Los grandes personajes de la Historia

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38: Margaret Thatcher » Inquilina del N.º 10 de Downing Street

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Inquilina del N.º 10 de Downing Street

El resultado de las elecciones proporcionó al Partido Conservador una amplia mayoría, por lo que Margaret Thatcher recibió de la reina Isabel II el encargo de formar gobierno. Pese a su victoria, tenía un duro camino por delante. Los problemas del país continuaban y el hundimiento de los laboristas no significaba que tuviese el apoyo de la mayoría de la opinión pública. Consciente de ello, lanzó reiterados mensajes de conciliación tras su llegada al gobierno, el más célebre de ellos el pronunciado a la puerta del número 10 de Downing Street el día de su llegada, el mismo 4 de mayo: «… me gustaría recordar unas palabras de san Francisco de Asís que creo que son particularmente adecuadas para este momento: “Donde hay discordia, traigamos armonía; donde hay error, traigamos verdad; donde hay duda, traigamos fe, y donde hay desesperación, traigamos esperanza”… y a todo el pueblo británico —a quienquiera que hayan votado— les diría esto. Ahora que han pasado las elecciones, juntémonos y esforcémonos para servir y fortalecer al país del que estamos tan orgullosos de formar parte». Aquélla fue una de las bases de su política, enfatizar el orgullo nacional británico. La crisis de los años anteriores no había hecho sino acrecentar la sensación de decadencia, algo que la nueva primera ministra no estaba dispuesta a consentir.

Pero las huelgas continuaban, el país estaba en lo más profundo de la depresión y el paro superó los tres millones de personas. Así las cosas hubo de tomar medidas que iban en contra de su mismo programa —subir los impuestos y los tipos de interés— y hacer grandes esfuerzos para controlar la inflación. Las primeras decisiones le valieron duras críticas, no sólo de políticos, sino también de economistas académicos y, aunque a menor nivel que en años anteriores, la presión huelguística de los sindicatos seguía adelante. Sin embargo, algunos factores hicieron que a mitad de legislatura su imagen mejorase ante la opinión pública. A mediados de 1981 la tendencia económica comenzó a cambiar y la alianza formada con el nuevo presidente de Estados Unidos, el republicano Ronald Reagan (en el cargo desde noviembre de 1980), un hombre con un programa político y económico muy similar al suyo, le fueron dando credibilidad. Pero fue en la primavera de 1982 cuando le llegó el auténtico golpe de suerte. En un gesto insólito, la Junta Militar argentina puso en marcha una operación militar con objeto de desatar una oleada de fervor nacionalista con la que intentar tapar los crímenes en que se cimentaba, por lo que en abril de ese año el ejército argentino invadió las islas Malvinas (un archipiélago del Atlántico sur a cuatrocientas millas del país austral que llevaba siglo y medio bajo dominio británico). La intención de la Junta no era en ningún caso desatar una guerra, sino aprovechar la debilidad coyuntural del gobierno británico para forzarle a negociar. La primera ministra respondió acorde a su carácter, y eso que inicialmente no hubo un apoyo claro por parte de la administración Reagan, más proclive a una solución diplomática. En un momento en el que los recortes afectaban de forma importante a las fuerzas armadas británicas, Margaret Thatcher no dudó en responder militarmente a la agresión. Supo ver que Argentina no había preparado a conciencia la operación y que su inferioridad táctica y material era patente. Tras una campaña rápida y brillante, las fuerzas argentinas se rindieron el 14 de junio. La guerra había durado sólo setenta y cuatro días y de las novecientas bajas que se produjeron, más de dos tercios fueron de argentinos. Semejante éxito proporcionó una popularidad enorme a Thatcher, provocó un repunte del orgullo patrio y dio la imagen de una política exterior independiente y fuerte. El éxito fue aprovechado al máximo y en las elecciones que se celebraron un año después, en junio de 1983, obtuvo una histórica victoria con una mayoría de 144 escaños de ventaja sobre los laboristas.

Su segundo mandato, que se extendería hasta 1987, fue en el que realmente puso en marcha su auténtico programa político. Basado en una imagen radicalmente individualista de la realidad (se hizo célebre su frase «no existe eso que llaman sociedad. Existen hombres y mujeres como individuos, existen familias») impulsó un proyecto de recorte drástico de la presencia estatal en la sociedad y la economía, de desregulación de todos los mercados, bajada de impuestos y privatización de los recursos estatales. La filosofía de estas actuaciones estaba inspirada en la creencia de que los agentes privados podían conseguir la prosperidad pública de forma más eficiente que el estado, un principio que su aliado Reagan plasmó en la declaración «el gobierno no es la solución a nuestro problema, es el problema». Siguiendo este principio, Thatcher emprendió una serie de privatizaciones en masa, comenzando por la empresa clave de comunicaciones British Telecom y que se extendería al resto de las compañías de titularidad estatal, algunas de las cuales fueron reflotadas y vendidas a costa de que los costes sociales fuesen asumidos por el estado. La medida, junto a la política emprendida para desmontar el poder de los sindicatos en el modelo laboral británico, dio lugar a una oleada de huelgas mineras que plantearon al gobierno un pulso que llegó a durar un año. Thatcher no cedió a las presiones sindicales y acabó triunfando en su doble propósito. La energía desplegada por la primera ministra en esta cuestión ha hecho hablar a algunos de una continuación de la guerra de las Malvinas en el interior. En opinión del historiador Tony Judt, «para ella, la lucha de clases, convenientemente actualizada, era el material del que estaba hecha la política. Sus políticas, con frecuencia concebidas a la carrera, eran secundarias en comparación con sus objetivos, que, a su vez, estaban en gran medida supeditados a su estilo. El thatcherismo era más una cuestión de “cómo” se gobernaba que de lo que hacía realmente al gobernar. Sus desventurados sucesores conservadores, náufragos en el desolado paisaje post-thatcheriano, carecían de políticas, de objetivos y también de estilo».

En este contexto de gran tensión social, la primera ministra y su gobierno fueron víctimas de un atentado de la organización terrorista IRA. El 11 de octubre de 1984 el gobierno en pleno estaba alojado en el Gran Hotel de Brighton, donde el Partido Conservador celebraba su conferencia anual. En la madrugada del 12 hizo explosión una bomba que acabó con la vida de cinco personas e hirió a otras treinta y cuatro. Ni Thatcher ni ningún miembro de su gobierno fueron asesinados. Era un intento del grupo secesionista de intimidar a la primera ministra, que desde su acceso al poder se había mostrado muy dura con los terroristas de Irlanda del Norte, sobre todo cuando se negó a ceder a la huelga de hambre de varios presos de dicha organización entre marzo y octubre de 1981. El atentado no hizo sino convencerla en la conveniencia de no ceder ante la presión terrorista y aumentar la colaboración con la República de Irlanda para encontrar soluciones factibles al problema del Úlster.

En política exterior, la primera ministra continuó su apoyo a la posición norteamericana de rechazo al comunismo. A finales de 1983 había expresado públicamente su confianza en el nuevo y pretencioso plan de defensa estratégica ideado por la administración Reagan, que recibió el nombre de «Guerra de las Galaxias». Pero la irrupción de un nuevo dirigente soviético, Mijaíl Gorbachov, cambió radicalmente el panorama. Thatcher fue una figura clave en la apertura de Occidente hacia la nueva política soviética. Gorbachov visitó Londres a finales de 1984, y fue durante su primer encuentro con ella cuando le comunicó su intención de encontrar interlocutores en Occidente con los que poder trabajar por un futuro mejor para el planeta. Thatcher inmediatamente captó la sinceridad del mensaje del líder soviético, se dio cuenta de que era un nuevo tipo de mandatario diferente de los jerarcas del Partido y no dudó en transmitir sus impresiones al resto de gobiernos occidentales. Después de ese encuentro afirmó en una entrevista concedida a la BBC: «Me gusta el señor Gorbachov, podremos hacer negocios juntos». Tres meses después éste fue elevado a la Secretaría General del Partido Comunista de la Unión Soviética y ponía en marcha la política de distensión definitiva con el bloque capitalista.

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