Los grandes personajes de la Historia

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Los últimos años de un maestro

En el año 484 a. C., Confucio recibió una inesperada invitación. Uno de sus antiguos discípulos que, a la sazón, trabajaba como funcionario del gobierno de Lu había logrado persuadir al nuevo gobernante del estado para que le invitase a regresar. El anciano filósofo creyó que por fin sus sueños se iban a realizar y, esperanzado, emprendió el regreso a Chu Fu. Una vez allí fue convocado por los hombres más poderosos del gobierno de Lu y uno de ellos, queriendo saber si era cierto que sus consejos podrían ser de ayuda para su tarea, le preguntó de qué forma podía lograr que sus subalternos fuesen honestos. Confucio, sin dudarlo, respondió que el modo de conseguirlo era siendo honesto él mismo. Una vez más su sinceridad le había condenado y sus ideas resultaban demasiado peligrosas para quienes aspiraban a detentar el poder a toda costa.

Ante la imposibilidad de ocupar un alto cargo del gobierno, el filósofo decidió proseguir con sus estudios y consagrar el resto de su vida a su tarea de maestro. Algunos relatos aseguran que llegó a tener más de tres mil alumnos, aunque algo menos de un centenar fueron los que siguieron sus enseñanzas con auténtica devoción. Entre ellos, Mencio y Xunzi serían los más importantes en la transmisión de la filosofía confuciana, pero Yen Hui fue el favorito del maestro. Yen Hui era un joven perteneciente a una de las familias más pobres de Chu Fu cuya pasión por aprender y elevarse espiritualmente motivó la admiración y el cariño de Confucio. El hombre que había roto con sus lazos familiares y había consagrado su vida a la consecución de un ideal, se encontraba en su vejez con un muchacho que le recordaba a sí mismo y renovaba sus esperanzas en el ser humano. En palabras de la profesora Ching, «Confucio contaba con su discípulo favorito Yen Hui que siempre estaba alegre. Aun cuando era tan pobre que apenas tenía qué comer y vivía en una casa en un callejón, siempre estaba contento. Las dos cosas que caracterizaban a Yen Hui eran su alegría en la pobreza y su amor por el estudio». Sin embargo, el consuelo que Yen Hui proporcionaba al maestro se vio truncado por la muerte del discípulo. Confucio lloró su pérdida como la de un hijo, y sobreponiéndose al dolor continuó con la tarea de enseñar a sus demás alumnos.

Confucio nunca puso por escrito sus enseñanzas. Serían algunos de sus alumnos quienes, tras la muerte del maestro, recogiesen las conversaciones que mantenían con él y que servían de vehículo a su magisterio en una obra titulada Lunyu, que en el siglo XVII los jesuitas traducirían como Analectas. Como apunta la sinóloga Dolors Folch, a diferencia de otros textos que sirven de pauta para el comportamiento moral de los individuos como la Biblia o los Upanishads (libros sagrados del hinduismo), las Analectas «no son en ningún caso un texto carismático. Ni es un libro revelado, ni rezuma ningún tipo de anhelo místico». Se trata de un libro en que se recogen los principios del pensamiento de Confucio y el modo sutil con que concibió su tarea como maestro: «No descubro las verdades a quien no tiene ganas de descubrirlas, ni intento sacar de nadie aquello que la propia persona no sea capaz de exhalar. Yo levanto uno de los lados del problema, pero si el individuo con el que trato no es capaz de descubrir los otros tres a partir del primero, ya no se lo vuelvo a repetir». Además de las largas conversaciones con sus discípulos, Confucio dedicó gran parte de su tiempo a recopilar y editar cuidadosamente las grandes obras clásicas de la antigüedad china, los llamados Libro de historia (Shu Ching), Libro de canciones o de odas (Shih Ching), Libro de las mutaciones (I Ching), Libro de ritos (Li Ching) y los Anales de primavera y verano (Ch’un Ch’iu), lo que terminaría convirtiendo a sus seguidores en los principales depositarios y conocedores de esta tradición.

Dedicado hasta su último aliento al estudio, Confucio murió a los setenta y tres años en el 479 a. C. Estaba convencido de su fracaso porque pese a sus muchos intentos y desvelos no había logrado cambiar el mundo en que vivía. Sin embargo, su gran reputación como maestro y hombre sabio habría de sobrevivirle y la filosofía de Confucio difundida por sus discípulos acabaría por ser una de las corrientes dominantes del pensamiento chino en el período de los Reinos Combatientes. Más tarde, durante la etapa imperial Han que puso fin a las luchas entre estados feudales que tanto habían entristecido y preocupado a Confucio, su legado filosófico se convirtió en la referencia cultural del mundo chino. Desde entonces y hasta nuestros días, Confucio y su obra forman parte indisoluble del imaginario cultural chino y aún hoy sorprenden a quienes encuentran en ellos ideas que resulta difícil creer que las formulara un hombre en el siglo VI a. C. Su revolucionaria confianza en el poder transformador de la educación y su visión radicalmente optimista de la capacidad humana para mejorar, convierten el pensamiento de Confucio en un legado de valor incalculable para todo el género humano. En la breve autobiografía que legó por medio de sus discípulos se condensa toda una forma de entender la vida que aún marca el camino para millones de personas: «A los quince años me dediqué de todo corazón al estudio. A los treinta años tenía opiniones formadas. A los cuarenta años ya no tenía incertidumbres. A los cincuenta años sabía cuál era la voluntad del cielo. A los sesenta años mis oídos sabían escuchar la verdad. A los setenta años puedo seguir los deseos de mi corazón sin dejar de hacer nunca lo que es bueno».

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