Los grandes personajes de la Historia

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Comprender el universo: teología, alquimia y… matemáticas

Con motivo de la aceptación de la cátedra lucasiana, en 1669 Newton fue ordenado ministro de la Iglesia anglicana, pues el Trinity College lo imponía como condición para ocupar el puesto. Newton era un protestante convencido y, sobre todo, un hombre de una profunda espiritualidad que no encontraba contradicción alguna en dedicarse a la ciencia y poseer firmes creencias religiosas. Siempre planteó sus estudios en unos términos que no sólo no excluían la labor creadora de Dios, sino que hacían de Él la mente inteligente que se hallaba detrás del orden natural. La filosofía mecánica de Descartes había terminado por apartar a Dios de la naturaleza pues, según el filósofo francés, el orden natural podía explicarse en términos mecánicos sin necesidad de recurrir a agentes metafísicos. Newton no compartía este planteamiento y se mostraba preocupado por la creciente secularización de la concepción de la naturaleza a la que conducía. Creía profundamente en un Dios creador, una inteligencia racional que en lugar de estar por encima de la naturaleza formaba parte de ella, se revelaba a los hombres en su orden. Cuanto más profundizaba en sus estudios, con más firmeza creía en la existencia de Dios; es más, entendía que la búsqueda de las leyes que regían el orden natural, a la que había consagrado su vida, era en realidad la búsqueda del diseño divino del universo. Como él mismo afirmó: «Este sistema supremamente bello del Sol, los planetas y los cometas, sólo podía provenir de la concepción y el dominio de un Ser inteligente y poderoso».

Los estudios en teología formaban parte del quehacer habitual de los miembros del Trinity College, como también lo eran del de buena parte de los filósofos y científicos de la Edad Moderna. Newton, convencido como estaba de que el estudio de la naturaleza era una forma de hacer comprensibles los planes de Dios, también se dedicó a ellos con tanto ahínco como a todo lo que hacía. Durante años combinó sus estudios en matemáticas, física y astronomía con el de las Sagradas Escrituras. La interpretación de los textos bíblicos en el siglo XVII era algo tan importante para los científicos como el estudio mismo de la ciencia. Se consideraba la Biblia como fuente de certezas para la historia, la política y, por supuesto, también la ciencia. Se trataba de la palabra revelada de Dios a los hombres y por tanto su estudio conducía a verdades universales. De igual modo que la observación de la naturaleza permitía descubrir las leyes que la regían, y que Newton entendía como expresión divina, el estudio de la Biblia conducía, por otras vías, al conocimiento de la concepción divina del universo y por tanto al de sus leyes naturales.

En sus investigaciones teológicas Newton se ocupó de cuestiones tan diversas como los libros proféticos de la Biblia, las cronologías de la antigüedad histórica en ella recogidas, la posible reconstrucción de las dimensiones del Templo del rey Salomón conforme a los datos del Libro de Ezequiel… Pero entre sus muchas preocupaciones en este campo la que llegó a ocupar un lugar más relevante fue el estudio sobre la Trinidad. Durante años se interesó por el enfrentamiento que mantuvieron Arrio y san Atanasio en los siglos III y IV sobre la existencia de la Trinidad. Para el primero, que la negaba, Cristo era sólo un hombre, mientras que el segundo creía en la triple divinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Iglesia terminó declarando herética la tesis arriana, pero Newton, que estaba convencido de que con ello se había realizado un inmenso fraude, se convirtió firmemente al arrianismo. Esta postura, que continuaba siendo tan herética entonces como en el siglo V, le terminaría generando grandes problemas en Cambridge, pues un ministro de la Iglesia anglicana no podía defender tales ideas. Aunque Newton nunca lo hizo público oficialmente, su arrianismo era un secreto a voces en la universidad y terminó siendo la causa de que en 1675 consiguiese la dispensa de sus votos como clérigo. Pese a ello, el Trinity College permitió que continuase siendo profesor y que mantuviese la cátedra lucasiana, si bien nunca pudo llegar a ser director de la institución.

Simultáneamente a sus estudios en teología, Newton dedicó buena parte de sus esfuerzos a la investigación sobre la alquimia, es decir, a la especulación sobre las posibles transmutaciones de la materia que, en buena medida, había llevado al desarrollo de la química. Desde la Antigüedad la alquimia era considerada una ciencia apta sólo para ciertos iniciados que eran depositarios de saberes excepcionales sobre los elementos de la naturaleza. Casi todos los estudiosos de la vida y obra de Newton coinciden en señalar que muy probablemente la inclinación del científico inglés por la alquimia fue una forma de respuesta a los límites que necesariamente imponía el pensamiento mecanicista a la filosofía natural. Descubrir las leyes de la naturaleza de alguna forma suponía despojarla de espíritu, algo que Newton rechazaba. Su búsqueda científica era una búsqueda de Dios y la alquimia era otra herramienta con la que hallarlo, una vez más, en la naturaleza. Como afirma el profesor Allan Chapman, «no buscaba oro ni ninguna otra sustancia particular. Buscaba la sabiduría que quienes practicaban la alquimia creían que se obtenía al aprender cómo estaba compuesta la materia. Era una actividad casi metafísica».

La dedicación a todas estas otras ramas del saber era para Newton parte de su trabajo como científico y en ningún caso supuso el descuido de sus investigaciones en matemáticas, física y el resto de disciplinas que hoy consideramos propiamente ciencia. De hecho, las décadas de los setenta y ochenta del siglo XVII fueron de una extraordinaria actividad desde ese punto de vista, y a mediados de la segunda fue cuando Newton publicó su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica («Principios matemáticos de la filosofía natural»), en la que describía las tres leyes del movimiento y que aún hoy se reconoce como el trabajo científico más importante jamás escrito.

La publicación de los Principia Mathematica, como casi todo en la vida de Newton, llegó a hacerse casi por casualidad y gracias al empeño de terceros. Desde que Kepler había descrito el movimiento elíptico de los planetas, todos los astrónomos buscaban una demostración matemática de su teoría, pero no habían logrado encontrarla. Tres miembros de la Royal Society, Edmond Halley, Christopher Wren y su presidente y rival de Newton, Robert Hooke también discutían sobre el asunto una tarde de enero de 1684 mientras tomaban algo en una taberna de Londres. Hooke, quizá tratando de impresionar a sus compañeros de mesa, afirmó que había logrado la explicación matemática del problema pero que había decidido reservarse la solución para que otros tuviesen también el placer de llegar a ella. Wren, que como astrónomo, geómetra y físico sabía que la solución era casi un milagro, decidió ofrecer a cualquiera de sus dos acompañantes un libro valioso como premio si alguno de los dos lograba entregarle por escrito la prueba de haberla hallado. Dos meses más tarde el enigma seguía sin respuesta.

Pero Halley, que había tratado con Newton en 1680 por el interés que éste había mostrado en la aparición del cometa bautizado con el apellido del primero, pensó que el excéntrico profesor del Trinity College quizá podría decirle algo sobre la solución del problema. Resuelto a intentar hallar una respuesta, fue a Cambridge para visitar a Newton. El encuentro entre ambos ha pasado a la historia y se ha narrado cientos de veces. El profesor Bernard Cohen lo relata del siguiente modo: «Halley recordó que en Cambridge había un profesor despistado que no había publicado demasiado, un hombre muy inteligente que quizá tendría la respuesta. De modo que fue allí y probablemente preguntó a Newton: “Si un planeta se mueve describiendo una elipse, ¿qué clase de fuerza está operando sobre él?”. A lo que Newton respondió: “Una fuerza inversa al cuadrado”. Halley dijo: “¿Cómo puede saberlo?”, y Newton contestó: “Porque lo he comprobado”. Halley replicó: “De acuerdo, entonces permítame ver la prueba”. Newton comenzó a buscar por su habitación en una suerte de charada y dijo: “No puedo encontrarla”, y Halley contestó: “Bien, pues envíemela porque será algo verdaderamente importante”».

Tres meses más tarde Halley recibió un pequeño escrito titulado «Sobre el movimiento de los cuerpos giratorios» en el que Newton demostraba matemáticamente el movimiento circular de los cuerpos celestes y enunciaba la ley de gravitación universal. Consciente del alcance de lo allí escrito, Halley regresó rápidamente a Cambridge para tratar de convencerle de que, en contra de lo que acostumbraba, escribiese un libro sobre la gravitación y la dinámica del sistema solar. De este modo vieron la luz los Principia Mathematica. Sin embargo aún quedaba publicar la obra, algo que Halley quería que se hiciese a cargo de la Royal Society, pero la institución, dado lo apurado de su situación económica, no parecía muy dispuesta a asumir. Las incansables gestiones y el empeño personal que puso en ello Halley, llegando incluso a pagar los costes de impresión de su bolsillo, permitieron que la obra viese la luz en 1687. En ella quedaban formuladas las tres leyes del movimiento (principio de inercia, definición de una fuerza en función de su masa y su aceleración y principio de la acción y reacción) y de ellas se deducía la ley de gravitación universal. Como recuerda Isaac Asimov, «el gran libro de Newton representó la culminación de la Revolución científica que había empezado siglo y medio antes con Copérnico».

El impacto de la obra fue enorme en toda Europa pues con ella se asentaban las bases para el desarrollo de la ciencia moderna. La obra dejaba preguntas por resolver, algunas de las cuales, como cuál es la causa productora de la gravedad, siguen aún hoy pendientes de solución, pero marcaba un punto de inflexión en la historia de la ciencia. Desde aquel momento Newton pasó a la primera línea pública de la erudición europea de su tiempo y atrajo la atención de la clase dirigente inglesa. Jacobo II, que había recibido un ejemplar de los Principia enviado por Halley, llegó a hacer una recensión personal sobre la obra. Newton comenzó a tener una presencia destacada en la vida pública de su país, situación que se vio reforzada por el hecho de que fuese nombrado parlamentario por la Universidad de Cambridge en 1689. Su acceso a la política se había visto favorecido por las tensiones de carácter religioso acaecidas en 1687. Jacobo II, católico declarado que pretendía la vuelta al catolicismo de Inglaterra, quiso nombrar a un monje benedictino para el cargo de Master of Arts de Cambridge. La abierta oposición de Newton al nombramiento y su inusualmente encendida defensa del protestantismo le valieron el puesto de parlamentario cuando se volvió a reunir la Cámara tras la expulsión de Jacobo II y su sustitución por Guillermo de Orange. Pese a ello, Newton siguió dando muestras del carácter que le había dado fama. En el período parlamentario de 1689-1690, es decir, en el que participó, sólo una vez intervino públicamente. En mitad del silencio de un Parlamento que esperaba sus palabras con expectación se limitó a solicitar que cerrasen una ventana porque había corriente.

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