Los grandes personajes de la Historia

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8: Atila » El azote de Dios

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El azote de Dios

La imagen que ha sobrevivido del rey de los hunos en la imaginación popular hasta el siglo XXI es la de un cruel y sanguinario caudillo bárbaro que anegó el Imperio romano en sangre y que llegó a plantarse a las puertas de la misma Roma, donde sólo la intervención de un enérgico Papa logró contener su avance y que se retirase más allá de las fronteras. Pero la realidad de Atila y del tiempo que le tocó vivir es mucho más compleja. Efectivamente, fue un líder tribal de una actividad combativa inagotable que provocó una fuerte desestabilización en un mundo romano ya de por sí muy debilitado, pero ni fue tan salvaje ni la conjuración del peligro que supuso su avance sobre Roma fue mérito de sus adversarios. Ya desde su época fue víctima de una campaña propagandística que le calificó nada menos que de «flagelo de Dios», cuyos ecos han perdurado hasta nuestros días a costa de una realidad histórica en la que es posible que Atila, además de verdugo, fuese víctima.

En el siglo V d. C. el Imperio romano luchaba por su supervivencia. Hacía más de doscientos años que el abatimiento de la economía, el decaimiento de la sociedad y la mediocridad de sus gobernantes amenazaban la existencia del estado que había logrado unificar el Mediterráneo bajo una sola autoridad política y crear una cultura que se creía inmortal. Las ciudades cada vez tenían menos población, el comercio que las abastecía menos pulso, las propiedades del campo se convirtieron en la principal fuente de riqueza y posición social y, finalmente, el poder político estaba cada vez más debilitado. A finales del siglo III y comienzos del IV, dos emperadores, Diocleciano primero y Constantino más tarde, lograron mitigar la situación llevando a la práctica un programa que supuso una auténtica refundación del imperio, pero que apenas logró que éste sobreviviese ciento cuarenta años.

A estos signos de una crisis que atacaba los mismos cimientos de la sociedad y la política romanas se vino a sumar el problema de los pueblos de las fronteras. Los griegos y los romanos llamaban «bárbaros» a los pueblos que no sabían hablar sus lenguas (griego y latín), viviesen donde viviesen. Desde el siglo I d. C., los romanos habían convivido en una relación de vecindad vigilante con sus vecinos del norte, a los que llamaban «germanos» y que vivían más allá de la frontera estable del imperio, situada en la línea trazada por el curso de los ríos Rin y Danubio. Esta situación comenzó a cambiar durante el siglo III, cuando una serie de tribus de Europa oriental empezaron a desplazarse hacia el sur y el oeste, con lo que desestabilizaron a las que estaban asentadas en los territorios limítrofes del imperio. Las provincias romanas fronterizas comenzaron a sufrir ataques reiterados y repentinos frente a los cuales la táctica tradicional de los romanos de dividir para vencer no fue efectiva. Las defensas tampoco se mostraron preparadas para soportar las reiteradas agresiones, por lo que se impusieron soluciones militares urgentes. De ahí que el ejército fuese cobrando cada vez más importancia en el mundo romano, siendo éste el siglo en que surgió la figura arquetípica del emperador soldado, aupado al poder desde el generalato y que centraba su autoridad en el apoyo de las tropas.

¿Causa o síntoma de la crisis? Las incursiones de los bárbaros posiblemente fueron las dos cosas, pero lo que los romanos pronto tuvieron claro es que no se trataba de episodios puntuales, sino que se hallaban frente a un problema a largo plazo y de difícil solución. En los dos siglos siguientes llegarían a ser conscientes de la gravedad extrema que podía adquirir y la amplitud de sus consecuencias.

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