Los grandes personajes de la Historia

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20: Isabel I » De María «la sanguinaria» a la Inglaterra isabelina

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De María «la sanguinaria» a la Inglaterra isabelina

El entusiasmo inicial con que los ingleses recibieron a su nueva soberana se vio rápidamente enfriado cuando ésta comenzó a hacer notar sus intenciones de dar un vuelco a la situación religiosa del país. María Tudor había recibido una educación católica y su vida se había visto terriblemente marcada por la ruptura del matrimonio de sus padres y, a consecuencia de ello, su declaración como bastarda. Los únicos apoyos con que había contado Catalina de Aragón en todo ese proceso eran los procedentes de su sobrino Carlos V, defensor a ultranza del catolicismo en las luchas confesionales que azotaban toda Europa, y del Papa, que se negaba a disolver el matrimonio con Enrique VIII. La ruptura con Roma y el abrazo al protestantismo de Inglaterra sólo habían supuesto problemas y más problemas para la que ahora era reina, por lo que no tenía ninguna razón para querer mantener la continuidad de la situación precedente.

La agresiva política de recatolización de Inglaterra emprendida por la reina le valdría el sobrenombre de María «la Sanguinaria». Las leyes contra los herejes se restituyeron y las persecuciones de protestantes la llevarían a ordenar la ejecución de más de trescientos de ellos. Cuando en 1554 la reina contrajo matrimonio con el futuro Felipe II, la situación parecía tomar un rumbo sin posible marcha atrás. Felipe II aún no había accedido a la corona de la Monarquía Hispánica, pues su padre Carlos V no abdicaría definitivamente hasta dos años más tarde. Pese a ello, y dado el enorme interés estratégico de la alianza matrimonial con Inglaterra, Carlos V abdicó en su hijo el título de rey de Nápoles para que el matrimonio pudiese realizarse en pie de igualdad entre los contrayentes. Como recuerda la profesora María José Rodríguez-Salgado, «Carlos V expresó su deseo de otorgar a Felipe un título que estuviera a la altura del de su esposa, de forma que no sufriera el deshonor de ser considerado inferior». A mediados del siglo XVI, la Monarquía Hispánica era el mayor aparato político de la época. El poder de los monarcas Habsburgo se extendía por buena parte de Europa y América, y la incorporación de Inglaterra a su corona permitía asegurar sus intereses en el norte del continente —sobre todo en los Países Bajos— así como cerrar el cerco de control territorial sobre su enemiga Francia. Pero para los ingleses, el matrimonio de María Tudor con Felipe II suponía la subordinación de los intereses de su corona a los del Imperio español, lo cual, unido a la segura vuelta al catolicismo que se vinculaba indisolublemente al Habsburgo, componía un cuadro no muy deseable.

El caldo de cultivo era propicio para que surgieran complots políticos que tratasen de sacar a la reina de su trono, y el papel que en esa situación podía atribuírsele a la única heredera, Isabel, ponía a ésta en un lugar más que comprometido. Aunque Isabel vivía discretamente retirada de la corte en el palacio de Hatfield, no tardaron en llegar a ella cartas y peticiones en las que se proponía su acceso al trono por el bien de Inglaterra. Su actitud fue la de mantener una prudente distancia pues desde muy temprano en su vida había aprendido lo caras que podían costar las intrigas cortesanas. Pese a ello, cuando bajo la dirección de Thomas Wyatt se produjo un levantamiento popular con la intención de derrocar a la reina, Isabel quedó señalada como partícipe en su organización. La revuelta comandada por Wyatt fue rápidamente sofocada por la reina inglesa, pero Isabel no salió indemne de los hechos. Durante dos meses fue confinada en la Torre de Londres mientras se llevaba a cabo la investigación sobre lo sucedido. Finalmente, y ante la falta de pruebas, la reina tuvo que liberar a su hermanastra, y para evitar una posible repetición de lo acaecido, se optó por enviarla lejos de Londres. En los seis meses siguientes Isabel vivió en Woodstock, cerca de Oxford, bajo arresto domiciliario.

Pero las cosas no iban mucho mejor para María Tudor. El matrimonio de la reina hacía aguas por todas partes pues, entre otras razones, no conseguía dar un hijo a Felipe II. Si la sucesión no quedaba asegurada con un heredero del monarca hispano sólo quedaban dos posibles candidatas al trono inglés: Isabel, que parecía inclinada al protestantismo, y la reina de Escocia María Estuardo, que como nieta de una hermana de Enrique VIII podía hacer valer sus pretensiones al trono si María Tudor no solventaba su complicada relación con la primera. Aunque María Estuardo era católica, también era reina consorte de Francia por su matrimonio con Francisco II, lo que para el rey Habsburgo suponía la posibilidad de que Inglaterra quedase bajo la órbita de la potencia rival. En ese estado de cosas, y temiendo por la salud de María Tudor, a la que creía embarazada (si bien más tarde se comprobaría que era un embarazo psicológico), Felipe II convenció a su mujer para que perdonase a su hermanastra.

La situación política de María Tudor era cada vez más comprometida. La campaña emprendida contra Francia en 1557 no sólo se convirtió en un fracaso sino que hizo tambalear peligrosamente las arcas de la corona inglesa y sumió a la reina en un mar de deudas a las que progresivamente era más difícil hacer frente. Para colmo de males, su matrimonio parecía haber pasado a la historia, pues Felipe II, convencido de la incapacidad de su esposa para darle un heredero, había regresado a España. Enferma, desesperada y con un país que mayoritariamente estaba en su contra, María Tudor decidió finalmente designar a Isabel como su sucesora a cambio de que ésta se comprometiese a mantener la fe católica en Inglaterra así como al pago de sus deudas. Isabel aceptó las condiciones impuestas sin dudarlo. Sabía que una vez en el trono podría hacer aquello que juzgase más conveniente para Inglaterra. Ésa sería su obligación, por encima incluso de cualquier otra fidelidad contraída, ni siquiera el juramento hecho a una reina moribunda. La hora de su triunfo se acercaba.

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