosóficas además del confucianismo, entre las que ocuparon un lugar preeminente el taoísmo y el legalismo, pero la filosofía de Confucio, a diferencia de éstas, puso el acento en la búsqueda de un equilibrio entre las necesidades de los individuos y las de la sociedad de tal modo que, frente a la exaltación de la libertad individual que conducía al retiro de la sociedad defendida por el taoísmo, Confucio consagró el ideal de hombre como ser social y en esa medida su pensamiento se orientó a la búsqueda de los parámetros en torno a los que la sociedad y el individuo dentro de ella debía definirse y reformarse. El paso de los años y la experiencia, lejos de debilitarle en sus ideas le hicieron más fuerte en ellas, pero el tiempo no pasaba en balde y Confucio sentía que el suyo finalizaba sin haber logrado convencer de ellas a quienes poseían suficiente poder como para ponerlas en práctica. Justo entonces recibió un mensaje procedente de Lu que le hizo concebir una última esperanza.

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