Los grandes personajes de la Historia

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16: Leonardo da Vinci » De nuevo en Florencia

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De nuevo en Florencia

Parece que Leonardo probó suerte en otra de las grandes capitales del arte en la Italia del Renacimiento, Venecia. Allí intentó reproducir el método que tan buen resultado le había dado en Milán y ofrecer sus servicios al Dux (máximo magistrado de la República veneciana), especialmente como ingeniero. Pero ahora sus pretensiones fueron rechazadas. Durante su estancia en aquella ciudad conoció al más importante de sus pintores en ese momento, Giorgione, que quedó impresionado por su dominio del claroscuro y su capacidad no sólo para representar la belleza sino también la fealdad. Una vez rechazado parecía que no había mucha más opción que volver a Florencia, adonde llegó a mediados de 1500. El ambiente en la ciudad había cambiado durante sus diecinueve años de ausencia y para su sorpresa muchas de sus obras habían sido comentadas y admiradas en los círculos artísticos e intelectuales de la ciudad del Arno. Parte de este éxito se debía a que una generación más joven de artistas había entrado en escena y entre ellos Leonardo comenzaba a ser considerado como un maestro digno de admiración y de ser imitado. Sin embargo, el más importante de todos estos jóvenes creadores no se iba a mostrar especialmente simpático con el retornado. Efectivamente, en aquel momento Miguel Ángel era la personalidad dominante en Florencia y la entrada de un rival de primer orden en el escenario, junto a su carácter avinagrado, no hicieron que las relaciones fuesen precisamente pacíficas. Es conocida la anécdota de que paseando un día por las inmediaciones del Palazzo Spini, Leonardo intervino en una conversación sobre cómo se debía entender un pasaje de Dante. Aprovechando que Miguel Ángel pasaba por allí el maestro indicó que seguro que el joven escultor podría responder a la pregunta. Miguel Ángel se ofendió al pensar que se trataba de una burla y le espetó agriamente que el caballo que iba a fundir y que le iba a dar tanta fama había sido abandonado para su vergüenza y para decepción de los milaneses.

En 1504 y ante el alborozo de los florentinos, la Signoria encargó a Miguel Ángel y a Leonardo la elaboración de dos frescos para uno de los salones de su sede y que deberían realizar al tiempo. El tema de ambos frescos sería el de batallas de la historia de Florencia en las que la República había salido victoriosa. A Leonardo le fue encomendado representar La batalla de Anghiari. La expectación ante la competición de los dos grandes genios del momento en un mismo espacio y al mismo tiempo prometía ser un espectáculo. Pero la decepción llegó pronto. Leonardo comenzó los trabajos rápidamente pero al poco tuvo que abandonarlos porque volvieron a surgir problemas con la técnica empleada para realizar el mural: de nuevo se negó a emplear el fresco, motivo por el que fue criticado. La única parte de la obra que llegó a ejecutar se conoce hoy en día gracias a la copia que cien años más tarde realizó Rubens. Para descargo de Leonardo, Miguel Ángel no realizó el mural que le fue asignado, por lo que la competición acabó en tablas.

Leonardo permanecería en Florencia hasta 1506. Sólo salió de la ciudad en el año 1502, cuando se puso al servicio de César Borgia, hijo del papa Alejandro VI y uno de los señores más poderosos de la Italia del momento, al que sirvió como ingeniero militar. Pero fue un mecenazgo fugaz ya que al año siguiente estaba de vuelta en la ciudad de la que había partido. Fueron años provechosos en todas las facetas de su producción. Parece que fue el momento en el que más llamó su atención el vuelo de los pájaros y acarició más de cerca el proyecto de desarrollar una máquina de volar. Sin embargo era muy consciente de que sus proyectos no eran realizables en la práctica y los relatos del maestro que arriesgaba la vida de sus discípulos obligándoles a probar sus máquinas experimentales pertenecen al terreno de la leyenda. Asimismo, éstos son los años en que se retomaron con fruición los estudios anatómicos basados en la disección de cadáveres. Es un hecho conocido que dicha práctica estaba prohibida por la Iglesia y que pese a que varias universidades italianas habían conseguido dispensa papal para practicarla durante el siglo anterior, todavía no eran algo común. Leonardo cultivó el estudio anatómico directo desde joven, algo que le puso en alguna ocasión en aprietos con las autoridades eclesiásticas, pero es en su segunda etapa florentina cuando llega este interés a su clímax. A esta etapa pertenece uno de sus dibujos más conocidos al respecto en el que representa la cara de placidez de un anciano centenario al morir para proceder a continuación a dibujar la disección de su cadáver con objeto de esclarecer el motivo de su muerte.

En el terreno de la pintura fueron años de grandes hallazgos. Dos obras concentraron el reconocimiento público de Leonardo en este período. La primera de ellas (inacabada y que se conserva en la National Gallery de Londres) fue Santa Ana, la Virgen y el Niño, obra de 1505 que originalmente había sido encargada por los hermanos servitas al pintor Filippino Lippi para el retablo mayor de la iglesia de la Anunziata. Cuando Lippi se enteró de que Leonardo habría deseado realizar la pintura se retiró gustosamente del encargo ya que admiraba al maestro y deseaba ver qué proponía para ejecutarlo. Leonardo elaboró un cuadro admirable en el que sintetizó los hallazgos artísticos que había ido acumulando hasta su plena madurez: el uso del claroscuro, la sabia distribución de volúmenes para crear equilibrio (técnica llamada contrapposto), su modelo de belleza femenina, la puesta en escena de paisajes surgidos de la observación de la naturaleza pero artificialmente diseñados para generar una atmósfera evocadora… Fue un nuevo éxito público de Leonardo que afianzó la admiración de los florentinos. Incluso llegó a acometer dos años más tarde una segunda versión de la obra en la que profundizaba en los mismos aspectos; ésta sí que la finalizó y hoy en día se halla en el Louvre.

Si Santa Ana, la Virgen y el Niño marcó el éxito público de Leonardo en su segundo período florentino, fue otra obra la que a partir de 1505 absorbió todos sus esfuerzos en privado y se volvería casi en una obsesión en la que volcó su ansia de perfección en el ejercicio del arte. En aquel año recibió el encargo de Francesco del Giocondo de retratar a su mujer, Lisa (el nombre de Mona Lisa sería la contracción de ma donna Lisa, «mi señora Lisa»). Leonardo aceptó el encargo, pese a que no era muy dado a realizar retratos. Pero en éste precisamente desarrolló todo su potencial creativo. Le dio una composición muy estudiada: la mujer aparece sentada con las manos apoyadas sobre el brazo de una silla, el busto casi de perfil y el rostro girado hacia el espectador; detrás de ella una repisa y en los extremos laterales de ésta dos columnas apenas insinuadas que encuadran la escena como si estuviese en una logia que da a un paisaje, el cual se abre amplio y despejado al fondo del cuadro. El rostro de la mujer fue pintado de una manera inquietante, siguiendo su técnica tradicional del sfumatto (difuminado) lo idealiza ligeramente, une sus rasgos: las cejas a la nariz y éstos a la boca, cuyas comisuras se debaten entre la sonrisa y la melancolía. El paisaje es típicamente leonardesco, en equilibrio inestable (como el resto de componentes del cuadro) entre la naturaleza observada y la fantasía desbocada, como si la potencia de las fuerzas naturales quisiesen competir con la calma triste de la retratada. Leonardo lo domina todo en este retrato: el espacio, el movimiento, la luz. En opinión del profesor Beck, «es la espiritualidad inherente al ser humano lo que Leonardo fue capaz de plasmar en un cuadro que eleva a una figura humana para convertirla en un tipo de majestad». Muy posiblemente Leonardo concibió la obra como un desafío total a sus capacidades, quizá por eso no la entregó nunca a quien se la encargó y quizá por eso la consideró siempre como inacabada, pendiente del último retoque. La Gioconda, aunque no fue la última obra que empezó Leonardo muy posiblemente marcó un punto de llegada en su vida, la culminación de su genio creador a partir del cual los logros irían agotándose lentamente. Los años posteriores se encargarían de demostrarlo.

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