Los grandes personajes de la Historia

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14: Juana de Arco » La voz de Dios: de Domrémy a Orléans

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La voz de Dios: de Domrémy a Orléans

El mundo en que nació y creció Juana fue pues el de las dos Francias tradicionalmente definidas en los libros de historia: la «Francia inglesa», defensora de la tesis de la doble monarquía, y la «Francia francesa», que la rechazaba. Cuando se firmó el Tratado de Troyes Juana de Arco sólo tenía ocho años, pero tanto sus consecuencias como el contexto de conflicto de décadas estuvieron presentes en su vida desde el comienzo. Domrémy, el pueblo de Juana, estaba situado en la antigua frontera carolingia entre Francia y Lorena, y por tanto en una zona que era escenario habitual de los enfrentamientos entre los duques de Orleans (armañacs) y los de Borgoña (borgoñones). Domrémy pertenecía a la Francia francesa, pero Maxey, el pueblo vecino, pertenecía a los duques de Borgoña. Las «luchas» por la corona de Francia eran, como ha indicado Georges Duby, parte de los juegos cotidianos de los niños de ambos pueblos. Y no sólo eso, las luchas reales entre ingleses-borgoñones y bandas profrancesas de Lorena estuvieron asimismo presentes en la infancia y juventud de Juana.

Cuando cumplió diez años la situación política dio un nuevo vuelco, pues en 1422 murieron Enrique V y el demente Carlos VI de forma prácticamente simultánea, con apenas dos meses de diferencia. El heredero del rey inglés era un niño de meses, Enrique VI, por lo que el control de Francia quedó en manos de los duques de Borgoña y de Bedford que actuaron, sobre todo el segundo, como regentes. Por su parte, los partidarios del delfín Carlos procedieron a reconocerle como rey aunque no hubiese sido proclamado de modo ortodoxo. Carlos VII aparecía así como un rey no consagrado (tradicionalmente los reyes franceses eran coronados y ungidos con los santos óleos en una ceremonia de consagración), débil y lleno de dudas sobre la legitimidad de su propio origen. Frente a él el duque de Bedford estaba dispuesto a manejar con mano dura el gobierno y a continuar asegurando el dominio inglés en Francia. Como muestra de ello, en 1428 el regente decidió proceder a la toma de una ciudad clave para hacerse con el control del valle del Loira: Orleans.

El ejército inglés y un pequeño contingente de borgoñones iniciaron el asedio de Orleans tratando de aislarla del exterior. Para ello construyeron un red de bastillas (fortificaciones) a su alrededor que impedía tanto la comunicación como la llegada de suministros. El hambre, la enfermedad y la desesperación se encargarían de hacer el resto. En la primavera de 1429 los habitantes de Orleans plantearon seriamente la capitulación. Y justo entonces apareció a sus puertas una tropa de partidarios de Carlos VII cuyo estandarte lo portaba una joven desafiante vestida de hombre que cambió el curso de los acontecimientos.

Pero antes Juana de Arco había tenido que convencer a Carlos VII de que precisamente ella era la llamada a liberar Orleans y a devolverle la corona de Francia. ¿De dónde procedía su propio convencimiento? La misma Juana lo aclaró a cuantos quisieron preguntarle y a quienes la juzgaron para después condenarla: de la voz de Dios. Con sólo trece años Juana comenzó a escuchar una voz que, según declaró, oyó por primera vez en el jardín de su padre un mediodía de verano. Varias veces por semana la voz le decía que debía abandonar su casa pues tenía por misión salvar a Francia y hacer de Carlos VII su rey. La fuerte religiosidad de Juana y el convencimiento de haber sido elegida como instrumento para establecer la voluntad de Dios condujeron a la entonces adolescente a tomar un voto, el de mantenerse virgen por el resto de su vida. La castidad de Juana suponía una decisión consciente de desarrollar una vida al margen de lo que la sociedad de su tiempo consideraba como ideal para toda muchacha que no hubiese ingresado en un convento, el matrimonio. Para ello no sólo era necesario una firme voluntad sino también un carácter enérgico dispuesto a asumir las consecuencias de escoger una vía propia frente a un modelo imperante. Aunque las fuentes no permiten establecerlo con certeza, parece que cuando el padre de Juana consideró que había llegado el momento de empeñar su palabra en el matrimonio de su hija, que contaba dieciséis años, tuvo que aceptar que ésta no respondiese por ella. Juana de Arco no había sido escogida para una vida ordinaria.

La voz, o las voces, ya que Juana llegaría a declarar que lo que había oído en el jardín de su casa eran las voces del arcángel san Miguel y varios ángeles que le llevaban la voz de Dios, la acompañaron hasta el final de sus días. ¿Santidad o locura? Desde la opinión, todo puede argumentarse; desde el punto de vista histórico, la única respuesta posible es sin duda alguna el misticismo. Desde el siglo XII, en el contexto de florecimiento de nuevas formas de religiosidad que trajo consigo la difusión de múltiples corrientes consideradas heréticas, muchas mujeres habían adoptado formas de vida religiosa que no pasaban por su ingreso en un monasterio. La adhesión a una herejía era la actitud más extrema, pero sin llegar a ese punto existían otras vías para las mujeres que no sentían que la vida cotidiana y la expresión religiosa que en ella cabía fuesen suficientes. La profesora Adeline Rucquoi en sus trabajos sobre la mujer medieval apunta cómo el misticismo fue una de las máximas expresiones de esta libertad interior. En sus palabras, las grandes místicas de la Edad Media como Hildegarda de Bingen o Catalina de Siena «toman la palabra ante los grandes de este mundo como mensajeras de Dios». Y eso mismo hizo Juana de Arco, cuya libertad de espíritu la llevaría a mantenerse en sus principios aun cuando fuese a costa de su vida, y cuya fortísima religiosidad quedaría patente en los interrogatorios del proceso judicial que la llevó a la hoguera. En ellos Juana declaró haber aprendido todo lo que sabía en materia de fe de su madre, si bien es igualmente cierto que, como indica el profesor Duby, en su formación espiritual la presencia entonces frecuente de miembros de órdenes mendicantes que predicaban en el campo debió de jugar un papel notable. Probablemente fue de ellos de donde Juana extrajo sus conocimientos sobre la vida de los santos.

Curiosamente, entre los santos más populares de la época se encontraban san Miguel, santa Catalina de Alejandría y santa Margarita, y Juana afirmaría haber escuchado las voces de los tres. Además, santa Catalina había decidido permanecer virgen y santa Margarita había abandonado su casa con hábitos de hombre y el pelo cortado. Parece evidente que en la imagen de los santos, y más concretamente en la de las santas místicas, Juana encontró un modelo con el que se identificaba. Cuando con dieciséis años expuso a su padre las razones por las que debía abandonar Domrémy su fe en ellas era absoluta y nada pudo hacer para detenerla.

Según Juana, san Miguel le había dicho que debía dirigirse a la vecina localidad de Vaucouleurs y allí solicitar ayuda a su capitán Robert de Baudicourt —conocido armañac— para que pudiese ser conducida a presencia de Carlos VII. En 1428, con auxilio de uno de sus tíos Juana consiguió llegar a Vaucouleurs, aunque una vez allí Baudicourt se negó a recibirla en varias ocasiones. Pese a ello no desistió y quizá por eso o quizá porque en torno a Juana había empezado a formarse un grupo de seguidores que comenzaban a creer que una joven campesina virgen había llegado para salvar a Francia después de que se perdiese por los pecados de una reina, Baudicourt terminó accediendo a prestar unos hombres armados que junto con él la acompañarían al encuentro de Carlos VII en su castillo de Chinon. Cuando Juana estuvo segura de que por fin su misión se había puesto en marcha tomó otra decisión que la marcaría por siempre: abandonó sus vestidos de mujer, se vistió al modo de un hombre y se cortó su melena. Según Georges Duby, cuando llegó a Chinon la corte de Carlos VII contempló a una mujer vestida con «justillo negro, calzas, ropón corto de un gris oscuro, cabellos negros cortados en círculo y sombrero negro sobre la cabeza». A comienzos del siglo XV era algo digno de verse.

Tras once días de viaje en los que la comitiva atravesó un amplio territorio bajo dominio inglés sin encontrar oposición alguna, Juana llegó a Chinon causando tanta sorpresa como inquietud. A través de Baudicourt envió una misiva al delfín en la que solicitaba que éste la recibiese. ¿Debía creer Carlos VII en una campesina iluminada que vestía como un hombre y afirmaba poder devolverle la corona de Francia? Era necesario no poner en peligro el precario prestigio del delfín, así que se formó una comisión de teólogos que durante seis semanas examinó a la misteriosa doncella. Sus costumbres religiosas fueron observadas con detalle, como también lo fue su comportamiento público y privado. Nada parecía indicar que fuese una impostora. Aun así Carlos VII le pidió una señal de que había sido elegida por Dios, a lo que Juana replicó que la señal se mostraría ante la sitiada ciudad de Orleans. Convencido de la honestidad de Juana, el joven Valois accedió a poner bajo su mando un pequeño ejército con el que liberar la plaza. Y la señal se produjo.

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