Los grandes personajes de la Historia

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20: Isabel I » Tres hermanos para un trono

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Tres hermanos para un trono

El reconocimiento de Isabel y de María Tudor como hijas legítimas de Enrique VIII se tradujo en el regreso de ambas a la corte. Por primera vez desde su nacimiento Isabel vivió en un ambiente familiar pues Catalina Parr sentía un afecto sincero por la hija de Ana Bolena. Bajo su tutela Isabel comenzó a recibir la cuidada educación que debía corresponder a la hija de un rey: idiomas, historia, literatura, música, teología, filosofía… La futura reina demostró entonces que era inteligente, brillante y hábil. En palabras de la especialista en el reinado de Enrique VIII, Alison Weir, «recibió una educación asombrosa para una mujer de su época. Estudió los clásicos y teología y todas las disciplinas que también estudiaba su hermano Eduardo. Se convirtió en una joven muy formada y culta, tanto, que de hecho llegó a superar a su tutor, quien afirmó sobre ella: “Yo le enseño palabras, ella a mí cosas”».

Es probable que por influencia de Catalina Parr Isabel comenzara a moldear su religiosidad en las ideas reformadas del protestantismo. En los años posteriores a la muerte de Enrique VIII, la reina viuda dio muestras públicas de su simpatía por las ideas defendidas por Lutero y pasó a considerarse una protestante convencida. Los principios religiosos de la Reforma habían prendido con fuerza en Inglaterra tras la ruptura de Enrique VIII con Roma, si bien no puede decirse que el rey llegase a adoptar nunca posturas meridianamente definidas al respecto. Lo que el monarca había dejado claro era la independencia de su poder respecto a la Iglesia católica. Como afirma el profesor Carlos GómezCenturión, «Enrique VIII continuó íntimamente anclado en la tradición católica —excepción hecha de la autoridad papal, claro— y se negó a cualquier compromiso con luteranos o calvinistas». Frente a esta postura, la última esposa del rey sí pareció profesar un protestantismo convencido cuyos principios probablemente transmitió a Isabel cuando se hizo cargo de su educación. Años más tarde, las profundas convicciones protestantes de Isabel I permitirían la definición doctrinal definitiva de la Iglesia anglicana.

Pese a los constantes cambios que caracterizaron su infancia y los difícilmente asumibles trajines matrimoniales de su padre, todo parece indicar que la futura Isabel I sintió auténtica fascinación por Enrique VIII. Si bien es cierto que el monarca inglés, desde el punto de vista personal, cambiaba de esposa con la misma facilidad con la que se mudaba de traje, también lo es que como rey fue un coloso político capaz de hacer lo que otros muchos monarcas europeos hubiesen deseado, romper su subordinación con Roma. Desde el punto de vista político, Enrique VIII dejaba tras de sí un legado valiosísimo pues con la promulgación del «Acta de Supremacía» de 1534 había logrado un reforzamiento del poder real sin precedentes, tanto dentro como fuera de sus fronteras. La ruptura con Roma le convertía en un monarca que no se sometía a ningún poder ajeno a su propia corona, que no reconocía más autoridad que la emanada de esa misma corona y que no tenía que rendir cuentas a ningún poder externo. Además, la conversión del rey inglés en la cabeza de la Iglesia de Inglaterra aseguraba el mantenimiento de esa situación para el futuro. Es fácil imaginar la admiración que la labor regia de Enrique VIII debía despertar en una joven heredera cuya formación y aptitudes la hacían desear ocupar algún día el trono de su padre para poder emularle. En este sentido, el profesor John Morrill apunta que «si Isabel tuvo alguna ardiente ambición en sus años de formación, ésa fue la de ser reina. Ella no ambicionaba hacer nada, sino exclusivamente ser reina tal y como creía que era su derecho».

En 1547 Enrique VIII enfermó y murió, y fue sucedido en el trono, tal y como estaba dispuesto, por su hijo Eduardo VI. Sin embargo el joven rey era menor de edad, por lo que se inició una regencia a cuyo frente se situó uno de sus tíos, Edward Seymour, que fue nombrado Lord Protector del reino. En una situación necesariamente interina, el regente trató de reforzar por todos los medios a su alcance su posición de poder en la corte, pues no faltaban facciones políticas, particularmente las encabezadas por los miembros de la familia Tudor, que deseaban desplazarle. Como era habitual en tales situaciones comenzó a rodearse de personas de su entera confianza para el desempeño de los cargos cortesanos, razón por la que hizo llamar a su hermano Thomas Seymour.

Thomas Seymour era un hombre ambicioso y deseaba la cercanía al trono por encima de todo. Aunque unos pocos meses más tarde terminaría por casarse con Catalina Parr, de la que había sido amante hacía bastante tiempo, a su llegada a la corte trató de que fuese la misma Isabel quien aceptase su proposición de matrimonio. La futura reina de Inglaterra tenía entonces catorce años, por lo que un matrimonio celebrado a esa edad no habría generado escándalo alguno en la época. Fue la primera vez que Isabel rechazó casarse, y no sería la última. Como consecuencia de la boda de Catalina Parr, Isabel, que hasta entonces había permanecido con la última mujer de su padre, comenzó a vivir con el nuevo matrimonio. Quizá como consecuencia de la propuesta rechazada, o quizá por los intereses políticos en desacreditar a la heredera, comenzaron a circular rumores sobre una supuesta relación entre ella y Thomas Seymour. Algunos especialistas como el historiador Diarmaid MacCulloch no dudan en afirmar que debió de existir algún fundamento para los rumores, pues incluso la propia Catalina Parr tomó cartas en el asunto al culpar a Isabel del comportamiento disoluto de su esposo. Los rumores se reprodujeron después de la muerte de Catalina, y entonces llegó a circular la creencia de que Isabel podía estar esperando un hijo de Thomas Seymour. Todo ello generó grandes problemas a la que un día sería aclamada como Reina Virgen y, como apunta el profesor MacCulloch, quizá éstos se encuentren en la base de la elección de ese preciso papel.

Aunque los escandalosos rumores sobre Isabel motivaron que su hermano Eduardo VI se negase a recibirla en la corte durante más de un año, finalmente el joven rey decidió pedirle que regresase. Entretanto, la situación política del país era extremadamente delicada. El propio hermano de Edward Seymour había intentado derrocarlo como regente; finalmente caería víctima de la crisis iniciada con motivo del comienzo de hostilidades con Francia, siendo sustituido en sus funciones por John Dudley, duque de Northumberland. La delicada salud de Eduardo VI, que siempre había sido un niño enfermizo, hacía presagiar que moriría antes de tener descendencia. En esa situación las posibles herederas de la corona inglesa eran, por orden, María Tudor e Isabel. La primera era abiertamente católica, lo que para John Dudley y sus partidarios, e incluso para el mismo Eduardo VI, era un serio inconveniente. Dudley era protestante y sabía que con el acceso de María Tudor al trono sus posibilidades de conservar el poder que en aquel momento ostentaba eran inexistentes. Isabel no parecía católica, pero tampoco fácil de manejar como lo era Eduardo VI. Ante semejante panorama el nuevo Lord Protector hizo todo lo posible por asegurar su continuidad en el poder en el caso de que el joven monarca falleciese, y el peón del que se sirvió fue una joven por la que Eduardo VI mostraba inclinación, Jane Grey. Ésta era hija de una sobrina de Enrique VIII, y por tanto, en caso de ausencia de herederos, podía alegar su derecho al trono inglés. Si Dudley conseguía hacer desaparecer a las dos herederas de la línea sucesoria podría convencer fácilmente a Eduardo VI de que nombrase heredera a una joven con la que tenía una buena relación desde su infancia y que, a la postre, también poseía derechos de sangre. Por si eso fuese poco, el duque de Northumberland concertó el matrimonio de su hijo mayor con Jane Grey, de tal forma que cuando ésta accediese al trono su posición de poder fuese prácticamente intocable. Paralelamente comenzó a convencer a Eduardo VI, cuya salud se deterioraba por momentos, de que estableciese una nueva línea de sucesión en la que María Tudor e Isabel quedasen excluidas, lo que finalmente logró. Cuando en 1553 el rey murió, el duque de Northumberland ocultó el deceso durante varios días para dar tiempo a los preparativos de la proclamación como reina de Inglaterra de Jane Grey. Sin embargo, y aunque la proclamación llegó a realizarse, Jane Grey sólo ocupó unos días el trono pues la presión de los partidarios de María Tudor convirtió la audacia del duque en algo insostenible.

María Tudor fue aclamada como reina de Inglaterra y todos los participantes en el complot para arrebatarle sus derechos fueron procesados y ejecutados. La nueva reina había subido al trono arropada por la multitud que reclamaba para tal dignidad a una hija de Enrique VIII. Pero María Tudor era también hija de Catalina de Aragón y era católica.

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