Los grandes personajes de la Historia

Los grandes personajes de la Historia


9: Mahoma » Una infancia difícil

Página 56 de 268

Una infancia difícil

Mahoma nació en el año 570 de la era cristiana en la ciudad de La Meca, en la actual Arabia Saudí. Por entonces la península Arábiga estaba habitada fundamentalmente por grupos tribales tanto nómadas como sedentarios. Los primeros se dedicaban al pastoreo y al comercio, mientras que los segundos se asentaban en los escasos enclaves fértiles en los que era posible practicar la agricultura. En ambos casos la unidad esencial de la organización social era la tribu cuyos miembros reconocían unos antepasados comunes aunque no existiese entre ellos vínculos de sangre. Cada tribu a su vez se dividía en múltiples clanes entre cuyos integrantes sí existían lazos de parentesco. Entender la forma en que se organizaba la sociedad árabe de la época resulta indispensable para comprender hasta qué punto la labor llevada a cabo por Mahoma fue revolucionaria, pues a su muerte había logrado establecer un nuevo modo de organización social no basado en la tribu ni en los lazos de sangre, sino en la profesión de una fe común.

Mahoma pertenecía a la tribu de los Qurays (qurasíes) y dentro de ella al clan de los Hasim (hasimíes) que se dedicaba al comercio y gozaba de cierta relevancia dentro de la tribu. La Meca, pese a estar ubicada en una zona particularmente árida e inhóspita, era una de las ciudades más prósperas de Arabia, en parte por su importante actividad comercial (sobre todo en relación con el vecino Imperio bizantino) y en parte porque en ella se encontraba uno de los principales santuarios y puntos de peregrinación para los árabes, la Kaaba. Se trataba (y se trata) de un gran santuario de forma cúbica en uno de cuyos ángulos se encontraba la gran Piedra Negra (probablemente un meteorito) a la que entonces se rendía culto. Según la tradición, el santuario había sido creado originalmente por Adán, pero tras el Diluvio el patriarca bíblico Abraham lo habría reconstruido engastando en su ángulo sudeste la Piedra Negra que le habría entregado el arcángel san Gabriel. La tribu a la que pertenecía Mahoma, los qurasíes, era la más importante de La Meca puesto que tenía a su cuidado la custodia de la Kaaba.

Desde el punto de vista religioso, la Arabia del siglo VI puede dibujarse como un gran cruce de tradiciones. Por una parte, había amplios grupos de población cristiana, así como de judíos y algunos más pequeños seguidores del zoroastrismo persa. Junto con ellos coexistía la religión politeísta de la mayor parte de las tribus árabes que, en palabras del profesor de Historia medieval Eduardo Manzano, podría definirse como «un paganismo que tenía muchos puntos de contacto con otras religiones politeístas de origen semítico». En la Kaaba se rendía culto a multitud de dioses y espíritus representados mediante ídolos más o menos toscos y también mediante piedras, aunque el santuario estaba especialmente dedicado a las tres diosas principales, Al-Uzza (identificada con el planeta Venus), Al-Lat (que correspondía con el Sol, que es femenino en árabe) y Manat (el destino). Las tres diosas eran consideradas hermanas e hijas de un gran dios que tenía preeminencia sobre el resto, Allah. Pero la influencia de las religiones monoteístas también se hacía notar en la tradicional religiosidad árabe y no faltaban quienes eran monoteístas, los llamados hanifes.

Según la tradición musulmana, poco antes del nacimiento de Mahoma la situación en Arabia, y especialmente en La Meca, había llegado a un grado de laxitud religiosa que hacía que parte del pueblo árabe desease la pronta venida de un hombre, un profeta, que diese un vuelco a la situación. A ello se unirían los desmanes que los enriquecidos mequíes cometían con los grupos menos favorecidos y que habrían llevado a una corrupción de las costumbres propias de los beduinos de la que, según este relato, escapaban los qurasíes. Y precisamente en esa situación se produjo el nacimiento de Mahoma, el hijo de un camellero qurasí llamado Abd Allah que dejó a su hijo huérfano unos pocos meses antes de nacer. La escasez de recursos de su madre Amina unida a la costumbre de enviar a los hijos de los notables de La Meca a criar con una nodriza en las tribus del desierto para asegurar su educación en la tradición, motivó que siendo aún muy pequeño Mahoma fuese entregado a una nodriza, Halima, del clan de los Saad, que llevó al niño a las regiones montañosas de Taif donde aprendería a cuidar el ganado al tiempo que las costumbres de las tribus árabes.

La tradición rodea de hechos sorprendentes el nacimiento de Mahoma, tales como que una estrella en el cielo avisó del suceso a los judíos del oasis de Yatrib, que los magos persas de Zaratustra vieron apagarse el fuego sagrado que ardía en su templo desde hacía mil años, o que la luz de la noche se hizo tan intensa que su madre pudo ver desde La Meca el zoco de Damasco. Lo que sí parece probable es que, siguiendo la costumbre árabe, al recién nacido se le cortase el pelo para entregar su peso en oro como limosna a los pobres. Sea como fuere, el niño fue enviado al desierto y no volvería a ver a su madre hasta los seis años, si bien también entonces sería por muy breve espacio de tiempo. Poco después de su reencuentro, la madre de Mahoma también falleció, por lo que durante los dos siguientes años de su vida el pequeño quedó bajo el cuidado de su abuelo paterno Abd al-Muttalib que murió cuando Mahoma tenía ocho años. En esa situación el clan pasó a ser el protector del menor que quedó confiado a su tío Abu Talib.

Abu Talib, al igual que su padre y su hermano, era un importante comerciante por lo que desde niño Mahoma se acostumbró a viajar con él en sus grandes caravanas de camellos. En sus frecuentes viajes Mahoma pudo contactar con las múltiples corrientes religiosas de Arabia, de ahí que las fuentes musulmanas recojan el encuentro de carácter profético que tuvo su tío con un monje eremita del desierto de Siria. Según este relato, un día la caravana de Abu Talib llegó a la hermosa ciudad cristiana de Bosra donde había un eremita llamado Bahira que nunca se acercaba a los comerciantes que paraban por allí. Sin embargo, poco antes de la llegada de la caravana en la que venía Mahoma junto con su tío, Bahira tuvo un sueño en el que vio acercarse a un grupo de camelleros uno de los cuales tenía la cabeza rodeada por una aureola y sobre él flotaba una nube. Cuando llegaron los comerciantes Bahira se dirigió a ellos e incluso compartió con algunos su comida, y viendo a Mahoma reconoció al camellero de su sueño por lo que se dirigió a él y le dijo: «Tú eres el enviado de Dios, el profeta que anuncia mi libro santo». Llegado el momento de despedirse, Bahira advirtió a Abu Talib que cuidase del niño pues si, especialmente los judíos, veían en él lo mismo que él había reconocido, querrían hacerle daño.

Bajo los cuidados atentos de su tío, Mahoma aprendió todo lo necesario para desempeñar el oficio de comerciante —lo que no incluía ni leer ni escribir— por lo que con veinticinco años ya se había ganado una buena reputación como tal. Fue entonces cuando por sus virtudes una joven y rica viuda de La Meca veinticinco años mayor que él, Jadiya, se fijó en Mahoma. Jadiya gozaba de una posición muy desahogada gracias a su actividad comercial, de modo que pronto decidió pedir a Mahoma que entrase a su servicio como comerciante. Pero la intención de Jadiya era convertir a Mahoma en su esposo y finalmente se lo hizo saber mediante una proposición de matrimonio. Pese a la diferencia de edad, Mahoma aceptó, y si bien es cierto que el matrimonio supuso su ascenso social y económico, también lo es que debió de tratarse de un matrimonio excepcionalmente bien avenido y enamorado ya que, aun a pesar de que Jadiya sólo le dio hijas, Mahoma le fue fiel mientras vivió y no desposó a ninguna otra mujer hasta después de su muerte. El matrimonio se celebró el año 595 y Mahoma continuó trabajando como mercader pero sin las duras condiciones que había conocido hasta entonces. En el clan de su esposa conoció a muchos hombres de costumbres piadosas que sin ser ni judíos ni árabes creían en la existencia de un único Dios, es decir, eran hanifes. Probablemente estos contactos, unidos a los conocimientos adquiridos en sus muchos viajes como comerciante sobre las grandes tradiciones religiosas presentes en Arabia, fueron moldeando la espiritualidad de Mahoma, que poco a poco comenzó a compartir el gusto de algunos hombres de la época de retirarse a orar y meditar en algunos montes o cuevas cercanas a La Meca. Su fama de hombre justo, caritativo y piadoso fue creciendo paulatinamente en la ciudad y llegó a alcanzar un notable reconocimiento público.

De esta forma apacible transcurrió la vida del futuro Profeta hasta los cuarenta años, edad en la que sufrió su primera experiencia y a partir de la cual cambiaría radicalmente su mundo. La figura de Jadiya desempeñaría entonces un papel de primer orden y Arabia conocería un proceso de cambio religioso y político tal que nada volvería a ser como hasta entonces. El vaticinio del eremita Bahira se convertiría en una deslumbrante realidad pero, como recuerda la profesora Anne-Marie Delcambre, «la visión del monje hubiera sido más acertada si hubiese puesto en guardia a Mahoma y a su tío contra su propio pueblo».

Ir a la siguiente página

Report Page