Los grandes personajes de la Historia

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5: Julio César » Guerra civil y poder personal

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Guerra civil y poder personal

En ausencia de César, la situación política en Roma se había deteriorado sustancialmente. Las relaciones entre los triunviros se habían enfriado, en primer lugar porque Craso había muerto en Oriente en el año 53 a. C. en una insensata campaña contra los partos. Pompeyo, entretanto, se había distanciado de César debido a la muerte de Julia (en el año 54 a. C.), a la que sustituyó por la hija de uno de los enemigos declarados de César, Metelo Escipión. Esta progresiva tensión entre los dos socios, acentuada por el clima de anarquía reinante en la capital, llevó a que comenzasen a verse como una mutua amenaza. Pompeyo fue acercándose paulatinamente al Senado, sellando una alianza por la que se le designaba cónsul único con poderes especiales para la salvación del estado. Mientras, César se veía amenazado por la trampa que le querían tender sus enemigos. En palabras del profesor Blanco Freijeiro, «sólo necesitaban que César volviese a ser un ciudadano de a pie, un particular, que perdiera la inmunidad de su proconsulado, o de cualquier otra magistratura, para envolverlo en un proceso del que no saldría con más vida política». Para evitarlo César contaba con presentarse al consulado para el año 48 a. C. (primero que le permitía la ley, transcurridos diez años del anterior) pero para ello necesitaba que se prolongase su gobierno en las Galias hasta finales del año 49 a. C. El Senado, con la aquiescencia de Pompeyo, rechazó la solicitud de César en este sentido y no le dejó otra salida que la de la guerra. El 10 de enero del año 49 a. C., César cruzaba con sus tropas el Rubicón, un riachuelo que separaba el territorio legalmente bajo su mando de Italia, bajo la autoridad de la capital.

Ante el comienzo de la contienda Pompeyo optó por dejar vía libre a César y plantarle cara en el terreno que le era más favorable, Oriente. Por ello huyó, seguido de los cónsules y buena parte del Senado, a Grecia, mientras que encomendaba a sus ejércitos de Hispania contraatacar en las Galias. Ésta fue la razón de que César pudiese adueñarse de Roma y de Italia sin entablar batalla. Frente al panorama planteado prefirió atacar donde sus enemigos tenían más tropas concentradas, en Hispania. Acudió por tierra hasta allí y, en las inmediaciones de la actual Lérida, supo combinar hostigamiento y diplomacia para lograr la capitulación de sus oponentes sin que fuese necesario entrar en combate. Volvió rápidamente a Roma, donde se hizo proclamar dictador y cónsul a la vez, y fue hasta el sur de Italia para embarcar sus tropas hacia Grecia, donde se refugiaba Pompeyo. Con su audacia habitual, César sorprendió a sus contrarios cruzando el mar en el momento menos esperado, en invierno, si bien pudo sacar poco provecho de esta ventaja inicial. El choque definitivo se produjo en agosto del 48 a. C., en la llanura de Farsalia (Tesalia), donde las legiones de César vencieron de forma contundente a las de Pompeyo, que sin embargo logró escapar. Atravesó el Mediterráneo para buscar refugio en Egipto, donde los reyes hermanos Ptolomeo XIII y Cleopatra VII se disputaban el trono. El primero había logrado hacerse momentáneamente con el control de Alejandría expulsando a su hermana cuando recibió al inoportuno visitante. Al darse cuenta de que la situación le podía beneficiar, decidió asesinar a Pompeyo para obtener el favor de César, al que fue presentada la cabeza de su oponente cuando arribó a Alejandría tres días después. En la capital egipcia, César se vio envuelto en la lucha entre los hermanos y tomó partido por Cleopatra, con la que mantuvo una larga relación y de la que tuvo un hijo varón, Cesarión. Después de vencer el cerco planeado por Ptolomeo en el palacio real alejandrino gracias a la llegada de refuerzos de Siria y Asia Menor, proclamó a Cleopatra reina única de Egipto.

Una vez consiguió estabilizar Egipto, tuvo que responder a las numerosas amenazas que habían brotado en la periferia del territorio romano durante los meses de guerra. En primer lugar, acudió a las provincias de Asia, donde Farnaces, el hijo de Mitrídates de Ponto, había vuelto a atacar el territorio romano para hacerse de nuevo con el reino de su padre. La facilidad con que le venció quedó reflejada en el lacónico mensaje que envió al Senado informando de su victoria: veni, vidi, vici («llegué, vi, vencí»). Regresó a Roma para organizar rápidamente el ataque a la región en que los pompeyanos y senatoriales retenían el poder gracias a sus tropas, la provincia de África. En abril del 46 a. C. les derrotó en Thapsos, pero uno de los hijos de Pompeyo, Gneo Pompeyo, logró escapar con sus tropas hacia Hispania, donde puso en jaque a las fuerzas que había dejado acantonadas César tres años antes. En marzo del 45 a. C. derrotó a las últimas tropas enemigas en Munda (en las cercanías de Montilla, Córdoba) y así ponía fin a cuatro largos años de guerra civil. De allí se dirigió a Roma, adonde entró celebrando el triunfo por sus victorias que llevaba esperando desde hacía seis años. Entre los prisioneros que entraron detrás del carro de César se hallaba Vercingetórix, al que habían mantenido con vida hasta entonces para que su presencia ensalzase a su vencedor y para ejecutarlo a continuación.

Una vez en Roma tuvo que enfrentarse al dilema de qué hacer ahora que había conseguido el poder absoluto de la primera potencia del Mediterráneo. Dos vectores guiaron su proyecto político: cimentar su poder personal dentro del marco tradicional de la República y reformar sus instituciones para adecuarlas a la nueva realidad de un poder personal. Con este fin aceptó del Senado su nombramiento como dictador perpetuo, al tiempo que vaciaba de contenido la asamblea que tanto había obstaculizado su ascenso al poder. Emprendió importantes reformas con las que pretendía atajar los males que aquejaban al mundo romano desde hacía décadas: impulsó una política de colonización de las provincias que sirviese para premiar con tierras a los militares veteranos e instalar a parte del proletariado urbano que hacía tan inestable la vida política de las ciudades; extendió la ciudadanía romana a las poblaciones de varias provincias, reformó el calendario (llamado desde entonces calendario juliano, que estaría vigente en Europa occidental hasta finales del siglo XVI —en su honor se llamaría julio al mes en que nació, antes llamado quintilis, «el quinto mes»—), e impulsó una política de conciliación tras la guerra civil que acabó por no contentar a nadie: a los optimates porque había recortado su poder al limitar las prerrogativas del Senado; a los populares porque su política de conciliación le había hecho mantener a muchos senatoriales en la esfera del poder.

Además, a todos les disgustaba la concentración de poderes que estaba llevando a cabo. Con los cargos de sumo sacerdote, general en jefe del ejército y dictador vitalicio, parecía más un rey que un magistrado y contrastaba con los discursos en los que había declarado que se proponía restaurar el orden republicano. Se ha polemizado mucho sobre si en los proyectos de César figuraba la adopción del título de rey, especialmente repugnante para los romanos puesto que les recordaba a la dinastía de monarcas que fueron expulsados de la ciudad en época arcaica por tiranos. En opinión del profesor Freeman, «las historias que han llegado hasta nosotros sobre las primeras semanas del año 44 a. C. demuestran que César barajó la idea de adoptar el título [de rey]. De hecho, sabemos que lo rechazó en público, aunque sin demasiado entusiasmo, como si quisiera sondear las aguas de la opinión pública». Aquello ocurrió en el mes de febrero cuando su fiel lugarteniente, Marco Antonio, le ofreció una corona durante la celebración del festival de las Lupercales (fiestas en honor a la Loba capitolina, que según la mitología romana había amamantado a Rómulo y Remo). En medio de un silencio expectante, César la rechazó declarando que sólo Júpiter era el rey de Roma, con lo que provocó las entusiastas ovaciones de la plebe.

Pero las sospechas de sus enemigos, que ahora afloraban tanto entre los optimates como entre los populares, no se disiparon. Se sentían compelidos a acabar con quien tenía todos los visos de convertirse en un tirano que terminaría imponiendo una monarquía para acabar con la República. César había declarado su intención de partir a finales de marzo para comenzar una campaña contra los partos que pusiese paz definitivamente en Oriente. La cuestión debía debatirse en la reunión prevista en el Senado para los idus (día 15) de marzo. Era la última oportunidad que veían sus enemigos para pararle los pies, ya que si partía para otra campaña triunfal en Asia sería imposible frenarle después. No la desaprovecharon. César murió apuñalado por el nutrido grupo de senadores conjurado en su contra, entre los que se incluían numerosos allegados, como el célebre Marco Junio Bruto, un joven aristócrata al que César había introducido en su círculo íntimo tras la guerra y por el que profesaba un gran afecto.

Los senadores consiguieron su objetivo inmediato, pero no a largo plazo, ya que no salvaron la República. Según el criterio de Oppermann, «la acción de los asesinos de César fue un fracaso político. Con ella pretendían socavar el poder de César, pero tan sólo asesinaron al hombre, porque su poder le sobrevivió. Éste es uno de los rasgos originales de César: la creación de una nueva forma de gobierno». Cuando se abrió su testamento, en él declaraba su heredero e hijo adoptivo a su sobrino nieto Octavio, quien, tras una guerra civil de catorce años contra Marco Antonio, pudo continuar la tarea de su padre adoptivo inaugurando una nueva era, el Imperio romano, del que fue el primer titular con el nombre de Augusto. De su mano la obra de César pasaría a la posteridad.

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