Los grandes personajes de la Historia

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Filipo II a la conquista de Grecia

En el año 359 a. C. moría el rey Pérdicas III de Macedonia y accedía al trono un joven de veintidós años, Filipo II. Él era el hombre llamado a unificar la acción política de toda Grecia y pronto comenzó una estrategia que combinaba la astucia diplomática, explotando para ello las rencillas entre las polis y no mostrando ningún empacho en incumplir su palabra si le convenía, y la agresividad bélica. En poco tiempo logró extender su autoridad desde el Bósforo hasta el estrecho de Corinto. Fue entonces cuando en algunas de las ciudades más importantes y de mayor peso de toda Grecia comenzaron a alzarse voces contrarias a su avance por temor a que supusiese el fin de su existencia y de su forma de entender la política. En opinión de Brian Bosworth, profesor de Historia de la Universidad de Australia Occidental, «el reinado de Filipo fue convirtiéndose en un golpe desagradable. Aquel desorganizado reino macedonio se había organizado de repente gracias a las minas. Tenía un enorme poder económico». Efectivamente, Filipo aprovechó la riqueza económica de su territorio para financiar sus campañas a lo largo de toda la península Balcánica.

El temor contra Filipo era un temor fundado, pero no tanto en su capacidad arrolladora como en la propia decadencia de las polis. La figura emblemática de esta oposición fue la del político y orador ateniense Demóstenes, que se erigió en adalid de la vieja polis (y de las ideas de libertad y participación ciudadana que representaba) frente a los defensores de un nuevo horizonte, el de un estado panhelénico encabezado por Macedonia. Fueron célebres sus discursos contra el monarca macedonio, las memorables Filípicas, en las que con gran vehemencia demostraba su posición inquebrantable frente a lo que consideraba el ascenso de una tiranía. Teniendo en cuenta que la amenaza procedía de un reino alejado del núcleo de la civilización griega, el rechazo era todavía mayor. William Murray, profesor de Historia de la Universidad de Florida, afirma lo siguiente: «Tenemos la impresión de que los macedonios apenas sabían leer, de que eran rudos, de que estaban por debajo del alto nivel cultural que mostraban los atenienses, e incluso de que eran una amenaza representada por su rey, Filipo II».

Mientras continuaban los conflictos de Filipo con diferentes ciudades, el monarca procedió a reformar su ejército para poner a punto un arma bélica que asegurase su superioridad militar frente a posibles alianzas de las ciudades y sus ejércitos, compuestos básicamente por mercenarios. Frente a ellos Filipo reformó los tradicionales escuadrones de caballería macedónicos, cuyos miembros eran de extracción noble y se les conocía con el nombre de «compañeros», y les añadió grandes grupos de soldados de infantería armados con una larga lanza, a la llamada «sarissa», reclutados entre el campesinado y que recibieron el nombre de «compañeros de a pie»). El resultado fue una fuerza equilibrada con una capacidad ofensiva imparable. Según el criterio del profesor Murray, «la diferencia principal de la falange de Filipo es que en ésta la armadura corporal del soldado de infantería era menor, pero se compensaba con el hecho de que el soldado lleva una lanza. Ésta tenía entre cuatro y cinco metros y medio de largo y disponía de un contrapeso en la parte más cercana al soldado, que permitía mover su apoyo de modo que el extremo de la lanza pudiese levantarse. Por supuesto, si disponían de una lanza de esas dimensiones, se tenía que adiestrar muy bien a los soldados para que pudiesen moverse con ellas». El poder ofensivo de la falange era letal. En opinión del profesor Bosworth, «si alguien se encontraba de cara a una falange macedónica se encontraba con un frente compuesto por miles de esas lanzas. Tenía ese enorme muro de acero letal aproximándose y le resultaba imposible alcanzar una posición sólo empujando con su escudo. Así que, si la falange mantenía el nivel, podía literalmente avanzar hasta alcanzar cualquier posición, algo que hacía muy bien». Dotado de esta nueva arma, Filipo no tardaría en asentar su dominio sobre toda Grecia.

Otro de los medios empleados por el monarca macedonio para consolidar su poder fue el de casarse con mujeres de diversos territorios helenos. Como recuerda Peter Green, profesor emérito de la Universidad de Austin (Texas), Filipo «tenía la reputación de tomar una esposa nueva después de cada campaña. El objetivo de semejante proceder era que quería quedar diplomáticamente a salvo contrayendo nuevas alianzas». Una de estas mujeres fue Olimpia (también llamada Olimpíade), una princesa procedente de la región de Épiro (una región periférica al noroeste de Grecia), que pronto destacó por su carácter y su interés por el poder. En el verano del año 356 a. C. Olimpia dio a Filipo un hijo, al que puso por nombre Alejandro (que en griego quiere decir literalmente «el que protege a los varones»). Como afirma el profesor Green sobre ella, «tenía carácter, le interesaba la política, la religión y, sobre todo, la dinastía. Su principal interés, a lo largo de toda su vida, fue colocar a su hijo Alejandro en el trono. En la medida en que la sucesión de su hijo se viese afectada, era despiadada». Ésos serían los referentes que tendría Alejandro en su infancia: un padre belicoso absorbido por sus proyectos de hegemonía y una madre ambiciosa y dominante. Ambos dejarían una impronta imborrable en la educación y la personalidad de su hijo.

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