Los grandes personajes de la Historia

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38: Margaret Thatcher » La dama de hierro

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La dama de hierro

La evolución de Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XX y posiblemente la de Europa entera no sería del todo inteligible sin tener en cuenta la trayectoria de la primera mujer que ocupó el cargo de jefe de Gobierno en un estado occidental, Margaret Thatcher. Muchos dudaban de que fuese capaz de gobernar un país sumido en una profunda crisis económica y moral. Sin embargo desplegó una actividad incombustible, puso en práctica un nuevo programa político no del todo conforme a los valores tradicionales de su partido, el Conservador, y sobre todo hizo gala de un estilo personal, autoritario y áspero pero inteligente y seductor al tiempo, que cautivó tanto al electorado como a la clase política internacional. El resultado no pudo ser más brillante para los conservadores, ya que acabó dirigiendo la política británica durante once años, convirtiéndose así en el primer ministro que ocupó durante más tiempo el cargo en su patria a lo largo de todo el siglo XX. Su historia es un sorprendente relato de ambición e intelecto, pero al mismo tiempo arroja un balance contradictorio, ya que logró reactivar la economía y la política británicas a un precio que muchos continúan criticando hoy en día.

El Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial se enfrentaba a un futuro incierto y sombrío. Durante más de un siglo había sido la primera potencia política mundial y poco a poco había visto cómo se recortaba su omnipotencia a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Entre 1900 y 1910 Estados Unidos le había tomado la delantera como primer productor industrial y líder económico; años después, su intervención decisiva en las dos guerras mundiales había terminado por arrebatar a los británicos la iniciativa en la política internacional. El mundo bipolar que surgió de la Guerra Fría, en el que el antiguo sistema multipolar de potencias dio paso al enfrentamiento total de las dos superpotencias nucleares emergentes (Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), no hizo sino dejar más patente todavía la postración británica. Otro hecho añadió más dramatismo si cabe a la situación. La Segunda Guerra Mundial se vio inmediatamente seguida del proceso de descolonización, que dio al traste tan sólo en quince años con su dominio mundial. Aunque el proceso no supuso en muchos casos la pérdida de los privilegios económicos de las compañías británicas en las ex colonias, fue un duro golpe en el orgullo nacional, pues se había perdido la joya de su poderío, la baza incontestable de su poder internacional. De ser un imperio en cinco continentes pasaba a ser un pequeño país insular en el noroeste de Europa. A la fuerza tenía que ser una transición difícil.

La población británica fue muy consciente desde el principio de los serios problemas que traería consigo la posguerra. Los años treinta habían sido una pesadilla de crisis económica, graves tensiones sociales y extremismos políticos, y estos problemas no se habían solventado durante la contienda, sencillamente se habían pospuesto. Tanto electores como partidos políticos lo tenían muy presente y es posible que fuera la principal razón de que el político que había dirigido brillantemente la actuación bélica, el conservador Winston Churchill, no triunfase en las elecciones generales celebradas en 1945, poco después de finalizar la guerra. El gabinete laborista liderado por Clement Atlee puso en marcha un proyecto que garantizase la estabilidad social y política necesaria para afrontar con éxito la reconstrucción. La solución dada no fue original, ya que consistió en construir un estado del bienestar a imagen de lo que estaban haciendo el resto de los principales países de Europa occidental por aquellos mismos años. En consecuencia, se nacionalizaron la mayor parte de las grandes industrias y se crearon servicios públicos de educación, salud, vivienda y transporte. La idea era poner en marcha un complejo sistema que pusiese en manos del estado los recursos necesarios para garantizar un trabajo, una vivienda, educación y salud al conjunto de la población. La élite del país aceptó un proceso tan ambicioso (y caro) sólo a cambio de que no se tocasen sus privilegios económicos. El resultado fue un consenso en torno a un nuevo modelo de economía y sociedad que fue incluso asumido por los conservadores y que garantizaría la estabilidad y cierto crecimiento económico en el siguiente cuarto de siglo. Pero en la década de 1960 los problemas del sistema empezaron a ser evidentes y una conciencia de decadencia se extendió ampliamente entre los británicos. En este contexto una joven inglesa de firmes convicciones conservadoras, Margaret Thatcher, luchaba por hacerse un hueco en el Partido Conservador, que pronto le daría muestras de estar necesitado de sus aptitudes.

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