Los grandes personajes de la Historia

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11: Leonor de Aquitania » La segunda cruzada

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La segunda cruzada

En 1145 Leonor dio a luz a la primera de sus hijas, María. Hacía varios años que el matrimonio esperaba con impaciencia la llegada de un heredero y cuando por fin la reina quedó en estado, el resultado de su embarazo fue una niña. Leonor era joven, de modo que nada hacía presagiar por el momento que no pudiese dar al rey de Francia el deseado heredero varón, así que la primogénita fue recibida con alegría. Sin embargo no sería su nacimiento el hecho más importante para los reyes de Francia aquel año, sino la decisión tomada por ambos de encabezar una Segunda Cruzada a Tierra Santa.

Las Cruzadas fueron una serie de campañas militares llevadas a cabo por algunos monarcas de los reinos de la cristiandad occidental junto con buena parte de la nobleza feudal. Apoyándose en el concepto agustiniano de «guerra justa», es decir, la legitimidad del empleo de la guerra para la defensa de la Iglesia, pretendieron contener el avance turco en el Mediterráneo oriental que suponía una amenaza para el Imperio bizantino (cristiano) y recuperar para la cristiandad los Santos Lugares, especialmente Jerusalén. La Primera Cruzada se desarrolló entre los años 1096 y 1099, y fruto de la misma nacerían en Tierra Santa diversos reinos feudales independientes: Jerusalén, Antioquía y Edesa. Las Cruzadas reforzaban el poder de la Iglesia en relación con las monarquías europeas y al tiempo servían a éstas de válvula de escape de la numerosa nobleza feudal cuya actividad militar había decrecido con la consolidación política de los distintos reinos medievales. Por otra parte, la dimensión de la Cruzada como instrumento de salvación y redención de pecados caló profundamente en una sociedad en la que el peso de la religión era determinante para su propia definición, de forma que desde que el papa Urbano II predicó la primera, el ideal de Cruzada impregnó el ambiente en toda la cristiandad occidental.

En 1144 cayó en manos de los turcos selyúcidas el primer principado fundado por los cruzados en Oriente, Edesa. La noticia, traída a Europa a través de los peregrinos que retornaban de Tierra Santa, causó una gran conmoción en la cristiandad occidental, lo cual unido al deseo de Luis VII de hacer realidad el voto de ir a la Cruzada que la muerte había impedido cumplir a su hermano y al interés personal de Leonor, que tenía lazos familiares con algunos príncipes de aquellos reinos, motivó que en la Navidad del año 1145 Luis VII anunciase ante los grandes barones de Francia reunidos en Bourges su intención de encabezar una Segunda Cruzada. Pero en aquella asamblea no sólo el rey tomó la cruz en señal de su empeño, sino que ante la sorpresa de todos Leonor también lo hizo. Como señora de Aquitania, Leonor no estaba dispuesta a abandonar a sus vasallos en la sagrada empresa que les conduciría a Tierra Santa y tomando la cruz lo afirmó públicamente. Tras el asombro inicial, varias damas de la nobleza francesa —entre ellas, las condesas de Flandes y Tolosa— se sumaron al entusiasmo de la reina y, emulándola, decidieron partir con los cruzados cuando llegase el momento. A comienzos de 1146, el papa Eugenio III aprobó la propuesta y ordenó a Bernardo de Claraval la predicación de la nueva Cruzada. El fabuloso entusiasmo que despertó el discurso del monje cisterciense en la asamblea reunida al efecto en el mes de marzo en Vézelay es descrito del siguiente modo por la historiadora Régine Pernoud: «Una vasta asamblea se había congregado para la fiesta pascual en la colina de Vézelay, donde Bernardo, el abad de Claraval, que de algún modo era la conciencia viva de la cristiandad de la época, había acudido para lanzar un brillante llamamiento para sumarse a la Cruzada, renovando el del papa Urbano II en el Concilio de Clermont cincuenta años antes. Sus palabras habían provocado una profunda sacudida en toda la cristiandad. Y se contaba que había tenido que recortar de su propia túnica las pequeñas cruces que todos tenían que ponerse en el hombro como signo de su voto de cruzado». Finalmente, dos grandes ejércitos formados tras el emperador alemán, que también había atendido a la llamada de la Cruzada, y el rey de Francia, salieron hacia Tierra Santa entre finales de mayo y junio de 1147.

Desde el punto de vista militar, la Segunda Cruzada fue un rotundo fracaso pues las tropas cristianas fueron engarzando una derrota tras otra frente a los turcos. Aunque oficialmente se justificó el fracaso por la falta de apoyo decidido de Bizancio, lo cierto es que se cometieron importantes errores tácticos y que los ejércitos formados por multitud de peregrinos, que en muchos casos carecían de formación militar, no resultaron lo eficaces que debían haber sido. La presencia femenina también se convertiría en objeto de las críticas por la derrota, pues la lentitud de movimientos de los convoyes se achacó a su causa y se afirmó que las mujeres con su presencia habían convertido la empresa religiosa en un viaje de recreo. En palabras de Régine Pernoud, «se murmuraba que en muchos de los pesados convoyes, cubiertos con forros de cuero o con una tela fuerte, se amontonaban, además de las tiendas indispensables para las etapas, muchos cofres con herraduras que contenían los abrigos, trajes y velos de las damas. Es decir, además de jarros, jofainas y demás enseres imprescindibles, gran cantidad de ropa de casa y accesorios de aseo —palanganas, jabones y espejos, peines, cepillos, tarros de polvos y cremas hechas con la más fina manteca de cerdo, la de las manos— que esas damas que habían tomado la cruz junto a sus esposos juzgaban indispensables para su periplo, así como sus alhajas, pulseras, collares, fíbulas y diademas (…). Ninguna de las damas que formaban parte de la expedición tenía intención de prescindir de la mayor comodidad posible; tampoco ninguna había renunciado al número que le parecía indispensable de doncellas y sirvientes». Luis VII era consciente de las críticas motivadas por la iniciativa de su esposa, y su incomodidad por ellas fue creciendo al tiempo que también lo hacía la decepción de Leonor por las decisiones del rey francés. Sin embargo, el mayor punto de fricción entre los esposos se produciría antes de las derrotas militares, a raíz de la llegada del ejército francés a Antioquía.

Raimundo de Poitiers, tío de Leonor, era príncipe de Antioquía, uno de los reinos fundados por los cruzados. Cuando tras un duro viaje la expedición militar francesa llegó a las costas de Antioquía, en marzo de 1148, Raimundo los recibió feliz por el reencuentro con su sobrina y, sobre todo, con la esperanza de establecer con Luis VII una estrategia de ataque a las posiciones turcas. El príncipe, que conocía la situación de la zona perfectamente, deseaba atacar Alepo y así se lo hizo saber al rey francés. Pero éste parecía estar más interesado en cumplir primero con su promesa de peregrinar hasta Jerusalén que en iniciar las maniobras militares que tan necesarias consideraba Raimundo, por lo que éste decidió buscar apoyo en su sobrina. Según las fuentes, la intimidad entre tío y sobrina fue más allá de lo estrictamente familiar, o desde luego así lo creyó Luis, quien, cuando vio a su esposa amenazarle con negarse a seguirle si no cambiaba de estrategia, lo que suponía que los vasallos de Leonor tampoco lo harían, e incluso con divorciarse de él alegando consanguinidad entre ambos, no dudó de que su frívola mujer le estaba engañando. Siguiendo las recomendaciones de sus consejeros, Luis partió precipitadamente de Antioquía, llevándose por la fuerza a Leonor. Se trataba de evitar a toda costa el descrédito que para el monarca suponía tanto la sospecha de adulterio de su esposa como la posible ruptura del contingente militar francés en caso de que ella cumpliese con sus amenazas. Tanto si lo engañó como si no, Leonor estaba convencida del error táctico de Luis, y los hechos de Antioquía supondrían la quiebra irreparable de su matrimonio.

Tras el fracaso de la expedición, cuyos errores, entre otras cosas, costarían la vida a Raimundo de Poitiers, el contingente francés regresó a Europa. En el camino de retorno, en octubre de 1149, Luis VII y Leonor, más distanciados que nunca, se detuvieron en la ciudad italiana de Tusculum para presentarse ante el Papa después de su peregrinación. Eugenio III supo entonces de las desavenencias entre ambos y de lo sucedido en Antioquía. Luis amaba a su mujer pese a todo y, además, no podía permitirse el lujo de perder el poder que suponía mantener unidos a su corona los territorios patrimoniales de Leonor. Ella estaba decepcionada y quizá resignada a la falta de entendimiento con su esposo. Y Eugenio III estaba inquieto, muy inquieto por su posible separación. El Papa se hallaba en Tusculum porque poco antes había sido expulsado de Roma por los seguidores del movimiento reformista encabezado por Arnaldo de Brescia, y más que nunca necesitaba el apoyo de un rey francés poderoso, no mermado en sus capacidades políticas y militares, razón por la que hizo todo lo posible por que ambos se reconciliasen. Tal y como lo describió entonces Jean de Salisbury, «el Papa les aquietó después de atender por separado las quejas de los cónyuges (…). El matrimonio no debía romperse so pretexto alguno. Decisión que pareció complacer infinitamente al rey. El Papa les hizo yacer en el mismo lecho, adornado con las vestiduras más preciadas. Durante los días que permanecieron allí se empeñó, mediante entrevistas privadas, en hacer renacer su mutuo afecto». Fuese o no exagerada la descripción de Salisbury, Eugenio III no debió de hacerlo mal del todo, pues cuando los reyes de Francia abandonaron Tusculum, Leonor estaba nuevamente embarazada. El tiempo demostraría, sin embargo, que sus desvelos iban a servir de poco.

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