Los consulados del Más Allá

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La desbandada

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La desbandada

Atemorizada la población por los tiros al aire con que las fuerzas del orden dispersaban a las manifestantes, no dio mayor importancia a unos estampidos que se dejaron oír hacia Puerta de Tierra. Los místico-estetas, reunidos en sesión permanente en torno a la baronesa de Nerak, no vacilaron en atribuir las detonaciones a la ira de don Felipe Segundo, que trataba con ellas de despertar al barón asesino de su estado cataléptico para precipitar su defunción efectiva y ajustarle las cuentas en el otro barrio. Pronto las explosiones ganaron en volumen. Cristales y cristaleras se vinieron abajo como castillos de naipes, fanales y monteras saltaron en añicos, y un resplandor amarillento hizo el día momentáneamente sobre unos barcos lívidos y unos almacenes en llamas, mientras las gentes se precipitaban a los rellanos de las escaleras o a las azoteas, según pudiera más en ellas el miedo o la curiosidad. Desde el fuerte de San Sebastián, desde la Catedral Vieja, desde el Compás de Santo Domingo, desde la Torre de Tavira se divisaba, casi flotando sobre el mar, una gigantesca corona de fuego. De una eclosión de pavesas volaban tizones y cohetes dejando largas rayas en el cielo. Ante la gesticulación de las llamas había un ir y venir de figurillas negras, y un meter y sacar de colchones, lavabos, sillas, aparadores y macetas. De pronto, las figurillas se apartaron en desbandada para hacer sitio a un carricoche tirado por tres mulas que pedía paso a campanillazo limpio. Saltaron ágilmente varios hombres; uno manejaba con destreza un largo tubo, como un domador de serpientes, mientras otro se disponía a accionar una bomba situada a popa del vehículo. Al poco tiempo se volvió el de la manga e interpeló al de la bomba; aspó éste los brazos y los demás saltaron velozmente a bordo. Deliberaron unos instantes en torno a la bomba y, volviendo a apearse, requisaron un par de cubos de los enseres de las víctimas del incendio, y formaron todos una cadena de brazos entre la playa y el coso siniestrado. Hasta la mar parecía estar en llamas. En un desconcierto general de gritos, ayes, órdenes y contraórdenes, en un estrépito de platos rotos y un entrechocar de ollas y sartenes, irrumpieron de los establos incendiados cuatro jamelgos matalones, transfigurados con crines de fuego real, y se precipitaron en las rompientes relinchando enloquecidos.

La prensa local se hizo, a la mañana siguiente, eco del siniestro, anunciando en grandes titulares:

ARDE EN POMPA LA PLAZA DE MADERA

«Anoche, a eso de las nueve, cuando las fuerzas del orden reducían los últimos brotes de un conflicto laboral, se oyeron unas horrísonas explosiones seguidas de fulgurantes llamaradas que en cosa de pocos instantes convirtieron nuestro popular coliseo en una inmensa hoguera. Acudido que hubo el servicio de bomberos, no pudo intervenir con su eficacia habitual en razón de ciertos contratiempos técnicos, desplegando empero heroicos esfuerzos en los que colaboraron las numerosas personas acogidas a las dependencias de la plaza, a quienes el siniestro dejaba sin hogar. El hallazgo entre las cenizas de un cadáver mutilado ha permitido a la policía emprender unas pesquisas que, a la hora de cerrar la edición, están a punto de llegar a feliz término. Muy lerdo ha de ser quien no vea la conexión palpable que hay entre los disturbios callejeros de ayer y el incendio de anoche, que ha dejado sin hogar a algunas familias humildes y sin pan a la casi totalidad de nuestros convecinos, pues, a la sazón, almacenaba el ruedo unas toneladas de grano recién llegado de ultramar. Por si no bastara con el cuño terrorista y revolucionario de ambos sucesos, el cadáver hallado entre los humeantes escombros echaría por tierra las dudas que aún pudieran subsistir. En efecto, los celosos representantes de la autoridad no han tardado en identificar aquellos restos mutilados como pertenecientes al conocido maleante Enrique Mayolín García, alias “El Cachirulo”, figura muy popular en los medios del hampa. Por lo visto, dicho individuo disfrutaba indebidamente de libertad, pues una mano misteriosa había satisfecho la multa impuesta por el Juzgado número tres, en virtud de sentencia recaída en la vista de un reciente juicio por estafa. Esa mano misteriosa, larga y siniestra por añadidura, puso en las del infeliz Cachirulo un maletín de hule que contenía dos bombas de relojería con las que el interfecto había de volar la plaza de toros como colofón espectacular de las agitaciones de la jornada. Pero un error de cálculo, quién sabe si intencionado, hizo estallar ambas máquinas infernales antes de tiempo, ocasionando el trágico óbito del desdichado incendiario. Si no nos fuesen sobradamente conocidos los procedimientos de cierta organización secreta, haríamos cábalas interminables en torno a esa mano misteriosa que, moviéndose en las sombras, ha urdido los criminales desafueros que ayer se abatieron sobre nuestra ciudad. Naturalmente, ésa es la mano que ayer pretendió enturbiar con aluviones políticos el cauce legal de unas reivindicaciones sociales; ésa es la mano que satisfizo multas, liberó rufianes y movilizó rameras para con todo ello desvirtuar una sosegada manifestación de cigarreras que pedían un aumento de salario, concedido por cierto dos días antes sin que ellas lo advirtieran en su atolondramiento; ésa es la mano que labora y maquina incansable y disimuladamente por subvertir la sociedad y derribar este Gobierno Provisional, cuya estabilidad nos envidian las potencias extranjeras. Como es anatómicamente lógico, esa mano corresponde a un brazo y ese brazo a un cuerpo, siempre embozado en una capa tenebrosa y sobre el que acecha un rostro siempre oculto por un antifaz sombrío. Pues bien, es tal la elocuencia de los últimos acontecimientos que esa propia mano, al mover a la vez tantos hilos criminales, ha arrancado, en su precipitación, del rostro, la máscara en que se disimulaba. ¿Hace falta decir algo que está ya en todas las mentes? ¿No delata al culpable la propia índole de los citados hechos? Digámoslo de una vez: los sucesos de ayer fueron urdidos y orquestados por esa secta de ilusos, irresponsables y malvados denominada la Místico-Estética. De buena tinta sabemos que sus miembros, so capa de sentimientos humanitarios y curiosidad científica, dan en reunirse a oscuras para celebrar misas negras —en las que, como es sabido, el altar es una mujer desnuda— y poner en práctica otras sodomías y gomorradas. Ahora, grávida la conciencia, no han vacilado en escurrir el bulto, refugiándose en los consulados de las Repúblicas americanas. ¡Noble rasgo de valentía! ¡Era más fácil enviar a la muerte a un desgraciado que responder de los propios crímenes ante la jurisdicción competente!»

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