Los grandes personajes de la Historia

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6: Cleopatra » Una mujer faraón

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Una mujer faraón

El testamento de Auletes precisaba que le habían de suceder sus dos hijos mayores, lo que suponía que ambos debían casarse. El matrimonio entre hermanos no era ajeno a la tradición real egipcia, pues ya durante la etapa del Imperio Antiguo se había producido esporádicamente con las primeras dinastías gobernantes. Desde el punto de vista político, estos matrimonios incestuosos presentaban ventajas nada desdeñables ya que reducían el número de posibles pretendientes al trono, y con ello los conflictos sucesorios, y mantenían alejados de la corona a personas no pertenecientes a la realeza, lo que permitía asegurar la preparación adecuada de los futuros reyes y conjuraba en buena medida el peligro de los advenedizos. Por otra parte, y no menos importante para la mentalidad egipcia, el matrimonio entre hermanos era un modo de vincular a los reyes y reinas de Egipto con los dioses de su panteón entre los cuales, según los relatos mitológicos, también se habían producido. El matrimonio entre hermanos no era posible para los egipcios, pero sí para sus dioses y para sus faraones. Los primeros Ptolomeos, tan conscientes de las ventajas políticas de este tipo de matrimonio como deseosos de legitimar su nueva dinastía, no dudaron en recurrir a él, y de paso también se vinculaban con la tradición del Imperio Antiguo. Por tanto, cuando Ptolomeo XII dejó establecida su sucesión recurriendo al reinado conjunto de sus hijos y, en consecuencia, a su matrimonio, no estaba haciendo nada que pudiese sorprender ni a sus herederos ni a su pueblo.

Sin embargo no tenemos datos que demuestren el matrimonio entre Cleopatra VII y Ptolomeo XIV, quizá porque, como recuerda la profesora Tyldesley, «es probable que fuera tan sólo un matrimonio de nombre. La diferencia de edad entre hermana y hermano constituía un inconveniente. Cleopatra, con dieciocho años, era demasiado mayor para permanecer soltera, mientras que Ptolomeo, con tan sólo diez, era demasiado joven para consumar un matrimonio». En cualquier caso, la edad de Ptolomeo motivó que tuviese que gobernar mediante un consejo regente, situación que fue aprovechada por Cleopatra para hacerse con el poder y, tomando su primera decisión política, presentarse como reina única de Egipto. La adopción de su sobrenombre, Thea Filópator («diosa que ama a su padre»), era una forma de subrayarlo al vincular su reinado a su padre y no a su hermano.

Parece pues que durante más o menos el primer año y medio de su reinado, Cleopatra gobernó en solitario como faraón mujer de Egipto. La tradición egipcia no contemplaba la posibilidad de que un faraón fuese mujer. De hecho, no existía la palabra «reina» como título propio, sino que todas las mujeres reales eran denominadas en función de su relación con el faraón: «esposas del rey», «grandes esposas reales», «madres del rey» e «hijas del rey». En los casos en que, ante situaciones como la minoridad del faraón, una mujer gobernaba, recibía el título de «rey mujer». Paradigmático fue el caso de la reina Hatshepsut, que durante el Imperio Nuevo trató de romper con esa tradición imponiendo su gobierno, pese a lo cual se hacía representar con ropa y atributos masculinos. Sin embargo Cleopatra no tuvo que hacer frente a ese problema ya que en la época ptolemaica varias fueron las mujeres que llegaron a gobernar Egipto. Por tanto, sin miedo a ser rechazada, no dudó en dejar a su hermano de lado, presentarse como reina de Egipto, es decir, como faraón mujer, y en hacerse representar como tal, esto es, con rasgos claramente femeninos.

A pesar de su éxito inicial, los partidarios de su hermano no estaban dispuestos a dejarse atajar y finalmente, quizá aprovechando el descontento popular por la política de apoyo a Pompeyo contra Julio César por hacerse con el poder de Roma, y que recordaba demasiado a la política seguida por Auletes, consiguieron imponerse sobre la joven reina. Cleopatra se vio obligada a huir de Alejandría y buscar refugio en Tebas y Palestina, pero estaba dispuesta a luchar por lo que consideraba suyo y comenzó a reclutar soldados para imponer su regreso mediante la fuerza de las armas. Como recuerda la historiadora Janet Loui se Mente, «fue educada para ser el faraón. Su padre la educó para el poder más que a ninguno de sus hermanos o hermanas y cuando intentó marchar sobre Alejandría probablemente lo hizo no tanto contra su hermano como contra la parte de la corte que pretendía alejarla al darse cuenta de que era una mujer que sabía lo que quería, y eso a la tierna edad de diecinueve años». Pero Cleopatra nunca llegó a marchar contra Alejandría pues otros hechos vinculados con Roma vendrían a precipitar la situación.

En enero del año 49 a. C. había estallado la guerra civil en Roma. La muerte de Craso había supuesto el fin del Triunvirato y entre Pompeyo y Julio César la situación era ya irreconciliable. El primero, tras sus triunfantes campañas militares en la Galia, había acumulado un enorme poder así como popularidad entre los militares. Convencido de que lo mejor para Roma era poner punto final a su decadente vida política y establecer un régimen de corte personal que permitiese el gobierno eficaz de su cada vez más extenso territorio, César reclamaba para sí ese papel. Por su parte, Pompeyo, no menos deseoso de poder, guardaba la apariencia de apoyo al Senado y se arrogaba la defensa de la tradición política romana. El enfrentamiento culminó con la declaración de guerra de César a Pompeyo y al Senado mediante el simbólico acto de cruzar el río Rubicón hacia Italia seguido de su ejército. La contienda terminaría inclinándose a favor del primero, que derrotó ampliamente a Pompeyo en la batalla de Farsalia (Grecia). Éste, vencido pero con ánimo de recomponerse, huyó hacia Egipto, donde esperaba contar con el apoyo del hijo de su viejo amigo Auletes que, por otra parte, había sido reconocido como legítimo rey de Egipto frente a Cleopatra por el Senado. Cuando llegó a la costa (en Pelusio), una embarcación enviada por Ptolomeo XIII en la que entre otros se hallaba un conocido compañero de armas, el centurión Lucio Séptimo, le dispensó la bienvenida invitándole a embarcar para conducirlo ante el faraón. Confiado, Pompeyo así lo hizo, pero cuando al llegar a la playa tendió su mano para que le ayudasen a levantarse con dignidad, Séptimo le atravesó con su espada. Su esposa, Cornelia, contempló desde el barco que les había llevado al puerto de Pelusio cómo lo decapitaban y arrojaban su cuerpo al mar.

Los consejeros del joven Ptolomeo querían congraciarse con César pues no podían gobernar sin el apoyo de Roma y, por otra parte, suponían que Pompeyo estaba del lado de Cleopatra, quien avanzaba desde el este con su ejército. El asesinato de Pompeyo, aunque indigno, era a juicio del joven rey la mejor opción política en una situación desesperada. Cuatro días más tarde, César llegó a Alejandría en persecución de Pompeyo y fue recibido por los consejeros de Ptolomeo con la cabeza de Pompeyo en la mano. Algunas fuentes afirman que perdió el conocimiento, otras —las más— que lloró, pero además debió de respirar aliviado por la muerte de su enemigo. Aun así no estaba dispuesto a dejar pasar el asesinato público de un ciudadano romano, por lo que inmediatamente desembarcó y, desafiante, desfiló por la ciudad con sus lictores (magistrados) portando los símbolos de su poder. Las revueltas populares ante la afrenta que suponía la afirmación de un poder considerado extranjero no se hicieron esperar, pero al caer la noche César ya se había apoderado del palacio real. En los disturbios que siguieron durante las jornadas posteriores tendría lugar el tristemente célebre incendio que acabó con la Biblioteca de Alejandría, pero para entonces el conflicto entre Cleopatra y su hermano había comenzado a resolverse y no precisamente por las armas, o no por las armas de guerra, sino por las de la seducción.

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