Los grandes personajes de la Historia

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20: Isabel I » De hija bastarda a posible heredera

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De hija bastarda a posible heredera

Al año siguiente de contraer matrimonio, Enrique VIII, que esperaba que su esposa pudiese darle más hijos, promulgó una ley, «Acta de Sucesión», declarando que sólo podrían considerarse como sus legítimos herederos los hijos que tuviese con Ana Bolena. En la práctica esto suponía borrar de la línea sucesoria a María Tudor en favor de la pequeña Isabel, pero el ánimo del rey no era que su nueva hija llegase a convertirse en reina de Inglaterra, sino asegurar la posibilidad de que le sucediese en el trono un varón si es que nacía. Ana Bolena volvió a quedarse embarazada pero perdió a su hijo antes de que naciese. Enrique VIII comenzó a convencerse de que su esposa no habría de darle el heredero que tanto deseaba, pues quizá Dios utilizaba ese instrumento para castigarlo.

No era extraño que el monarca inglés temiese ser objetivo de la ira divina. Para conseguir la nulidad de su primer matrimonio, exigida por Ana Bolena, y ante la negativa del Papa a concedérsela, Enrique VIII hizo que su unión con Catalina de Aragón fuese declarada nula por un tribunal eclesiástico inglés. Con ello no sólo desobedecía al pontífice sino que negaba de forma pública su autoridad. En el contexto de una Europa cuya unidad religiosa se estaba resquebrajando de forma irremediable como fruto de las corrientes espirituales nacidas de la Reforma protestante, la postura de Enrique VIII suponía una franca ruptura con Roma y, por tanto, una decisión de importantísimas consecuencias políticas. La separación se consagró legalmente en 1534 con la promulgación del «Acta de Supremacía» en la que se establecía que el rey inglés era y debía ser «por justicia y por derecho el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra». De este modo nacía la Iglesia anglicana. La persecución de católicos no se hizo esperar, como tampoco la desamortización de los bienes eclesiásticos, tan beneficiosa económicamente. Se exigió juramento de fidelidad a la nueva confesión inglesa y, como recuerda el profesor de Historia moderna Heinrich Lutz, «el reconocimiento de la ruptura con Roma mediante juramento fue exigida e impuesta con uso de la violencia».

Entretanto, Isabel había sido trasladada a la que se convertiría en su principal residencia hasta su ascenso al trono, el palacio de Hatfield en Hertfordshire. Tenía sólo tres meses cuando Ana Bolena, siguiendo los usos de la época, decidió encomendar el cuidado de su hija a toda una corte de criados, asistentes, nodrizas y damas de compañía que se ocuparían de ella en Hatfield. Allí la pequeña pasó los primeros años de su vida rodeada de todo tipo de atenciones y bajo el vigilante seguimiento de sus padres. Todas las decisiones que la rodeaban (el tiempo que debía prolongarse su lactancia, qué debía comer…) se trataban directamente con el rey como si fuesen asuntos de Estado, pues a fin de cuentas se trataba de su única heredera legítima. Su madre se ocupaba personalmente de todo el ceremonial relativo a la pequeña y ponía especial interés en el cuidado de los vestidos y adornos que debía emplear. Vestidos de damasco o seda verdes y amarillos, abrigos de terciopelo negro, rojo o naranja y delicados gorros de raso adornados con oro se encargaban de dejar claro que la pequeña era la hija del rey. Con esa misma intención la reina ordenó que la hermanastra de Isabel, la declarada ilegítima María Tudor, entrase al servicio de la heredera como una más de sus damas de compañía. El mensaje político era tan evidente como la humillación que semejante orden suponía tanto para Catalina de Aragón como para la propia María Tudor, quien no tuvo más remedio que obedecer y trasladarse a Hatfield. Las bases para el futuro enfrentamiento de las dos hermanas estaban sentadas. Como afirma la biógrafa de Enrique VIII Margaret George, «la batalla entre Ana Bolena y Catalina de Aragón continuó en la siguiente generación a través de sus hijas. Ciertamente María percibía así la situación, habría sido imposible que lo hiciese de otro modo».

No obstante, todos los desvelos de Ana Bolena por asegurar la posición de su hija pronto se revelaron inútiles. La preocupación del rey por lograr un hijo varón, la inquietud por todas las consecuencias religiosas y políticas que había traído consigo la tortuosa nulidad de su primer matrimonio, los rumores sobre la promiscuidad de la reina y el nuevo interés de Enrique VIII por Jane Seymour, acabaron dando pie a una acusación formal de adulterio y traición. Ana Bolena fue detenida, juzgada y decapitada cuando su hija tenía sólo tres años. Dos semanas después de la ejecución, el monarca inglés se casaba con Jane Seymour, e Isabel corría la misma suerte que María Tudor al ser declarada bastarda.

En 1537 el nuevo matrimonio de Enrique VIII daba por fin el fruto que tanto había ansiado. El nacimiento del futuro Eduardo VI ponía fin a los afanes del monarca, pero también conllevaría la muerte de Jane Seymour pocas semanas después del parto. Pasarían tres años antes de que Enrique VIII volviese a pensar en contraer matrimonio, si bien entre 1540 y 1541 se casó sucesivamente con Ana de Cleves (cuyo enlace se anuló sin llegar a consumarlo después de siete meses) y con Catalina Howard (dama de compañía de la anterior y que sería ejecutada por adulterio). En 1543 el rey contrajo por última vez matrimonio con Catalina Parr, una joven viuda que mostró hacia las hijas de Enrique VIII una actitud de sincero afecto. La edad y salud del rey evidenciaban a esas alturas que no habría de tener más herederos. Por una parte, la continuidad en el trono por vía de varón estaba asegurada con Eduardo, el hijo de Jane Seymour, pero por otra, mantener a dos hijas como bastardas podía complicar tremendamente la futura sucesión. La posibilidad de que surgiesen facciones rebeldes hacia el heredero fue conjurada por Enrique VIII en 1544 con una nueva «Acta de Sucesión» en la que tanto María Tudor como Isabel volvían a ser reconocidas como hijas legítimas y recuperaban su derecho a heredar el trono de Inglaterra. La prioridad concedida legalmente a los varones situaba en ese momento a la futura Isabel I como tercera en la línea de sucesión. No parecía previsible que su derecho se hiciese algún día efectivo.

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