Los grandes personajes de la Historia

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18: Martín Lutero » Las «noventa y cinco tesis»

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Las «noventa y cinco tesis»

Tradicionalmente, en los colegios y en los libros suele comenzar a explicarse la Reforma protestante con un hecho no exento de connotaciones teatrales: hacia el mediodía del 31 de octubre de 1517, Lutero atravesó la plaza de la catedral de Wittenberg para clavar en su puerta sus célebres «Noventa y cinco tesis». Este hecho, cuya existencia real discuten los historiadores, era sólo uno de los medios habituales empleados para dar pie a discusiones doctrinales que en ningún caso pretendían plantear una ruptura con el orden religioso establecido. Se trataba sólo de abrir una vía para el debate sobre la necesidad de reconsiderar y reformar ciertos aspectos de la vida social, política y religiosa que, con el paso del tiempo, se habían ido asociando a la Iglesia. En cualquier caso, considerar que la doctrina teológica luterana nace con las «Noventa y cinco tesis» es un claro error ya que, como afirma el historiador Quentin Skinner, «empezar la historia de la Reforma luterana en el punto de partida tradicional es comenzar por la mitad. La célebre acción de Lutero de clavar las Noventa y cinco tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg (…) simplemente constituye la culminación de una larga jornada espiritual emprendida por Lutero a partir de su nombramiento, seis años antes, para la cátedra de Teología en la Universidad de Wittenberg».

Efectivamente, la profundización en sus estudios teológicos, y especialmente en la filosofía de san Agustín con la que tanto se identificaba, fue causa de que Lutero, cuyos sentimientos religiosos eran muy profundos, se sintiese enormemente atormentado por el íntimo convencimiento de la incapacidad del hombre para lograr la salvación y de su necesaria condena vinculada a la justicia divina. En la base de toda la formulación teológica desarrollada por Lutero estaba la idea de que el hombre, por su naturaleza, era incapaz de no pecar; en consecuencia, nada podía hacer para «justificarse» ante los ojos de un Dios que encarnaba la justicia y, por tanto, para salvarse. El convencimiento de que el hombre sólo podía condenarse desató en Lutero una gran crisis de fe a la que como teólogo trató de dar respuesta. Y ésta llegó en 1515 en lo que él mismo bautizó como su «experiencia de la torre». Lutero estudiaba en una sala de la torre del convento agustino de Wittenberg y fue allí, mientras preparaba un nuevo curso de conferencias académicas, cuando al leer el Salmo 30 («Libérame en virtud de tu justicia») encontró la solución a sus cuitas: la justicia divina no consistía tanto en el castigo como en la capacidad para salvar a los hombres si éstos, pese a su naturaleza pecadora, tenían fe. Su angustia quedó de golpe disuelta y como él mismo llegaría a decir sintió que «había renacido por completo y había entrado en el paraíso por las puertas abiertas». En palabras del profesor Skinner, «cuando Lutero tuvo esta visión interna fundamental, todos los demás rasgos distintivos de su teología encontraron su lugar».

Así, desde 1515 Lutero comenzó a definir los principios básicos de su pensamiento teológico y, al mismo tiempo, comenzó a difundirlos en sus clases. Pero si sus ideas podían discutirse en el ámbito académico e incluso aceptarse, ¿qué motivó que Lutero publicase sus «Noventa y cinco tesis» en 1517? Y, más aún, ¿qué sucedió para que lo que se había planteado como una reforma de abusos más terminase convirtiéndose en una ruptura formal con la Iglesia? Antes que nada, conviene recordar que Alemania era entonces un conglomerado de principados y territorios que reconocían obediencia a un emperador. En estas circunstancias, un asunto casual vino a precipitar los hechos: el príncipe Alberto de Hohenzollern era arzobispo de Magdeburgo y, por esas fechas, presentó su candidatura a la sede arzobispal de Maguncia. Por su parte, el príncipe de Sajonia, señor de Lutero, tenía intereses contrarios a los de Alberto de Hohenzollern y cuando éste llegó a un acuerdo con Roma por el que se le concedía el arzobispado de Maguncia a cambio de que durante varios años vendiese indulgencias destinadas a financiar las obras del Vaticano, el príncipe de Sajonia decidió prohibir la venta de dichas indulgencias en su territorio. Esta decisión poco tenía que ver con los escrúpulos morales del príncipe de Sajonia hacia las indulgencias, sino que respondía a sus intereses políticos y económicos. Prohibiendo su venta no sólo contribuía a debilitar la posición de su enemigo, sino que además se aseguraba que el dinero de sus súbditos no saliese de su territorio y que la propia venta de indulgencias que él mismo practicaba no se viese resentida. Lutero, por su parte, no podía estar más de acuerdo con la prohibición, pero pronto sería evidente que iba a servir de poco. Los habitantes de Wittenberg, así como de otras ciudades de Sajonia, deseosos de obtener las preciadas indulgencias que les aseguraban la disminución de días de purgatorio, no dudaron en desplazarse a localidades vecinas en las que la prohibición carecía de vigencia. El trasiego comercial protagonizado fervorosamente por sus vecinos fue la gota que hizo derramar el vaso de la paciencia de Lutero, quien, indignado, envió una queja formal al arzobispo Alberto de Maguncia el mismo día en que clavaba sus «Noventa y cinco tesis» en la puerta de la catedral de Wittenberg. En ellas hacía una crítica feroz del sistema de indulgencias y de las cuestiones en que consideraba que la doctrina o la práctica de la Iglesia se había desviado de lo que debía ser. El ataque contra las indulgencias rápidamente encontró eco tanto entre los humanistas de la época como entre amplias capas de la población alemana que las veían como una trivialización de cuestiones religiosas en aras de la obtención de beneficios económicos; en consecuencia, los escritos de Lutero se publicaron y empezaron a circular por toda Alemania. Probablemente unas décadas antes los textos de Lutero no habrían tenido tanta repercusión, pero la difusión de la imprenta fue la clave de la rápida divulgación de sus ideas. Pese a ello, como indica el historiador Heinrich Lutz, «ni el monje agustino, ni el importante grupo de humanistas, teólogos y magistrados, pronto también de maestros artesanos y posaderos, que comenzaron a leer y a difundir sus escritos, podían hacerse una idea de las posibles consecuencias de este desarrollo. Nadie pensaba en una división dentro de la Iglesia o en la formación de una “segunda Iglesia”». Se trataba sólo de plantear una reforma de abusos desde el interior de la propia Iglesia, pero las cosas iban a llegar infinitamente más lejos.

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