Los grandes personajes de la Historia

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16: Leonardo da Vinci » Al servicio de «El Moro»: Milán

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Al servicio de «El Moro»: Milán

A comienzos de 1482 Leonardo aceptó un encargo de Lorenzo el Magnífico para entregar un objeto al duque de Milán, el poderoso guerrero Ludovico Sforza, apodado «El Moro». El motivo oficial parecía ser la entrega de un instrumento musical destinado a la corte del duque, pero estas embajadas artísticas normalmente solían encubrir fines políticos, diplomáticos y militares en la Italia del Renacimiento. Allí tuvo noticia el artista de que El Moro proyectaba construir un gran monumento ecuestre en honor a su padre, el duque Francesco Sforza. El proyecto, junto con la febril actividad militar y fortificadora que se vivía en la capital lombarda, llamaron de inmediato la atención de Leonardo. Escribió una arriesgada carta en la que ofrecía sus servicios al duque. Sorprendentemente lo hacía como ingeniero militar para tiempos de guerra. Es evidente que, por su situación estratégica para penetrar en la península Itálica, sabía que Milán era un territorio ambicionado desde antaño por varias potencias extranjeras, por lo que las rentas ducales siempre iban destinadas sobre todo a armamento e instalaciones militares y sólo de forma secundaria a fines artísticos. Por supuesto, Leonardo también se ofrecía en su carta como escultor (pensando en el proyectado monumento), arquitecto y pintor para tiempos de paz. En opinión de Richard Turner, «aquello fue un auténtico descaro. Él se presentaba como capaz de hacer cualquier cosa. Se le iban a pedir tareas relacionadas con la guerra, el armamento, las defensas… y afirmaba que podía hacerlo todo (…). Y en realidad él no había hecho nada de eso, así que se trató de una gran operación de autopromoción».

Al parecer la carta surtió efecto puesto que Leonardo entró a servir en la corte de los Sforza y pronto comenzó a comprobar que las diferencias con su experiencia en Florencia iban a ser muy acusadas. En palabras de Serge Bramly, «Leonardo fue muy feliz en Milán. Ludovico El Moro le dejaba hacer lo que quería y para él era una situación muy cómoda». De estos años datan buena parte de sus diseños militares y urbanísticos, pensados para mejorar la capacidad bélica de los milaneses y para mejorar los proyectos de reforma que el duque desarrollaba en su capital. También fueron años de grandes hallazgos artísticos. Dejando aparte el retrato que realizó a la amante del duque Cecilia Gallerani (la Dama del armiño que se conserva actualmente en un museo en la ciudad polaca de Cracovia), dos son sus grandes aportaciones de este período. La primera de ellas la conocida como Virgen de las rocas. Se trata de un caso insólito en la producción de Leonardo ya que realizó dos versiones completamente acabadas del mismo cuadro. Este hecho no ha dejado de llamar la atención de los estudiosos, que tras varias conjeturas parecen haber resuelto la cuestión. Parece que la primera versión de la obra, que se conserva en el Museo del Louvre, podría haberla empezado en Florencia y luego la llevó a Milán como muestra de sus capacidades artísticas para posibles clientes. Una vez en la nueva ciudad fue presentada a la Cofradía de la Inmaculada Concepción, que, satisfecha con lo que se le mostró, le encargó una representación de este precepto mariano. Sin embargo Leonardo se limitó a realizar para su cliente una réplica, con variaciones, del cuadro presentado (que sería la segunda versión, actualmente en la National Gallery de Londres), quizá porque el pago que se le ofreció no ascendía lo suficiente como para emprender la confección de una obra nueva. Richard Turner juzga así el resultado: «No se había visto nada similar en la pintura italiana. Era una pintura extraña, con una composición piramidal, en la que estaban la Virgen, el Niño (que bendice a un san Juanito arrodillado) y un extraño ángel que casi parece una esfinge, situados en medio de un mundo de estalactitas y estalagmitas, un mundo empapado de humedad, un mundo de medias luces».

El otro encargo que recibió en Milán llegó hacia 1495 y le daría también fama universal y algún que otro problema. Según el profesor Budd, «el encargo provino de Ludovico Sforza, que estaba decorando el convento de Santa Maria delle Grazie posiblemente con el propósito de que sirviese para albergar su tumba. Así que le encargó para el refectorio [comedor] La Última Cena. En la pared opuesta debía ir una Crucifixión acompañada de retratos de él y de su familia». La elección del tema no era novedosa ya que era muy frecuente en los refectorios de conventos y monasterios, pero Leonardo le dio un tratamiento completamente distinto. Por un lado, no escogió el momento del pasaje bíblico que se representaba tradicionalmente, es decir, la institución de la eucaristía, sino que eligió el momento en que Cristo revela a sus apóstoles que va a ser traicionado. Esta elección estuvo motivada por el deseo de representar a un Jesús sereno en contraste con las reacciones que su anuncio provoca entre los presentes. Además, el tratamiento formal no fue el usual. En vez de una fila de personajes alineados detrás de una mesa —a excepción de Judas, al que se solía situar delante— Leonardo representó detrás de la mesa a Jesús en posición triangular en el centro y a ambos lados a los doce apóstoles organizados en cuatro grupos, dos a cada lado del Mesías. Todo ello en un entorno sencillo que no distrajese al espectador de lo que se estaba representando. Según Pietro Marani, «Leonardo intentó representar las figuras de una forma muy natural y humana, de modo que las acciones transmitiesen las actitudes, el movimiento interior de sus mentes».

Los estudios y dibujos preparatorios parecen indicar que el maestro dispuso al detalle los gestos y posturas de los personajes representados, pero por desgracia la técnica que empleó provocó que el mural comenzase a deteriorarse muy pronto. Efectivamente, Leonardo no quiso usar la tradicional técnica del fresco porque obligaba a trabajar muy deprisa una vez que se había preparado la superficie de la pared. Su método de trabajo era más reposado, casi contemplativo, y gustaba de retocar varias veces lo que iba haciendo, algo que era imposible en el fresco. Así que aplicó directamente sobre el muro una mezcla todavía no muy bien identificada de pigmentos y aglutinantes. El resultado del experimento fue desafortunado y desde el siglo XVIII la pintura ha conocido por lo menos ocho restauraciones (pudo sufrir más, pero no han sido documentadas). Como afirma el profesor Budd, «se debate sobre cuánto de lo que hay allí se debe realmente a Leonardo. Lo que hay que hacer es, en cierto sentido, desligarse de la obra. Definitivamente, lo que tenemos de Leonardo se reduce a la composición». Aunque sólo sea por eso, la Última Cena fue una obra que levantó instantáneamente la admiración del público en general y de los colegas del pintor en particular, y que desde entonces ha cautivado a todos cuantos se han acercado a contemplarla.

Durante todos estos años en Milán Leonardo trabajó incansablemente en el proyecto de monumento ecuestre en memoria del padre del duque. Deseaba realizar una escultura asombrosa, que dejase atrás lo que en este terreno habían hecho Donatello y su maestro, Verrocchio, considerados como los grandes genios de la escultura del siglo. Sus dibujos y estudios muestran un primer proyecto en el que el caballo debía estar en corveta, esto es, de pie sobre los cuartos traseros y con los delanteros en el aire, pero que le resultó imposible de llevar a la práctica porque la técnica del momento no lo hacía posible. Lo cambió por un modelo en que el caballo marchaba al paso, pero de dimensiones colosales. Llegó a hacer el modelo en arcilla que tendría que servir para proceder al vaciado en bronce de la escultura. La presentación del modelo admiró a todo el mundo y el duque le proporcionó el material necesario para su ejecución. Pero la situación política no le permitió acabar su proyecto. En 1499 los franceses conquistaron Milán y desalojaron del poder a la familia Sforza, por lo que el mecenazgo de Ludovico cesaba irremediablemente. El bronce que se destinó al caballo fue requisado para fabricar cañones con los que defender la plaza de los franceses y parece ser que, una vez que éstos entraron en la ciudad, usaron el modelo de arcilla para practicar el tiro con él. Ése fue el fin del sueño de escultor de Leonardo, jamás intentaría volver a cultivar este género. De repente, sin la protección de un mecenas que le facilitase el desarrollo de los grandes proyectos que ambicionaba, permanecer en Milán dejaba de tener sentido, por lo que una vez más se preparó para iniciar un viaje incierto en busca de un lugar en el que poder desarrollar su talento.

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