Los grandes personajes de la Historia

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17: Miguel Ángel » El primer viaje a Roma: La Piedad

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El primer viaje a Roma: La Piedad

El 25 de junio de 1496, Miguel Ángel llegó a Roma con la intención de darse a conocer y, según Condivi, siguiendo las indicaciones de Lorenzo di Pierfrancesco, el mecenas de Botticelli. Durante su pequeño regreso a Florencia Miguel Ángel había tallado como entretenimiento una figura de un Cupido durmiente inspirándose en los modelos de la Antigüedad. Cuando Lorenzo di Pierfrancesco lo vio, sorprendido por la maestría de la pieza le dijo: «Si consiguieras darle un aspecto tal que pareciera haber estado enterrado mucho tiempo, yo podría mandarlo a Roma, donde lo tomarían por antiguo, y podrías venderlo mucho mejor». Y así sucedió, sólo que el anticuario que la vendió consiguió por la pieza doscientos ducados pero envió a su autor treinta. Ofendido por el engaño, Miguel Ángel marchó a Roma para solventarlo. Tenía veintiún años.

A su llegada a la ciudad ya le acompañaba cierta fama como escultor por lo que rápidamente recibió encargos como tal. El primero, una estatua de Baco, le fue encargado por el banquero Jacopo Galli cuando apenas había transcurrido una semana desde su llegada, pero sería su segundo encargo el que le catapultaría directamente a la fama entre sus contemporáneos. Fue el cardenal Jean Bilhères, embajador de Francia en la corte pontificia, quien encargó al artista recién llegado una escultura de una «Piedad», es decir, una imagen de la Virgen sosteniendo a su hijo muerto. El tipo de imagen no era muy frecuente en el gusto de la imaginería italiana pero sí en el de la francesa, y el cardenal quiso ofrecer la escultura al Papa como símbolo del apoyo francés a la Iglesia católica de la Contrarreforma. Miguel Ángel trabajó en La Piedad entre 1498 y 1499 y abordó el tema tratado de un modo completamente diferente al que solía hacerse. En lugar de una Virgen dolorosa y anegada en llanto, concibió la imagen de una jovencísima madre que sostiene tiernamente, casi como acunándolo, el cuerpo inerme de su hijo. La obra de una inconmensurable belleza y serenidad causó un enorme impacto cuando se mostró al público. Según recoge Condivi en la biografía del escultor, el tratamiento dado al conjunto debió de extrañar a alguno de los miembros del séquito del cardenal pues estaban acostumbrados al realismo de la imaginería francesa, por lo que uno de ellos le preguntó con reproche que dónde había visto una madre más joven que su hijo. Miguel Ángel respondió lacónicamente: «In paradiso».

En 1501 el autor de La Piedad regresó a Florencia precedido de la enorme fama que la obra le había proporcionado. Una vez allí comenzó a trabajar en la talla de quince figuras de mármol para la catedral de Siena, pero en 1503 abandonó el trabajo para hacerse cargo de la obra que más popularidad le proporcionó en vida. Desde hacía varias décadas la catedral de Florencia había dado por perdido un proyecto —concebido a comienzos del siglo anterior— de creación de una serie de figuras monumentales como parte de su decoración exterior. En su momento se había llegado a encargar al gran maestro del Quattrocento italiano Donatello la talla de un David con ese motivo. Sin embargo, aunque la estatua medía casi dos metros, resultó pequeña para su emplazamiento, y las dificultades técnicas no permitieron resolver el problema. Cuando Miguel Ángel recibió la propuesta de la catedral de hacerse cargo de la realización de un David empleando para ello una sola pieza de mármol de colosales dimensiones no dudó en dejarlo todo para aceptar el reto.

La piedra empleada tenía casi cinco metros y medio, y precisamente por sus enormes dimensiones y porque otro escultor ya había comenzado a tallarla sin éxito, había sido abandonada en la obra de la catedral. Buonarroti hizo construir una valla alrededor del bloque de piedra y trabajó en él hasta terminarlo sin permitir que lo viese nadie. En 1504 los florentinos boquiabiertos pudieron contemplar por primera vez el desnudo masculino más famoso de la Historia. Una estatua de cinco metros y treinta y cinco centímetros que haría decir a Giorgio Vasari: «De verdad que quien vea esta obra de escultura ya no hace falta que se preocupe por ver ninguna otra de ningún otro artista, ya sea de nuestro tiempo, ya sea de cualquier otro». Tal y como apunta la historiadora del arte Helen Manner, «es el trabajo que verdaderamente resume todo lo que había aprendido hasta ese momento. Es por supuesto un desnudo masculino colosal y él había estado estudiando la Antigüedad clásica. Había estado realizando algunas disecciones para aprender más sobre el cuerpo humano. Además, el David representaba a Florencia y a su identidad cívica, era un símbolo de la libertad cívica y eso era algo en lo que Miguel Ángel creía profundamente». La estatua fue colocada en la Piazza della Signoria donde podían contemplarla todos aquellos que pasasen por la ciudad. Desde ese momento la fama se convertiría en compañera inseparable de su autor.

No puede negarse el gusto de Miguel Ángel por todo aquello que pudiese retar a su capacidad como artista y precisamente de tal gusto nacería la otra gran obra que llevó a cabo en su etapa florentina. Poco antes de su regreso a Florencia se había producido el de Leonardo da Vinci, quien contaba entonces cuarenta y ocho años y estaba en la cúspide de su fama. Los dos artistas mantenían una tensa relación debido a una mutua y pública rivalidad que sostendrían de por vida. Ambos, pese a admirar las obras del rival, no perdían la oportunidad de dedicarse ásperas palabras cuando podían, y así Leonardo tratando de infravalorar el trabajo de Miguel Ángel como escultor, llegaría a escribir: «El escultor al crear su obra lo hace con la fuerza de su brazo, por lo que con frecuencia va acompañado de mucho sudor. El polvo del mármol cae sobre él cubriéndole entero, de manera que aparenta el aspecto de un panadero y su casa está llena de la porquería de los trozos de piedra y de polvo». El segundo, ya en su vejez y al recordar estas palabras, le dedicó otras no menos ácidas: «El hombre que escribió que la pintura es más noble que la escultura no sabía lo que decía, y si no comprendió mejor las demás cosas sobre las que escribía, estoy seguro de que mi criada habría sido capaz de haber escrito más inteligentemente».

Cuando en la primavera de 1504 ambos recibieron el encargo del gobierno de Florencia de decorar la Sala del Consejo del Palacio Vecchio con enormes escenas murales que representasen victorias de la ciudad no dudaron ni un segundo en aceptar un encargo que permitiría la comparación pública de su destreza. Leonardo se reservó la parte izquierda del muro este de la sala y Miguel Ángel la derecha. Sin embargo, el épico enfrentamiento entre los dos genios renacentistas acabaría en tablas, pues ninguno de ellos finalizó el encargo. Da Vinci había decidido recrear La batalla de Anghiari entre Florencia y Milán empleando para ello una nueva técnica de pintura mural inspirada en la antigua romana, pero la novedad no resultó y su trabajo comenzó a deteriorarse antes de acabarlo. Decepcionado, optó por olvidarse de él. Por su parte, Miguel Ángel pensó en representar La batalla de Cascina entre su ciudad y Pisa, pero sólo llegaría a hacer el cartón para la obra. Conservado durante varios años en el lugar que la gran pintura tendría que haber ocupado, Benvenuto Cellini confesaría al contemplarlo junto con los restos del mural de Leonardo: «Ningún artista, ni antiguo ni moderno, ha alcanzado ese nivel y mientras sigan intactos servirán como escuela para todo el mundo». Pero Miguel Ángel tenía una magnífica razón para dejar inconcluso su trabajo; la poderosa voz del papa Julio II reclamaba su presencia en Roma.

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