Los grandes personajes de la Historia

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25: Napoleón Bonaparte » Un corso al frente de Francia

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Un corso al frente de Francia

El país acogió la nueva situación con un suspiro de alivio. Eran muchos los problemas que se afrontaban y Napoleón parecía el hombre indicado para acometerlos sin temor y con expectativas de éxito. El nuevo hombre fuerte no decepcionó las esperanzas que en él se habían depositado, abriendo el que fue su período más brillante desde el punto de vista político y administrativo, el Consulado. Napoleón comenzó un ambicioso programa de reformas internas que comenzó por hacer una nueva Constitución (la del año VIII, que con modificaciones estaría vigente hasta su abdicación quince años más tarde) y que estaba alentado por el deseo de poner en orden un país desbaratado por años de desórdenes y guerras. Promulgó el Código Civil (todavía vigente y que fue exportado a varios países), firmó un Concordato con la Santa Sede en 1801 (por el que el catolicismo era reconocido como religión mayoritaria pero se mantenía la separación entre Iglesia y Estado), reorganizó el poder judicial, la educación (creó los liceos de educación secundaria), creó el Banco de Francia como autoridad monetaria para promover el crecimiento económico del país… Para el escritor y especialista en Historia militar Dana F. Lombardy, «esto añade una dimensión a Napoleón que le hace más importante que un general y que un conquistador. Es un hombre que comprende la faceta pacífica y civil de la vida, y que quiso moldearla de la forma que le pareció mejor».

La contrapartida a esta actividad reformadora también estaba clara. En esta nueva etapa el poder perdió representatividad y se volvió más personal. Era ejercido por un colegio de tres magistrados, llamados «cónsules» (de ahí que esta etapa de la historia de Francia reciba el nombre de Consulado), entre los que Napoleón dominaba absolutamente y tomaba todas las decisiones. Sin embargo el experimento también comenzó a dar resultados en el exterior. En 1800 desarrolló una segunda campaña en Italia; tras vencer a los austríacos firmó un acuerdo muy ventajoso, la Paz de Luneville (febrero de 1801) y el resto de miembros de la coalición vacilaron. El éxito sin precedentes llegó cuando tras largas negociaciones firmó en Amiens la paz con Gran Bretaña (marzo de 1802). Ahora parecía que por fin la situación internacional había quedado estabilizada y Napoleón podía centrarse en sus reformas.

Fueron seis años en los que demostró una capacidad de trabajo asombrosa. Era un hombre dedicado en cuerpo y alma a su labor y que imponía a sus colaboradores un ritmo en ocasiones muy difícil de seguir. Su vida pública adquirió gran notoriedad, y olvidadas ya todas las tentativas de infidelidad, marcó el ritmo de la vida parisina junto con su esposa Josefina. Sin embargo ella quiso construirle un refugio para que pudiese retirarse a descansar y planear el futuro que deseaba para Francia. Con ese objeto reformó el castillo-palacio de Malmaison. En palabras de la profesora Fitch, «Malmaison fue un proyecto muy preciado para Josefina. Lo redecoró sin escatimar gastos. Estaba dispuesta a gastar cuanto fuese necesario para reformarlo. Era una casa de campo, una finca, un lugar en el que estar y descansar, y había sido diseñado para ser exactamente eso». Todavía hoy se puede contemplar en el museo que ocupa el palacio el modo de vida de un hombre que combinaba la convicción de estar llamado a una misión grandiosa con su talento indiscutible y una energía inabarcable.

Pero estas cualidades estaban perdiendo terreno frente a la ambición. Como afirma Pickles, «Napoleón estaba conduciendo a Francia a la gloria. El problema de la gloria, y en particular de la gloria militar, es que es como cabalgar sobre un tigre, no puedes bajarte de él». Bonaparte además no parecía tener mucho interés en apearse del felino. En 1802 llevó a cabo una reforma constitucional por la que se nombró cónsul vitalicio. En marzo de 1804 Fouché presentaba ante el Senado una propuesta para nombrarle emperador, la discusión fue escasa y tras ella se proclamó un senadoconsulto por el que el gobierno de la República era confiado «al emperador Napoleón». Comenzaba el imperio. Para unos era un paso más en la construcción de una Francia nueva y poderosa, para otros (como el compositor Beethoven, que al recibir la noticia de la proclamación imperial le retiró la dedicatoria de su Tercera Sinfonía) era la traición definitiva de quien había comenzado como un defensor de la Revolución y terminaba como un tirano. Las potencias europeas recibieron el gesto como el atrevimiento de un advenedizo que pretendía equipararse con dinastías que llevaban siglos gobernando desde el trono con la bendición del clero. Nadie permaneció indiferente ante la proclamación de un nuevo imperio en Europa, y Napoleón I, emperador de los franceses, tal fue su título oficial, no les iba a dar motivos para permanecer indiferentes.

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