Los grandes personajes de la Historia

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16: Leonardo da Vinci » Milán y el exilio: el ocaso del maestro

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Milán y el exilio: el ocaso del maestro

En 1506 Leonardo se hallaba de nuevo de viaje. Por razones que no conocemos (se ha sugerido que por desavenencias económicas) dejó Florencia para dirigirse de nuevo a Milán, que había abandonado tan sólo seis años antes. Allí entró al servicio del gobernador francés Charles d’Amboise, siguiendo al de sus sucesores Gastón de Foix y Giacomo Trivulcio. Es en este momento cuando llegaron a la corte francesa noticias del gran maestro florentino que estaba en Milán y el rey Luis XII se interesó en su obra. La fama de Leonardo había atravesado definitivamente los Alpes. De nuevo el maestro se sentía a gusto en la capital de Lombardía y por segunda vez se vio obligado a abandonarla por motivos políticos. Los franceses se vieron forzados a evacuar el Milanesado ante la amenaza de invasión y Leonardo buscó refugio en Roma, donde uno de los Medici, León X, ocupaba la cátedra de san Pedro. Allí permaneció durante cuatro años a lo largo de los cuales se esforzó por mantener el contacto con Florencia. En 1516 le llegó la oferta del nuevo rey de Francia, Francisco I, para que dejase Italia y se instalase en el castillo de Cloux, cerca de Amboise. Leonardo aceptó. Ya mayor, acompañado de sus siempre fieles Salai y Francesco Melzi y con sus cuadernos y algunas de sus obras más queridas emprendió de nuevo el viaje.

Poco después de llegar a Francia en 1517 sufrió un ataque de hemiplejía que durante una temporada afectó seriamente a su movilidad. En este exilio elegido fue acogido como un mito viviente y la corte le recibió con los brazos abiertos y le brindó todo tipo de facilidades para que continuase con su trabajo. Pero ya mayor y muy cansado, el maestro poco más hacía que continuar anotando y dibujando en sus cuadernos. Falleció en Cloux el 2 de mayo de 1519 a los sesenta y siete años de edad. Sus biógrafos contemporáneos afirman que poco antes de morir sufrió un repentino ataque de arrepentimiento y decidió confesar sus pecados (pese a que durante su vida había dado muestras claras de descreimiento) y que murió en brazos del rey que tanto había hecho para que fuese a trabajar a Francia. Por supuesto no hay constancia documental que pueda corroborar un final tan novelesco.

Sin embargo, en el momento de su muerte Leonardo gozaba ya de un aura sobrehumana. Había sido un hombre de inquietudes inabarcables y había cultivado brillantemente casi todas las facetas del conocimiento, aunque hubiese finalizado sólo unos pocos de los proyectos que emprendió. La mayoría de sus éxitos los cosechó en el campo de la pintura, en el que creó alguno de los iconos más potentes que han sobrevivido al paso de los siglos y han sido objeto de revisión constante por las generaciones que le siguieron. Sus invenciones —algunas de una inocencia casi infantil—, pese a que se han mostrado irrealizables en la práctica, han atizado en los que le siguieron sueños tan antiguos como la propia humanidad: volar, conocer la esencia de la naturaleza, los secretos del cuerpo humano. Esa mezcla de inquietud por progresar, por hacer realidad las ilusiones (pese a que la realidad pueda ser en ocasiones muy amarga) y de encontrar espacios en los que el espíritu humano pueda desenvolverse con mayor libertad son las claves que han hecho de Leonardo una de las figuras más admiradas de la Historia y que le aseguran el aprecio de los siglos venideros.

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