Los grandes personajes de la Historia

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Conquistar la inmortalidad: la capilla sixtina

Julio II era uno de los hombres más ricos, poderosos e influyentes de toda Europa. Sólo los mejores artistas de la época eran llamados para trabajar a su servicio al igual que sucedía en otras relevantes cortes de monarcas europeos. Pero a comienzos del siglo XVI Roma, además de ser uno de los polos más importantes de la vida política europea, era el centro cultural más importante de Occidente. El Papa era un hombre enérgico y ambicioso que deseaba dejar memoria de su poder haciéndose enterrar en una tumba fastuosa cuyo proyecto decidió encargar al mejor escultor de su tiempo, Miguel Ángel, en marzo de 1505. Como indica el especialista Tomás Llorens, «este encargo, recibido justamente cuando el artista cumplía treinta años, señaló sin duda el punto crucial de su carrera». El encargo del pontífice consagraba a Buonarroti como artista pero al tiempo le unía a lo que el propio Miguel Ángel terminaría denominando como «la tragedia de su vida». Y es que el proyecto de la tumba de Julio II llegaría a conocer un sinfín de variaciones. Inicialmente el artista concibió un ambicioso monumento funerario exento que incluía no menos de cuarenta esculturas de tamaño natural. Con mil ducados de adelanto inició los preparativos para conseguir el material necesario, el mármol de Carrara, y montar un taller junto a la plaza del Vaticano para que el pontífice pudiese visitar frecuentemente las obras. Pero los numerosos problemas de financiación unidos a los no menos importantes de carácter técnico, entre ellos la imposibilidad de albergar una tumba de ese tamaño en la reforma de la basílica de San Pedro proyectada entonces por Bramante, fueron motivando el progresivo enfado del escultor. Las diferencias personales con Julio II tampoco contribuyeron a mejorar la situación. En palabras de Tomás Llorens, «es indudable que debió de haber conflicto y fascinación mutua entre estas dos personalidades tan representativas de una época que situaba el carácter y la energía de la voluntad en el centro de su sistema de valores». El resultado de todo ello fue que un furioso Miguel Ángel salió clandestinamente de Roma para regresar a Florencia.

Durante varios meses rechazó todas las órdenes enviadas por el Papa para hacerle regresar, si bien en noviembre de 1506 el artista retornó a la Ciudad Eterna y retomó su tarea. Sin embargo ésta se vería nuevamente interrumpida en 1508, aunque en esta ocasión por voluntad expresa del pontífice. Un nuevo encargo, la decoración pictórica de la bóveda de la Capilla Sixtina, acapararía todo su esfuerzo durante cuatro interminables años. Miguel Ángel no recibió con demasiado entusiasmo el encargo; por encima de todo, él se consideraba escultor y el nuevo trabajo era adecuado para un gran pintor que, además, manejase con auténtica maestría la técnica de la pintura al fresco. Pese a todo el florentino tomó los pinceles y comenzó a trabajar en una obra que por sus dimensiones y dificultad parecía no acabar nunca. El propio Miguel Ángel en mitad de su agotador trabajo confesaba a su padre en una carta: «Estoy bastante preocupado porque el Papa no me ha dado un solo céntimo en todo el año, y no le voy a pedir nada ya que mi trabajo no progresa de una manera que me haga pensar que merezco algo. Todo ello es debido a la dificultad del trabajo y también al hecho de que la pintura no es mi profesión; sin embargo así continúo, pasando el tiempo sin ningún fruto. Que Dios me ayude». Encaramado a un andamio a veinticuatro metros del suelo, Miguel Ángel debía permanecer de pie durante horas, doblado hacia atrás y levantando el cuello para poder ver lo que pintaba. De sus pinceles surgían poco a poco las escenas bíblicas desde la creación del mundo hasta el Diluvio universal, los profetas y las sibilas, y lo hacían con una fuerza digna de su genio. Además tenía que luchar con la impaciencia del Papa, que constantemente le preguntaba por la finalización de la obra. No es de extrañar que se declarase exhausto. Finalmente la bóveda de la Capilla Sixtina quedó descubierta el 31 de octubre de 1512 y la creación del artista florentino se reveló a los ojos de sus contemporáneos como un milagro. Treinta y tres paneles con más de trescientas figuras abrumaban por su magnitud y sorprendían por su belleza. El pintor resultaba ser tan grande como el escultor. Que se refiriesen a él como «El Divino» ya no podía sorprender a nadie.

Pocos meses después de su inauguración, el gran promotor de la Capilla Sixtina murió. Miguel Ángel retomó entonces los trabajos de su tumba si bien nunca llegaría a acabarlos. Pero entre 1513 y 1516 el artista alumbró para este proyecto otra increíble obra maestra, la escultura de Moisés. La imponente figura del patriarca bíblico sentado, de mirada terrible y que sostiene su larga barba aún hoy parece a punto de cobrar vida. Puede que también su autor lo pensara pues se suele afirmar que cuando la finalizó golpeó con el mazo su rodilla y le espetó: «¡Habla!». El predicamento de Miguel Ángel era enorme a estas alturas de su vida, siendo constantemente reclamado para la realización de más encargos. Aunque, como todos los artistas de su época, contaba con varios ayudantes, muchos de sus trabajos quedaron inconclusos pues gustaba encargarse de la parte más importante del proceso creativo de todos ellos. En 1519 comenzó a trabajar en la capilla funeraria de sus antiguos mecenas, la familia Medici, en la iglesia florentina de San Lorenzo. Terminar el proyecto le llevaría quince años. Como indica la artista italiana Primarosa Cesarini, «Miguel Ángel tenía a muchas personas trabajando para él. Los artistas contaban con ayudantes para realizar obras como la Capilla Sixtina, el mausoleo de Julio II y la capilla de los Medici en Florencia. Resultaba imposible para un solo hombre hacerlo todo. Además hay que tener en cuenta que aquéllas eran las escuelas de bellas artes de la época».

Instalado definitivamente en Roma desde el fallecimiento de su padre en 1534, su trabajo continuó siendo muy fecundo. A esta época pertenecen alguno de los más bellos poemas que escribió a lo largo de su vida y que dedicó tanto a Tommaso de Cavalieri, un joven discípulo, como a Vittoria Colonna, noble viuda que se codeaba con los más destacados intelectuales renacentistas de la ciudad. Refiriéndose al primero, escribió a un amigo en una carta: «Desde que entregué mi alma y corazón a Tommaso puedes imaginarte lo duro que es estar tan lejos de él. Consiguientemente, si deseo sin descanso estar allí noche y día es sólo para volver a vivir de nuevo, lo cual no puede hacerse sin el alma. Y ya que el corazón es sin duda la morada del alma es algo natural que mi alma vuelva al lugar que le corresponde».

La madurez del artista fue encontrando progresivo reflejo en sus múltiples obras, cuya espiritualidad iría creciendo hasta alcanzar las fabulosas cotas expresivas de su nueva intervención en la Capilla Sixtina. En 1534 Pablo III le encomendó la realización del mural de El Juicio Final de la capilla. Tomando como guía el relato del Apocalipsis de san Juan, Miguel Ángel representó a Cristo como Dios y Juez separando las almas de los justos de las de los condenados que se despeñan arrastrados por demonios hacia el abismo. El contraste con las pinturas que él mismo había realizado en la bóveda subrayaba aún más el terrible dramatismo del mural. Invirtió en la tarea siete años y el resultado de ella fue tan impactante que cuando el pontífice pudo verlo descubierto cayó sobre sus rodillas pidiendo a Dios que intercediese por él en el día del Juicio. Sin embargo no todas las reacciones fueron como la de Pablo III. Algunos miembros de la curia defensores de la moral de la Contrarreforma se mostraron contrarios a la obra. La profusión de desnudos se consideraba obscena y motivó la protesta del cardenal Biagio da Cesena, entre otros. Miguel Ángel se vengó retratando al cardenal en el fresco como Minos, el príncipe del infierno, desnudo, adornado con orejas de burro y rodeado por una serpiente. Cuando el Papa trasladó a Miguel Ángel la airada protesta del cardenal por la ofensa no dudó en contestarle que si bien el pontífice podía librar a Biagio del purgatorio, no tenía poder para hacerlo del infierno. Aunque la imagen de Minos no se modificó, en los años siguientes muchos de los desnudos del fresco se cubrieron con paños pintados.

En 1546 Miguel Ángel se hizo cargo de los trabajos arquitectónicos de la basílica de San Pedro a los que se dedicaría hasta su fallecimiento en 1564. Sólo llegó a completar el proyecto de la cúpula del edificio, que terminaría por convertirse en uno de los ejemplos más brillantes de la arquitectura del Renacimiento. Mayor, casi ciego y sin necesidad de hacerlo por dinero, al final de su vida acometió la realización de varias esculturas que dejó inacabadas. En una carta a Giorgio Vasari dejaba testimonio de ello: «Mis manos tiemblan, mis ojos están prácticamente ciegos. No soy más que un saco de huesos y nervios (…). Estoy enfermo con todos los achaques que afligen a los ancianos, tan viejo que la muerte me está tirando de la manga para llevarme con ella. Estoy esculpiendo otra Piedad. Que Dios me permita terminarla». Se trataba de la Piedad Rondanini, una de sus obras más conmovedoras, que no llegaría a finalizar.

En sus ochenta y ocho años de vida Miguel Ángel dejó una herencia de incalculable valor para la Historia del Arte. Sus obras conmovieron y sorprendieron a partes iguales a sus contemporáneos, que le reconocerían como uno de los mayores artistas de todos los tiempos. Más de cuatrocientos años después de su muerte sigue produciendo los mismos sentimientos en quienes contemplan el resultado de su trabajo. Abarcó todas las disciplinas del arte y en todas alcanzó cotas tan elevadas que resulta difícil creer que sean fruto de las manos y la mente de un solo hombre. El lugar en la Historia que ocupa Miguel Ángel casi parece un premio pequeño para tan inmenso legado.

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