Los grandes personajes de la Historia

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18: Martín Lutero » Hacia la ruptura con Roma

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Hacia la ruptura con Roma

Resulta imposible hacer una valoración ajustada de la figura de Martín Lutero sin tener en cuenta las particulares características espirituales de la Europa del siglo XVI. Desde el punto de vista religioso, toda Europa formaba desde la Edad Media una unidad que reconocía como cabeza al Papa de Roma. Pero en esa cristiandad así definida no faltaban las corrientes críticas que, frente a lo que consideraban una corrupción de las buenas costumbres y dogmas cristianos, abogaban por una reforma de las mismas. No pocas de esas corrientes fueron declaradas heréticas a lo largo de los siglos, si bien la unidad de la cristiandad occidental se mantuvo. A comienzos de la Edad Moderna las críticas hacia la mala formación del clero, así como hacia la indefinición doctrinal de la Iglesia en numerosas cuestiones, arreciaron de mano de los humanistas, quienes además, en su rescate de la cultura clásica, criticaron duramente las imprecisiones de la versión de la Biblia aceptada por la Iglesia, la llamada «Vulgata». Por otra parte, las sociedades de la Europa medieval y moderna estaban fuertemente sacralizadas, es decir, en ellas el papel de lo religioso ocupaba un lugar esencial en su definición y conformación. Política y religión no eran entonces esferas claramente separadas y la religión impregnaba los actos de la vida cotidiana, la cultura y la forma de entender el mundo de todos los individuos. En ese mundo maduró y se formó Lutero, y en Erfurt entró en contacto tanto con las corrientes más conservadoras del pensamiento religioso como con las que se mostraban más críticas con la Iglesia.

El convento de San Agustín de Erfurt tenía fama por la calidad de la formación que en él se impartía, pues poseía un Studium generale y una cátedra de Teología agregada a la universidad de la ciudad. Dentro de la orden agustiniana, el convento de Erfurt era de los que estaban adscritos a la Congregación de la Observancia de Alemania, es decir, la de aquellos conventos agustinos alemanes en los que se seguía un cumplimiento (observancia) especialmente estricto de los principios de la orden. Como indica el profesor Lazcano, la vida cotidiana de Lutero quedó definida por el «rezo común en el coro, comidas en comunidad, respeto del tiempo de silencio, prohibición de posesión de bienes (sobre todo de libros), uso de un hábito igual para todos, dedicación a la oración y al estudio, veto del trato con mujeres, y salida del convento sólo con la autorización del prior». Tras un año de noviciado realizó sus votos perpetuos a finales de septiembre de 1506 y fue ordenado sacerdote en abril del año siguiente. Unos meses más tarde el vicario general de su orden, Juan de Staupitz, decidió su traslado al convento agustino de Wittenberg para que pudiese seguir estudios de Teología al tiempo que se ocupaba de dar clases de Filosofía vinculado a la cátedra de Ética aristotélica del citado convento. Al año siguiente regresaba a Erfurt ya como profesor de Teología, pero sus deseos de profundizar en esta disciplina y obtener el doctorado en la misma volverían a llevarle a Wittenberg, donde obtendría el grado de doctor en Teología ya en 1512. Sin embargo, antes de ello Lutero vivió una experiencia que habría de marcarle profundamente: su viaje a Roma.

A finales de 1511 Lutero fue escogido junto con otro fraile agustino, Juan de Mecheln, para realizar un viaje a Roma en representación de los conventos de su congregación. Tenían la misión de presentar ante el general de la Orden Agustina en Roma, y en última instancia ante el mismo Papa, las razones por las que la citada congregación rechazaba la incorporación jurídica de los conventos de la provincia de Sajonia. Independientemente de la importancia que sin duda Lutero concedió a su encargo, y que acabó en fracaso, cabe imaginar la emoción con la que el devoto religioso se dirigió a la ciudad en la que residía el centro de la vida espiritual cristiana. No obstante, todo parece indicar que lo que allí encontró antes que espolear su identificación con la Iglesia más bien contribuyó a distanciarle de algunas de sus prácticas, pues la Roma de Julio II en la que Miguel Ángel pintaba la Capilla Sixtina y realizaba un colosal sepulcro a mayor gloria del pontífice tenía mucho más en común con cualquier corte laica europea que con el referente de espiritualidad que se suponía también era. Sería inexacto afirmar que el viaje a Roma supuso una crisis espiritual para Lutero, ni que en él se fraguaron algunos de los principios doctrinales de su posterior formulación teológica, pero de lo que no cabe duda es de que contribuyó a reforzar en el agustino la imagen de una Iglesia muy perfectible y de un pontificado con tantas sombras como luces.

A su regreso al convento de Wittenberg, Lutero se convirtió en uno de los cinco profesores que conformaban la Facultad de Teología de la universidad de la ciudad, y en los siguientes años alternó sus obligaciones docentes con el desempeño de diversos cargos dentro de su orden. Desde el 6 de octubre de 1513 ocupó la cátedra de Sagrada Escritura, algo que le complacía especialmente ya que su gran pasión como teólogo era precisamente el estudio de la Biblia al que se entregó con denuedo. El estudio de la Biblia formaba parte sustancial de la religiosidad de Lutero pues estaba convencido de que las respuestas que buscaba como creyente se encontraban en ella. Por otra parte, Lutero rechazaba en buena medida la imperante teología escolástica frente a la que reivindicaba una teología de cuño paulino-agustiniano en la que daba especial valor a la experiencia directa del cristiano con Dios, sin mediadores, otorgaba una capacidad muy superior a la gracia divina y la fe frente a las acciones humanas como forma de obtener la salvación y, sobre todo, rechazaba la posibilidad de «atesorar» buenas obras como garantía para lograrla. Este último punto guardaba relación con el profundo desprecio que, al igual que otros muchos religiosos críticos de la época, Lutero sentía por el método de compraventa de indulgencias aceptado por la Iglesia y ampliamente difundido por toda Europa.

Las indulgencias eran una suerte de título que garantizaba a quienes lo adquirían la posibilidad de redimir almas del purgatorio, disminuir el número de días que habrían de pasar en él tras la muerte, o incluso evitarlo en el caso de las llamadas «indulgencias plenarias». Teológicamente la cuestión tenía una justificación complicada, pero a grandes rasgos puede decirse que la Iglesia se consideraba depositaria de los sufrimientos de Cristo y de los méritos de los santos y por ello podía administrar la salvación que de ellos dependía. Cuando se producía la predicación de indulgencias, que es el nombre que recibía su venta, que siempre se vinculaba a fines teóricamente píos (financiación de Cruzadas, de obras de catedrales…), los fieles podían adquirirlas a cambio de una determinada suma de dinero, lo que en la práctica terminó convirtiéndose en un mercadeo del perdón de los pecados. Como indica el profesor Rupp, «a principios del siglo XVI las indulgencias habían llegado a constituir una parte importante de las finanzas pontificias administrada por los grandes banqueros Fugger, y en la que intervenía tal número de intermediarios de diferentes categorías eclesiásticas que la posibilidad de escándalo nunca fue remota». Lutero, cuya fuerte impronta de la antropología de san Agustín le hacía desconfiar de la capacidad humana para obtener la salvación mediante buenas obras, no podía encontrar moralmente más rechazable un sistema que directamente permitía comprar sus efectos aunque no llegasen ni a realizarse.

Las profundas creencias de Lutero se traslucían en su trabajo como profesor de la Universidad de Wittenberg, donde paulatinamente fue ganando prestigio como teólogo crítico. Las disputas en materia de teología eran entonces frecuentes entre los especialistas sin que con ello se plantease una ruptura con el orden establecido. Del mismo modo, las peticiones de reformas de abusos de las costumbres de la Iglesia eran también frecuentes y, en muchos casos, daban pie a importantes movimientos reformadores en el interior de la institución eclesiástica. Cuando en 1517 Lutero, convencido de la necesidad de depurar algunas cuestiones doctrinales de la Iglesia (especialmente las vinculadas con las indulgencias), hizo públicas sus críticas en sus llamadas «Noventa y cinco tesis» lo último en que pensaba era en una ruptura formal con la Iglesia de Roma.

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