Los grandes personajes de la Historia

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25: Napoleón Bonaparte » El imperio: la guerra perpetua

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El imperio: la guerra perpetua

El 2 de diciembre de 1804 tuvo lugar en la catedral de Notre Dame de París la coronación imperial de Napoleón. El papa Pío VII acudió a ungir y coronar al nuevo monarca europeo a la usanza de los emperadores que desde Carlomagno habían sido coronados por los obispos de Roma. La decisión del pontífice no había sido fácil. Él mismo tenía serias dudas sobre su asistencia al evento. Los cardenales austríacos se oponían tajantemente pero los italianos le animaban alegando que, al fin y al cabo, el nuevo emperador era de origen italiano. Seguramente en su ánimo acabó pesando más el deseo de conservar las buenas relaciones con Francia, que tanto había costado enderezar desde la ruptura que siguió a la Revolución. Ante una nutrida concurrencia Napoleón llevó a cabo uno de los gestos que le consagraron para la posteridad: ante la mirada atónita de todos los presentes se coronó a sí mismo con una corona de laureles dorados y, a continuación, coronó a su mujer emperatriz. Europa quedó absolutamente enmudecida ante el gesto. A la coronación le siguió la construcción del aparato característico de las monarquías: una aristocracia imperial, una corte imperial, nuevos títulos y rangos… Al año siguiente unificó todos los territorios del centro y norte de Italia creando el Reino de Italia, que ostentaría él mismo hasta su salida del poder. En los años posteriores repartió entre los miembros de su familia coronas de reinos que había creado o de otros ya existentes, pero Italia, que tanto significaba para él, se la reservó.

Bajo esta superficie lo que se había construido era el poder sin cortapisas de un hombre. Una nueva reforma constitucional arrumbó los pocos límites que quedaban a su autoridad, que pronto tuvo que aplicar Napoleón a abordar el problema que marcaría todo su reinado: la guerra. En 1805 se formó una tercera coalición de países para hacer la guerra a Francia: Austria, Rusia, Nápoles, Suecia y el eterno enemigo, Gran Bretaña. Francia contó esta vez con algunos aliados, pequeños estados alemanes que habían caído bajo su órbita y España, que contaba con la segunda flota más poderosa después de la británica. Ese mismo año acabó con un resultado diverso. Se tuvo que despedir de cualquier proyecto marítimo ya que la escuadra combinada franco-española fue destruida en Trafalgar. Pero en tierra fue su año de gloria indiscutible, fue el año de Austerlitz. Si Waterloo fue su derrota definitiva, Austerlitz fue la cima; una de las batallas más genialmente resueltas por el estratega sin parangón que fue Bonaparte, con detalles teatrales como el que aprovechase una fuerte niebla para ocultar parte de sus tropas, que posteriormente usó como factor sorpresa, o como bombardear un lago helado que cruzaba el enemigo para que fuese engullido por las aguas gélidas. También lo fue porque supuso la victoria más contundente contra sus enemigos, que no pudieron oponer resistencia a su política continental. Extendió el territorio de Francia por Centroeuropa y el Mediterráneo y creó los reinos de Nápoles (ahora separado de Sicilia), Holanda y Westfalia, cuyas coronas dio a sus hermanos José, Luis y Jerónimo. En definitiva, Austerlitz fue el gran triunfo de Napoleón, que le llegó al año de ser coronado.

Con estas acciones Napoleón intentaba poner en marcha una unidad europea en torno a Francia, ya que en los países que iba conquistando o que quedaban bajo su influencia imponía muchas de las reformas administrativas y legales que la Revolución y él mismo habían introducido en su país de origen. Con la fuerza de las armas pretendió ir extendiendo su idea de la política y su idea de Europa, y la guerra se hizo necesaria para mantenerla a largo plazo. Como afirma el capitán Toy, «con Francia y Alemania bajo control Napoleón llevaba consigo las ideas de libertad de la Revolución francesa, pero también sus guarniciones y sus tropas. A medida que pasaban los años la situación fue cada vez más difícil de llevar. Había que pagar impuestos para el mantenimiento del ejército y el precio acabó siendo demasiado alto. Así que muchas de esas naciones estuvieron dispuestas a unirse para sacudirse el yugo francés». En su propia idea de una Europa francesa estaba el germen de su destrucción, como pudo comprobar más tarde.

Sin embargo sus victorias no lograron acallar la guerra. En 1806 fueron Prusia, Sajonia y Rusia las que entraron en conflicto con Francia y, aunque volvió a vencer en los campos de batalla, fue el año en que comenzaron una serie de errores que le llevarían al desastre. El primero de ellos fue pensar que podía doblegar a Gran Bretaña hiriéndola en uno de sus puntos fuertes, el comercio. En noviembre de 1806 promulgaba el «bloqueo continental», por el que prohibía el comercio de todo el continente con los británicos con el objeto de causar su ruina económica y desestabilizarlos socialmente. Fue un error de cálculo importante ya que inmediatamente se articularon redes de contrabando para eludir el bloqueo en toda Europa, logrando que no fuese operativo en la práctica. Además, obligó a Napoleón a emprender la conquista de Portugal, aliado secular de los británicos y que se negó a acatar el bloqueo. El proyecto inicial de manipular a los débiles Borbones españoles para lograr una rápida solución del problema portugués degeneró en la ocupación de España en 1808. Depuso a la dinastía reinante y concedió la corona a su hermano José, pero éste fue incapaz de dominar la situación y la población se rebeló de forma generalizada contra la ocupación francesa. El problema español se gangrenó debido a la puesta en práctica de una guerra de guerrillas y por las muestras de cansancio del ejército imperial a la hora de manejarse a escala continental. Ese mismo año las tropas francesas sufrían su primera derrota en campo abierto en Bailén, frente al ejército español. Gran Bretaña se aprestó a ayudar a los rebeldes españoles. El propio Napoleón llamó a la situación de guerra en la península Ibérica «la úlcera española» que le acabaría desangrando. Según Patrick L. Hatcher, profesor emérito de la Universidad de Berkeley (California), «se tambaleó y cayó presa del brote nacionalista que surgió en España y en otros países de Europa y que finalmente destruyó su imperio».

Mientras, otros problemas privados iban minando la moral del emperador. El primero de ellos fue la falta de un sucesor para asegurar el futuro de la estirpe imperial que había fundado. Estaba muy claro que Josefina no podría tener más hijos, razón por la que tomó la decisión de divorciarse de ella. En opinión del profesor Hatcher «fue una ruptura dolorosa para ambas partes, sobre todo para Josefina. Ella no deseaba el divorcio pero sabía que no podría darle la única cosa que le había pedido sinceramente, un hijo. Fue un divorcio que se vio obligada a aceptar. En el fondo él estaba cortando los lazos con su más antigua confidente». El príncipe Eugenio Beauharnais, hijo de Josefina y virrey de Napoleón en el reino de Italia, dejó anotado: «Las lágrimas del emperador en este momento bastan para la gloria de mi madre». El 16 de diciembre de 1809, Josefina se retiró de París a Malmaison. Dos meses más tarde Napoleón contrajo segundas nupcias con la archiduquesa María Luisa de Austria, hija del que había sido uno de sus enemigos tradicionales, el emperador Francisco I. Al año siguiente le dio el ansiado heredero, bautizado como Napoleón y al que concedió el título de rey de Roma. Aunque éste era un problema menos, los nubarrones que se cernían sobre el horizonte no se disiparon lo más mínimo.

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