Los grandes personajes de la Historia

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Los tres hombres de Roma: Pompeyo, Craso y César

César regresó a Roma en el año 60 a. C. con el proyecto declarado de presentarse a cónsul para el año siguiente. Su gestión le había procurado una popularidad de administrador eficaz y militar brillante, ya que sus tropas le habían aclamado y concedido el título de imperator (general, el que ejerce el mando) que le facultaba para solicitar del Senado su entrada en Roma en ceremonia de triunfo. Ésta era una de las ceremonias públicas más notables y marcaba siempre el punto culminante de la carrera de políticos y generales. Si el candidato cumplía los requisitos, es decir, haber infligido más de cinco mil bajas a los enemigos en una sola acción y haber sido proclamado imperator por sus tropas, el Senado le concedía este honor a condición de que el solicitante no hubiese entrado en la ciudad ni siquiera como particular antes de la fecha señalada. En ese caso, el general vencedor llegaba en un desfile apoteósico, montado en una cuadriga, ataviado con el manto de púrpura ribeteado de oro propio de Júpiter y coronado de laureles. En el desfile le precedían trompeteros que le anunciaban, lictores que le abrían paso y le seguían magistrados, familiares, carros con los despojos y trofeos de los pueblos vencidos, carteles con los nombres de éstos y los rehenes y cautivos atados con una cuerda al cuello que, tras ser injuriados y humillados por la muchedumbre, eran conducidos a prisión y, en la mayoría de los casos, ejecutados. Evidentemente, César deseaba celebrar su triunfo, pues ¿qué mejor propaganda de cara a su posible gestión como cónsul? Pero el Senado, que no deseaba a un popular en el puesto, le puso como plazo para entrar en la ciudad una fecha posterior a que expirase el tiempo para presentar su candidatura al cargo. Haciendo gala de gran pragmatismo, César renunció al triunfo para poder optar a la magistratura, dando con ello una muestra de la agilidad y brillantez política que desarrollaría a lo largo de toda su carrera. En palabras de Oppermann, fue «un auténtico político, un hombre que se daba cuenta de las diferentes posibilidades de cada momento e intentaba aprovecharlas interviniendo con rapidez, con recursos distintos según la ocasión, aunque su adscripción a los populares se mantuvo inalterable durante toda su carrera».

Esta adscripción no se alteró cuando efectivamente fue elegido cónsul. Para poder llevar a cabo esta operación tuvo que forjar antes una gran alianza con los prohombres del momento, Pompeyo y Craso. El primero había sido el general más fuerte en la última década y César le había apoyado reiteradamente, sobre todo cuando se debatió su investidura con poderes especiales para acabar con la piratería y para una nueva guerra que se había desatado en Oriente contra Mitrídates de Ponto. Pompeyo se mostró brillante en el cumplimiento de ambos encargos y estaba sumamente contrariado puesto que tras su regreso el Senado se había negado a autorizar la reorganización de las provincias de Oriente que había efectuado tras la guerra y a aprobar la concesión de tierras para sus veteranos. Por otra parte, Craso deseaba aumentar su influencia política y conseguir ventajas económicas que le permitiesen engrosar todavía más sus riquezas y las de sus seguidores. César resultó ser la pieza que encajó a la perfección entre ambos en el momento oportuno, logrando que apoyasen su ascenso consular a cambio de que favoreciese sus aspiraciones. A este pacto privado entre ciudadanos se le llamó Triunvirato (el primero que hubo en la etapa final de la República) y se selló con garantías privadas. Como apunta el académico de la Historia Antonio Blanco Freijeiro, «para garantía de su alianza, César ofreció a Pompeyo la mano de su hija, Julia, hasta ahora prometida de otro y treinta años más joven que su cónyuge. Julia se mostró tan afectuosa con Pompeyo y tan hábil en su trato con marido y padre, que mientras ella vivió, no hubo desavenencias entre ellos, y se llegó a decir que de no haber sido por la prematura muerte de Julia, no hubiera habido guerra civil». También César se desposó entonces, por tercera y última vez, con Calpurnia, hija de Lucio Calpurnio Pisón, aunque las motivaciones de este matrimonio no parecen claras.

El pacto se mostró sumamente útil y fructífero para los tres firmantes. César utilizó su cargo para conceder a sus colegas las contraprestaciones solicitadas a cambio de su apoyo, pero tuvo siempre en frente al Senado, y fueron especialmente hostiles contra sus políticas populares Catón el Joven y Cicerón. Debido a dicha obstrucción se vio obligado a recurrir a otros medios para llevar sus proyectos adelante, en concreto a presentarlos directamente a las asambleas populares, más fáciles de influir por su partido que el Senado. Además, César tenía claro cuál quería que fuese su siguiente paso tras acabar su año como cónsul. Para alcanzar el poder era necesario cimentar su posición con la adhesión de las tropas; el mando que había ejercido en Hispania era sólo un primer paso, pues le necesitaba el mando de una gran campaña militar —como la guerra de Pompeyo contra Mitrídates— si quería imponerse a sus dos compañeros de pacto. Una vez más el Senado no estaba dispuesto a facilitarle la tarea y le nombró administrador de montes y pastos en Italia para el año siguiente, un destino muy lejano a sus ambiciones. De nuevo el Triunvirato y el recurso a las asambleas populares funcionó, y César logró que se le encomendase el proconsulado de las provincias de Galia Cisalpina y de Iliria, a las que poco después se sumaría la Galia Narbonense. Por fin tenía su futuro próximo asegurado y no estaba dispuesto a perder la oportunidad.

A comienzos del 58 a. C., César cruzaba los Alpes con cinco legiones con las que se disponía a pacificar un territorio que era una amenaza para Roma desde hacía un siglo, cuando las incursiones de los cimbrios y teutones dejaron a las claras la fragilidad de la provincia romana que ocupaba una estrecha franja en el litoral mediterráneo galo, articulada en torno a la ciudad de Narbona y la antigua colonia griega de Marsella. El territorio al norte estaba poblado por tribus celtas presas de gran inquietud desde que los germanos y helvecios habían penetrado en su territorio con intención de instalarse en sus tierras o atravesarlas. Tras un breve período en el que se dedicó a estudiar la situación, César desarrolló una de las campañas de conquista más brillantes que ha visto la Historia. Durante tres años pacificó la Galia central rechazando primero a los helvecios y a los germanos —liderados por el temible Ariovisto— más allá del Rin, que quedó fijado como frontera natural de los dominios romanos, y venció a la tribu hegemónica entre los galos, los eduos. Este avance del poder romano puso en pie de guerra a las tribus del norte —la llamada Galia Bélgica— que fueron sometidos en el año 57 a. C.; entonces sólo quedaba por controlar la región de Aquitania, al sudoeste.

En ese momento César se vio obligado a hacer un alto en su campaña, puesto que su mandato en las Galias tenía una validez de tres años y se hallaba próximo a expirar. Para lograr prolongarlo se reunió con sus compañeros de Triunvirato en Lucca en el año 56 a. C.; allí tuvo que encargarse de restañar las heridas abiertas entre Pompeyo y Craso, cuya relación había empeorado durante su ausencia. A cambio de una prolongación de su mandato más allá de los Alpes, sus dos compañeros de pacto obtuvieron un consulado para el año siguiente y, tras su cumplimiento, un proconsulado similar al de César: Pompeyo en Hispania y Craso en Oriente. De regreso a las Galias, centró su actividad en reforzar el Rin, para lo cual ordenó la construcción del primer puente sobre el río —de madera— que supuso todo un logro de la ingeniería militar; además, comandó una expedición naval de castigo a la isla de Britannia (actual Gran Bretaña) ya que algunas de sus tribus habían enviado refuerzos a los levantiscos galos de Bélgica (al año siguiente realizaría otra). Sin embargo todos sus esfuerzos se vieron en peligro cuando a finales del año 53 a. C. se produjo una insurrección generalizada de las tribus célticas del territorio sometido. Éstas habían concertado una alianza y nombrado como rey al arverno Vercingetórix. Las operaciones bélicas se prolongaron un año y medio, y terminaron con el asedio de los romanos a la ciudad de Alesia, culminado con una batalla en la que los galos fueron definitivamente derrotados. A finales de la década del 50 a. C. la Galia fue organizada e incorporada al territorio de la República romana como una provincia más. Pero semejante proeza militar generó en Roma asombro y temor al mismo tiempo. Asombro porque César había sido capaz de someter a los pueblos de un vasto territorio prácticamente desconocido, incluso había atravesado mares ignotos y alcanzado tierras cuya existencia ni siquiera se intuía. Y miedo porque ahora contaba con una maquinaria de guerra absolutamente devota y fiel a su persona, estacionada relativamente cerca de Italia y de la que podía hacer un uso personalista. El conflicto entre César y el Senado no podía tardar mucho en estallar.

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