Los grandes personajes de la Historia

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El conquistador

Si el lector tuviese la oportunidad de hablar con una persona culta del mundo grecorromano que hubiese vivido entre los siglos IV a. C. y V d. C. y hubiese tenido la oportunidad de preguntarle quién era Alejandro, sin más, su interlocutor no habría tenido ninguna duda. Sólo por ese nombre se conocía a Alejandro III, rey de Macedonia (356-323 a. C.) y último representante de la dinastía de los Argéadas. Los epítetos se quedaban cortos para este hombre: rey omnipotente, prototipo de conquistador, fundador de un imperio universal que pereció con él, protagonista de la más elevada de las grandezas y de algunos episodios de una bajeza deleznable… todo ello en el tiempo récord de una vida de treinta y tres años y un reinado de trece. Los militares de todos los tiempos le han tenido por guía y han deseado emular sus hazañas, empezando por sus generales, que se repartieron su imperio a su muerte, y acabando por Napoleón; pero también los escritores hicieron de él punto de partida de un mito literario —basado en algunos aspectos de su novelesca vida— que empezó en la Antigüedad y termina en algunos representantes de la actual novela histórica. ¿Quién fue este joven conquistador? ¿Por qué causó tal impresión a sus contemporáneos y a sus sucesores hasta la actualidad? ¿Qué puede enseñarnos hoy en día? Los acontecimientos de su vida guardan las respuestas a estas preguntas y mucho más.

En el momento de la rendición de Atenas en el año 404 a. C., que supone el punto final de la guerra del Peloponeso (la «guerra civil» por la hegemonía que había enfrentado a las ciudades-estado griegas desde el 431 a. C.), Macedonia, pese a ser el estado territorialmente más extenso de toda la Grecia continental, apenas contaba en el ámbito político y cultural heleno. Era un reino de pastores y campesinos, de costumbres y cultura diferentes a los del resto de Grecia debido al relativo aislamiento en el que había vivido durante décadas y que pese a no estar muy cohesionado, gozaba de una posición económica privilegiada gracias a la gran cantidad de recursos naturales —sobre todo mineros— con que contaba.

Desde esta posición subalterna pasaría a ser la primera fuerza política y militar en menos de setenta años. ¿Cómo fue posible? El fin de la guerra entre las polis griegas no conllevó ni un período de paz duradera ni el dominio claro de la ciudad-estado vencedora, Esparta, ni una conjunción de voluntades entre los diferentes estados que permitiese abrir un horizonte de prosperidad y proyectos comunes para toda Grecia. El panorama fue más bien el contrario. Las polis continuaron con sus rencillas y divisiones internas que prolongaron un ambiente bélico de baja intensidad salpicado de crisis de cierta envergadura. Si Esparta duró poco tiempo como potencia dominante (hasta la batalla de Leuctra, en el 371 a. C.), su sucesora, Tebas, apenas aguantó en esa posición nueve años. La batalla de Mantinea, en el 362 a. C., marcó su ocaso y un panorama general de agotamiento de las ciudades-estado.

Frente a esta situación, Macedonia había logrado una estabilización paulatina bajo la dinastía de los Argéadas, que habían cohesionado el reino tribal y habían ido labrando un proyecto de mayor implicación en los asuntos continentales. En ese punto, el acceso al trono de un hombre fuerte y con una clara visión política supuso el comienzo de un nuevo equilibrio de relaciones en Grecia.

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