Los grandes personajes de la Historia

Los grandes personajes de la Historia


26: Beethoven » Un joven pianista en Viena

Página 165 de 268

Un joven pianista en Viena

En el verano de 1792, Haydn pasó por Bonn en su viaje de regreso a Viena desde Inglaterra. Con ocasión de ello, Maximiliano Francisco preparó una recepción en la que, posiblemente gracias a la intervención del conde de Waldstein, se presentó al gran músico austríaco la partitura de la Cantata. Gratamente sorprendido, Haydn afirmó que Beethoven merecía continuar estudiando y que con gusto él mismo se haría cargo de su formación si se decidía a ir a Viena. Las palabras no podían ser más ajustadas a los deseos de Beethoven ni la oportunidad más propicia, de modo que tras la marcha de Haydn, Waldstein no tuvo dificultad en convencer al príncipe para que volviese a enviar a Beethoven a Viena. Cargado con varias cartas de recomendación y con el firme propósito de hacerse un hueco entre los círculos de mecenazgo de la aristocracia vienesa, partió por segunda vez en su vida hacia la ciudad en noviembre de ese mismo año.

Beethoven ansiaba con todas sus fuerzas formar parte de la sociedad culta de Viena y sabía que para ello era necesario encontrar mecenas para su trabajo. La aristocracia de la ciudad, en sintonía con las formas ilustradas de la corte imperial, gustaba de rodearse de artistas de todas clases a los que integraban en su vida cotidiana —frecuentemente los alojaban en sus propias casas— y cuya labor financiaban. Por esa razón la competencia era enorme y, al igual que Beethoven, decenas de músicos pugnaban por lograr el favor de las familias más influyentes. En esa competición no resultaba poco importante la impresión que las formas y el aspecto de los aspirantes causaban a los posibles mecenas cuando eran presentados en sociedad, y en ese terreno Beethoven tenía poco que hacer. Su aspecto era rudo, sus modales más bien hoscos, su genio endemoniado, llevaba la melena siempre alborotada, su cara estaba picada por la viruela y ni siquiera se movía con gracia. No en vano Luigi Cherubini le describiría como «oso civilizado». Pero aunque el joven compositor parecía carecer de dotes sociales, contaba con su talento.

Al llegar a Viena, Beethoven comenzó a recibir clases de Haydn y rápidamente empezaron a surgir los primeros desencuentros con su maestro. Haydn reconocía la capacidad de Beethoven, pero no compartía las innovaciones que éste introducía en sus composiciones de modo que la relación entre ambos estaría siempre marcada por sus encontrados puntos de vista y, al tiempo, por la mutua admiración. Mientras que discutía y aprendía con Haydn, Beethoven comenzó a buscar protectores entre la aristocracia vienesa, para lo cual se prodigó como intérprete de piano en salones de sociedad y en los entonces frecuentes duelos interpretativos entre músicos. Las cartas de presentación de Waldstein harían el resto, y pronto despertó el interés de varios aristócratas que quisieron convertirse en sus protectores. Entre ellos destacarían especialmente el príncipe Karl Lichnowsky y su esposa Christiane.

Las osadas interpretaciones al piano de Beethoven sorprendieron a la sociedad vienesa por la fuerza e intensidad con que las abordaba. En palabras del violinista Philip Setzer, «desarrolló una forma de arte en la que la emoción era lo primero que impresionaba. Su intención era desconcertar al auditorio». Aclamado por los más jóvenes e incomprendido por los más conservadores, su fama creció exponencialmente de modo que a mediados de la década de los noventa era una celebridad y ofrecía recitales por toda la ciudad. El príncipe Lichnowsky y su mujer no dudaron en ofrecerle su apoyo invitándole a alojarse en su casa. Beethoven había logrado lo que con tanto afán perseguía. Su talento era reconocido y la sociedad vienesa se rendía ante él, pero al tiempo sentía que la protección que le dispensaban —y que le resultaba necesaria para subsistir— le imponía una cierta sumisión a la que no estaba dispuesto a adaptarse. Si bien era cierto que deseaba formar parte de los círculos aristocráticos y que incluso dejó que se extendiese la creencia de que su origen era noble, su forma de entender la creación artística le producía un visceral rechazo de las servidumbres asociadas al mecenazgo. Como indica el pianista y compositor Robert Greenberg, «Beethoven estaba convencido de que, como creador, por encima de él sólo estaba Dios. Un aristócrata no era más que alguien que había nacido con un título. En muchos aspectos Beethoven es el primer artista moderno, el creador-héroe, el creador endiosado, el creador que no trabaja para quien le encarga la música, sino para su propia musa». Las discusiones con sus protectores llegarían a ser muy sonadas, pero el reconocimiento general era tal que se le consentían como excentricidades de un genio con verdadero mal carácter.

Durante los primeros años pasados en Viena, Beethoven desarrolló una actividad frenética como pianista, pero también supo encontrar tiempo para la composición; así, escribió sonatas y conciertos para piano, sonatas para violín, música de cámara y sus dos primeras sinfonías. En todas ellas las innovaciones que rompían con las estructuras musicales tradicionales auguraban un nuevo tiempo en la música. En 1800 estrenó con gran éxito su Primera Sinfonía y dos años más tarde la Segunda, ambas impregnadas de un fuerte clasicismo pero en las que su concepto de orquesta engrandecida (crecida en instrumentos) ya estaba presente. Comenzaba un nuevo siglo; tras los aires revolucionarios que recorrían Europa desde 1789 se abría paso la figura heroica de Napoleón, Beethoven había triunfado como músico, pero una sombra comenzaba a ceñirse sobre él, la sordera.

Ir a la siguiente página

Report Page