Los grandes personajes de la Historia

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25: Napoleón Bonaparte » Deslizarse por la cuesta descendente

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Deslizarse por la cuesta descendente

En 1811 y pese a la existencia de problemas importantes como la guerra de España o la beligerancia británica, el imperio de Napoleón había llegado a su máxima extensión territorial, estaba organizado en ciento cincuenta y dos departamentos y tenía setenta millones de súbditos (de los ciento setenta y cinco millones de habitantes que tenía Europa en ese momento). Pero un movimiento inesperado en el tablero internacional inclinó un poco más la balanza a favor de las potencias contrarias a Francia. Rusia decretó a finales de 1810 la ruptura del bloqueo continental y el boicot al comercio francés. La actitud del imperio de los zares había sido hasta entonces de neutralidad o de tibia enemistad hacia el emperador de los franceses, pero la nueva situación del escenario europeo no les había reportado beneficios y por fin el zar Alejandro I se había decidido a cambiar de estrategia. Napoleón cayó en la provocación y en junio de 1812 comenzó la campaña de Rusia con objeto de doblegar al zar y obligarle a volver a la situación anterior.

Las fuerzas estaban muy igualadas —trescientos cincuenta mil efectivos franceses contra trescientos mil rusos— pero los rusos desplegaron una táctica de guerra de guerrillas y evitaron los enfrentamientos a campo abierto para alargar la situación. Era la estrategia tradicional que ya había puesto en práctica el zar Pedro I en la guerra contra Suecia un siglo antes (y que volvería a aplicar Stalin contra el Tercer Reich). Sencillamente había que esperar a que pasaran los meses, que se retirase el buen tiempo y dejar que actuasen los tres generales del ejército ruso: el frío, la distancia y el hambre. A medida que las tropas napoleónicas se adentraban en el interior de Rusia, el ejército zarista fue replegándose mientras aplicaba una política de tierra quemada: no había que dejar nada aprovechable para los franceses. Eso incluyó a la capital. Napoleón entró en Moscú el 14 de septiembre, al día siguiente comenzó el incendio de la urbe provocado por los propios rusos. Ante lo suicida de la situación, Napoleón decidió emprender la retirada en octubre. Durante la misma perdió un cuarto de millón de hombres. Suponía no sólo un fracaso de su política internacional, sino también un golpe difícilmente recuperable en las fuerzas de que disponía para mantener el orden europeo que había construido.

Era la gran oportunidad para los enemigos del emperador. Rusia, Inglaterra y Prusia se unieron para concentrar esfuerzos. En 1813 el poder francés se desbarató en Alemania y en España. Se proyectó un ataque combinado a Francia para comienzos de 1814. Los partidarios de la restauración de la dinastía borbónica comenzaron a conspirar en el interior con la ayuda del zar mientras los aliados avanzaban sobre París. La fortuna, que tan favorable había sido para Napoleón, ahora le volvía la espalda. El país estaba agotado tras el prolongado esfuerzo bélico y la perspectiva de una guerra sin fin había desmoralizado a la población. El 6 de abril de 1814, los mariscales lograban que Napoleón abdicase. A cambio se le respetaba el título de emperador, se le concedía como residencia en el exilio la isla de Elba (una pequeña isla entre Córcega e Italia) y una pensión anual de dos millones de francos pagadera por el gobierno francés. Aquel mismo día era proclamado rey Luis XVIII, hermano del decapitado Luis XVI.

Pero Napoleón permaneció sólo diez meses en Elba. El incumplimiento de las condiciones de su abdicación y los rumores de que las potencias vencedoras le querían desterrar a algún destino más lejano, le llevaron a eludir la vigilancia británica y a embarcarse hacia Francia en febrero de 1815. Estaba informado del descontento que habían producido las primeras actuaciones del nuevo rey, que había revocado todos los avances conquistados desde 1789. Cuando desembarcó en Francia el recibimiento fue apoteósico. En palabras del profesor Hatcher, «la nostalgia de los campesinos, la de los artesanos y la de la burguesía llevó a Francia a caminar de nuevo hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad». La prueba de fuego fue el encuentro entre Napoleón y las tropas enviadas para detenerle. Adelantándose a la fuerza que le acompañaba, se presentó ante los realistas y les dijo: «Si alguno de vosotros quiere matar a su emperador ahora puede hacerlo». No hubo ni un disparo, la respuesta unánime fue: «¡Viva el emperador!». El nuevo rey huyó y Napoleón entró en París sin derramar una gota de sangre; era de nuevo el gobernante del país y propuso a sus enemigos medidas para lograr la paz. Los aliados no sólo las rechazaron sino que se reorganizaron rápidamente para preparar un nuevo ejército que le derrotase definitivamente. Por su parte, Napoleón logró reunir en una Francia agotada un ejército de trescientos mil hombres, con el plan de asestar un golpe de gracia antes de que sus enemigos comenzasen el ataque.

Cuando en el mes de junio tuvo noticias de que británicos y prusianos estaban reuniendo sus tropas en Bélgica no dudó de que era el momento de presentar batalla. Su plan inicial era derrotarles por separado antes de que pudiesen reunir sus ejércitos. El 18 de junio de 1815 se desarrolló en los alrededores de la localidad de Waterloo la batalla que enfrentó a Napoleón con el duque de Wellington. Si inicialmente las cosas fueron bien para los franceses (que habían derrotado a los prusianos por separado dos días antes) el hecho de que no conociesen la posición exacta de los restos del ejército prusiano (que contra pronóstico llegó a tiempo para socorrer a Wellington), la tormenta que cayó el día anterior (que dejó en mal estado el campo de batalla perjudicando especialmente a la temida artillería francesa) y un error táctico del mariscal francés Ney (que confundió una reorganización de tropas del enemigo con una retirada general por lo que ordenó un avance de las tropas francesas que resultó letal) inclinaron la balanza a favor de los aliados. El emperador estaba definitivamente acabado.

Napoleón se retiró a Malmaison a esperar la sentencia que le dictasen sus enemigos. Allí había fallecido Josefina el 29 de mayo de 1814. A María Luisa y a su hijo no los veía desde su primera abdicación (pese a que había solicitado reiteradamente a su mujer que se reuniese con él en Elba). A esas alturas sólo conservaba muy pocos apoyos. En julio ya estaba embarcado hacia el nuevo destino que se le había señalado para el exilio, la isla de Santa Elena (un islote rocoso en medio del Atlántico sur que pertenecía a Gran Bretaña), donde llegó en el mes de octubre. Allí pasó el resto de su vida, tan sólo acompañado por un reducido número de sirvientes. Falleció el 5 de mayo de 1821. La causa oficial de la muerte fue un cáncer de estómago, aunque no se le realizó autopsia. Muy pronto se señaló la posibilidad de un posible envenenamiento con arsénico. Todavía hoy no está clara la causa de la muerte.

El hombre que había salvado la Revolución y que había transformado Europa conforme a sus proyectos mediante el uso de las armas murió aislado en un rincón del mundo. Pero su estela perduró después de su muerte. En Francia su huella fue indeleble y las reformas que aplicó fueron aprovechadas por quienes le sustituyeron. Sus enemigos admiraron su brillantez y estudiaron con aplicación sus aportaciones en los campos de la guerra y el gobierno. Su nombre resonó en Europa como el de un vendaval que cambió la faz del continente irremediablemente. Había muerto un hombre y había nacido una leyenda.

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