Los consulados del Más Allá

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La poesía consular

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La poesía consular

Parapetado tras su escritorio rococó, don León Gazapo, cónsul de Costa Rica, luciendo uniforme diplomático, alborotada la melena entrecana y mordaz la dentición, calados unos medios espejuelos, escribía desaforadamente, con gran revuelo de plumas. Trabajaba don León desde hacía años en un cuaderno pautado de tapas amarillas con la tabla de multiplicar en el reverso. En sus páginas había pegado con engrudo la serie completa de retratos de los héroes de la guerra del Rosellón, reproducidos en cajetillas de fósforos, escribiendo al pie de cada efigie un soneto sincopado de comas y florido de galicismos. Pendolista de altura, enriquecía don León incesantemente su obra, reducida a los sonetos de marras, multiplicando hasta el infinito las rúbricas, penachos, filigranas y arabescos, bajo cuya fronda exuberante desaparecían literalmente las palabras como ya bajo éstas habían desaparecido las ideas. Dieron las cinco en la torre de San Agustín y don León, clavando la pluma en la dorada escribanía, ejecutó unas flexiones de muñeca y se hurgó luego en la pretina, de donde extrajo un voluminoso «Rosskopf» que puso en hora con una llavecita diminuta. Coincidiendo con la última campanada, experimentó una violenta sacudida el negrito de pantalón rayado y sombrero de paja que, con una campanilla en cada mano, tenía don León colgado tras la puerta.

—¡Adelaida! —llamó cansino don León, casi sin abrir la boca y dejando escapar la voz entre los grandes dientes—: Vaya a abrir…

Espolvoreó don León con arenilla sus escritos, y se le resbalaron los espejuelos hacia la punta de la nariz mientras a sus oídos llegaba una voz cantarina:

—¡Ya voy, señor cónsul!

Por entre las cortinas de raso verdoso, recogidas en pabellón a ambos lados de la puerta del despacho, cruzó el oscuro vestíbulo con paso resuelto y canturreando una doncella carirredonda y pechierguida. Chirriaron goznes y pestillos y volvieron a tintinear las campanillas del negrito, en confusión con las cristalinas risotadas de la sirvienta.

—Jaja jajajá… Jaja jajajá… ¡Qué cosas! ¡Qué hombre! —trinaba la fámula, al tiempo que retrocedía de espaldas, guardando las formas corteses y salvaguardando las corporales ante un orondo vientre que pujaba por franquear el umbral.

—¡Adelante, querido colega…! —exclamó don León cerrando el cuadernito y quitándose del todo los anteojos.

—Como usted mande… ¡Pero qué atrevidillo! ¡Jajajá… jajá! —coqueteaba Adelaida en retirada, manteniéndose a distancia de las manos gordezuelas y anilladas que, con ademán de bendecir, emergían a ambos lados del panzón.

—Pase, ilustre amigo…

El ilustre amigo era don Delfín Iraragorri, cónsul de Chile. Unas opulentas nubes de humo habano lo anunciaban, abocetando su silueta. Amplia la levita y holgados los perniles, avanzaba como un globo, balanceándose sobre unos botines diminutos.

—Caramba, qué doncella más apañada… —comentó con mesura canónica.

Aguardó don León a que desapareciera Adelaida, escudándose con el bastón y el sombrero de don Delfín, y explicó, bajando la voz:

—Calle usted… Pero lo mejor de todo es que es totalmente analfabeta.

—¡No me diga! —a don Delfín le tembló el bigote rubio y se le encendieron dos luces verdes entre las largas pestañas.

—Analfabeta integral… —remachó don León—. Y empeñada en que la enseñe a leer.

—¡No se le ocurra a usted!

—¡Qué esperanza!

El negrito de las campanillas interrumpió a don León y sobresaltó a don Delfín. Se llenó la tarde de campanillazos y de invitados el despacho de don León. Sonaban campanillas, llamaba don León y acudía Adelaida, que recibía a los recién llegados alternando, con irreprochable falta de lógica, miradas gachonas y dengues altaneros.

Poco a poco fue llegando lo más culto y granado del cuerpo consular acreditado en Cádiz. Don León iba acogiendo a los cónsules uno a uno con untuosa amabilidad, firme junto al pupitre, con el bicornio y el espadín bajo el brazo y el cuaderno de sonetos oprimido contra el hundido pecho.

Y mientras los ojos de don Delfín disparaban verdes bengalas sobre Adelaida, que trajinaba infatigable, disponiendo en una mesa ovalada un juego de jícaras japonesas, don León enganchaba con el brazo libre a los recién llegados, aturdidos aún por los campanillazos, y los iba atornillando a las horribles sillas doradas con flecos rojos, desinflando sus henchidos figurones con avispados alfilerazos. Conocedor don León del punto flaco de cada uno, invitaba a veces a su casa a seres que sabía o creía inferiores para divertirse zahiriéndoles mientras hacía como que los elogiaba. Y como a veces eran sus dardos tan sutiles o tan paquidérmicas sus víctimas, había don León de tener a mano una persona inteligente a quien nada se le fuera por alto y que supiera apreciar debidamente su ingenio de mala pata. El circunspecto don Delfín hacía las veces de testigo y espectador, interponiendo incluso su obesa humanidad entre los cándidos visitantes y la aristada y angulosa ferocidad de don León. Pero no eran los visitantes cándidos en su totalidad; el que más y el que menos se sometía con mansedumbre a las burlas semanales del anfitrión, acechando la oportunidad de echar una ojeada al cuadernito amarillo para tener una base desde donde montar el contraataque. El cauto y sinuoso don León cuidaba mucho de no ponerse en evidencia literaria.

—Muy bonitos… esos versitos… Finos, ¿eh?… Hábiles…, ligeros… Es notable, notable, ¿eh?… —comenzaba Gazapo; cuando el vate elogiado se iba hinchando de satisfacción, el insuflador concluía…—: es notable su parentesco con las fábulas de Iriarte.

Otras veces la referencia era a un poeta menor escandinavo o turco, rigurosamente desconocido, con lo que al tiempo que bajaba los humos al literato de turno, hacía él alarde de rara erudición.

Don Felipe Segundo, cónsul del Uruguay, enlutado y taciturno, tenía aire de paraguas viejo y cohete quemado, y el comodoro Aftalión, cónsul de Colombia, desencajaba los ojos glaucos y la boca sin labios mientras se atacaba en un narigal un cuarterón de picadura; sobre la frente rugosa le caía un mechón blanquísimo.

—Trae usted cara, querido don Felipe, de haberle dado a la gloria un pellizquito en el traspontín… —exclamó don León, iniciando las hostilidades.

No dijo nada el señor Segundo; en cambio, el comodoro no pudo contenerse y escandió, abriendo la boca de oreja a oreja:

—Yo estoy que exulto, don León querido.

—Son las legítimas satisfacciones de la paternidad —intervino don Expedito Guanyabéns, corresponsal de El Comercio de Lima, adelantando un perfil de dromedario.

Doña Almita Malibrán, consulesa de Guatemala, entornó los lindos ojos negros, unió las manos regordetas y coreó con voz de contralto:

—¡Admirable! ¡Admirable!

Don León no tuvo más remedio que decir algo:

—Ya sé, ya sé… Gocé las primicias y comparto su euforia.

—¿Se trata acaso de Cascabeles de plata? —inquirió cortés don Delfín—. Por fin se ha decidido a publicarlo.

—Vaya, hombre… La impetuosa juventud nos avasalla con suspiros de monja —don Expedito hizo gorgotear una buchada de café en la bolsita de pellejo que le colgaba bajo la barbilla.

Llevaba años el comodoro hablando de su librito, dando lecturas privadas, localizando plagiarios e imitadores y haciendo citas sin que vinieran a cuento.

—¿Lo leyó ya? —le preguntó a don León con voz trémula.

Las campanillas del negrito libraron esta vez a Gazapo de dar respuesta inmediata.

—Ustedes perdonen… ¡Esta Adelaida!

Otra oleada de visitantes desembocaba en el despacho; eran gentes jóvenes, entre las que destacaba una frágil asiática de ojos como lancetas y dientes de queso viejo; la escoltaban los oficiales de Artillería Rodrigáñez y Cirujeda; cubría la retaguardia el cónsul de México, don Pomponio Morales. Don León se precipitó a su encuentro, barriendo el suelo con el bicornio:

—¡Oh, Egeria inefable, Casandra infalible…! Venid que os presente a este Parnaso.

El Parnaso en pleno inició una maniobra envolvente, que se vino a estrellar contra ambos artilleros.

—Li Suzuki, médium y pitonisa —declamó Gazapo—. Auténtica depositaria del Anillo del Destino. En el hombro derecho tiene la marca del Dragón Anaranjado.

El teniente Rodrigáñez, bisoñé de pico sobre la calva prematura, macilento y achulanganado, cerró el paso al alucinado don Felipe, y el teniente Cirujeda, de mirada esquiva y sonrisita siniestra, se puso a morderse las uñas clavando el codo en la panza de don Delfín.

El rufianesco don Expedito cayó como un rayo sobre la retaguardia, y agarrando a Pomponio por las solapas empezó a sobárselas con zafiedad de mercader:

—Viste usted bien por esto, ¿eh? Eso sí que es calidad… ¿Sabadell o Tarrasa?

El comodoro Aftalión se atusó el mechón cano y movió la nuez, haciendo bailar la chalina:

—¡Es Erato en persona!

—¡Es la propia Afrodita! —corrigió voluptuoso don Delfín, rascándose el esternón.

—¡Es Persefona! —sentenció don Felipe Segundo.

—¡Un alma gemela! —gritó doña Almita, adoptando posturas de canéfora.

—¡Lástima que no esté don Fernando entre nosotros! —deploró Gazapo, que había procurado por todos los medios que su reunión coincidiera con un desplazamiento del Maestro, ante quien no se atrevía a lucir su mal ángel.

Nadie pareció hacerle mucho caso, pues con la llegada de la oriental, la chispa de don León sufría un eclipse notorio.

Todos se volvían hacia Oriente, ante la desesperación de don León, que esta vez había errado en sus suposiciones. En vano se estrujaba el cerebro; en vano infundía a la librea diplomática ínfulas académicas. Don León Gazapo, que siempre calibraba minuciosamente la personalidad de sus invitados, se daba a todos los diablos por no haber contado con la huéspeda. El detalle ornamental se le tornaba clave de bóveda. Pese al estrecho acoso a que la sometían Rodrigáñez y Cirujeda, la asiática, con su alzacuello de capellán castrense y su túnica abierta hasta la rodilla, exacerbaba la hipocondría de don Felipe, hacía destilar libido en baba a don Delfín y al comodoro olvidarse de sus sonados «Cascabeles». Todos sucumbían a su fascinación. Rodeábanla todos, seducidos por su piel cenicienta, embriagados por un perfume sacrílego, pues sus narices sólo lo habían aspirado antes en funciones de iglesia, y le disparaban tímidos requiebros que venían a desgarrarse en la alambrada de groserías en que ambos artilleros la amparaban. Rodrigáñez y Cirujeda extendían sus zonas de influencia por el escurridizo cuerpo de Li Suzuki, atenazándola al alimón, sin que ella se inmutara en absoluto, sin que se entorpecieran sus sinuosos movimientos.

Sin soltar las solapas del mejicano, se plantó don Expedito ante la dama:

—¿Qué le parece cómo se viste nuestro charro? Astracán legítimo… Toque, toque, señorita.

Pomponio, molesto por servir de pantalla a aquel viejo baboso, forzó una risotada inquieta, y doña Almita, en éxtasis puro, alzó otra vez el gallo:

—¡Qué sensibilidad exquisita!

Creyó don León que le daban pie y se apresuró a puntualizar:

—Bueno… Astracán… Yo más bien diría…

—¡Usted no dice nada! —atajó don Expedito preludiando un gargajo.

Preguntó el miope comodoro encarándose con las duras facciones de Rodrigáñez:

—¿Cultiva usted, señorita, por acaso, la poesía?

Li Suzuki, por toda respuesta, tocó a Pomponio en un brazo, susurrándole:

—Usted debe de ser un excelente bailarín.

A Pomponio se le cayeron lacias las encaracoladas guías del bigote y se le ahogó en la garganta un quiquiriquí de entusiasmo, pues al contacto de aquella mano violácea sintió en torno al brazo una succión viscosa, por la que su sangre lo abandonaba para dar vida y color a aquella carne cérea, a aquella piel húmeda que, amortajada en seda negra, olía aún a sándalo de féretro.

Con muchísima oportunidad intervino don Felipe Segundo:

—¿Propende usted, señorita, al amor o a la muerte?

Cirujeda y Rodrigáñez procuraban congraciarse con la oriental ridiculizando por lo bajo a los cónsules, pero ella, sin hacerles caso y desoyendo los floridos párrafos que iniciaba don Delfín, insistió, dirigiéndose al joven Morales:

—Viste usted con mucho gusto.

Gazapo se engalló, creyéndose aludido, pavoneándose en la chupa de hojas de roble y requiriendo el puño de espadín, mientras Rodrigáñez engarfiaba sus cinco dedos en la mano de Suzuki, amoratándosela, y Cirujeda desplegaba a sus frágiles espaldas un ala de cernícalo, volviendo la cara y torciendo la boca para decirle a don Felipe Segundo entre uñas y dientes:

—Está listo el Rodrigáñez si se cree que me la va a pisar. A esta tía me la tengo yo bien metida en el zurrón.

Don Felipe se encogió de hombros, sin entender demasiado, y la asiática volvió a la carga:

—Tiene usted unos ojos muy interesantes.

Para alivio de Pomponio, esta vez fue don Delfín quien se dio por aludido, pues entornó las pestañas con modestia y orgullo, y afectó una sonrisa disimulada, diciendo muy fino:

—Todos los presentes esperamos mucho de su concurso, señorita.

—No sé qué coño va a esperar usted —intervino, soez, don Expedito.

—La resurrección de la carne —apostilló don Felipe Segundo, llevándose el índice a la nariz.

El comodoro Aftalión se revolvió, reprochándole indignado:

—Para usted todo es escatología.

Don Felipe miró al techo, lúgubre y digno. Rodrigáñez pidió un beso a Suzuki y Cirujeda no quiso ser menos. Los besó como quien se sacude un par de moscas, dirigiéndose a continuación al mejicano:

—Quiero escribir una poesía para usted.

El comodoro cogió al vuelo la palabra poesía y se lanzó a preguntar:

—¿Conoce usted mi poesía, señorita?

Al mágico conjuro de la poesía bajó del techo don Felipe Segundo:

—La poesía es el fulgor de un astro extinto, la mirada de unos ojos difuntos.

Doña Almita trinó con abatimiento:

—Bien lo dijo Platón: la filosofía es una preparación para la muerte.

—O un aprendizaje de la vida, según Spinoza —corrigió el pulido don Delfín.

A don León no se le ocurría nada, así que ordenó a Adelaida que sirviera los licores. Apareció ésta con su bandeja de copas y botellas, escanciando muy remilgada y sirviendo muy sonriente, y Cirujeda y Rodrigáñez cambiaron una mirada que indujo al comodoro a preguntarles que si conocían su poesía. Suspiró galante don Delfín al recibir su copa, y Rodrigáñez, sin hacer caso al comodoro, que aguardaba respuesta con la boca abierta, enronqueció la voz comentando sin recato con Cirujeda:

—Qué bárbara la marmota… Está de buten.

—Bah… —replicó el otro, metiéndose la cabeza bajo el sobaco—. Tiene cara de calienta ollas.

En vista de que no le hacían caso, el comodoro optó por preguntarle a Adelaida:

—¿Conoce usted mi poesía, señorita?

Quedó ella muy atenta y seria, con la cabeza ladeada y el oído puesto, y una vez pareció haber entendido la pregunta, replicó desencajando los ojos y sonriendo de oreja a oreja:

—Sí… ¡Claro…! ¡De referencias!

Indiferente entre sus dos caballeros, mientras uno se comía las uñas y otro, veguero en ristre, la envolvía en nubes de humo, dijo a Pomponio, Li Suzuki, con su sonrisa escalofriante:

—Su mirada tiene gran poder hipnótico. Hemos de trabajar juntos alguna vez.

Pomponio replicó con una sonrisa forzada, mientras don Felipe se retiraba entre suspiros, don Delfín se subía hasta el esternón la pretina de los calzones y el miope comodoro desplegaba ante sus ojos la página de El mercantil gaditano, donde venía la recensión de su libro.

El periódico abierto dio una idea a Gazapo para intentar un golpe de mano desesperado y reinstalarse en el eje de la reunión.

—¡Decía usted hace unos instantes, querido don Hugo Artajerjes…! —exclamó con un vozarrón tal que todos quedaron suspensos y silenciosos. El más suspenso era el propio comodoro, que no recordaba haber dicho nada en el último cuarto de hora. Pero no tardó en pasar del suspenso a la satisfacción.

—Me preguntaba usted por la obra de sus desvelos —prosiguió Gazapo—. En efecto, he recibido su hermoso libro Cascabeles de plata, y no lo he leído… ¡Lo he sacudido!

Dicho y hecho. En correspondencia a estas palabras sonaron con violencia tremebunda las campanillas del negrito, y antes de que don León y sus invitados se hubieran repuesto, irrumpió en el saloncito un figurón todo faldones y aspavientos, dotado de voz estentórea y forrado de colores gayos.

A juzgar por la cara que puso don León, era esta visita la última que hubiera deseado en este mundo; sintió que las piernas le flaqueaban bajo la inminencia de la catástrofe, pero rehaciéndose avanzó con los brazos abiertos hacia el expansivo recién llegado, exclamando con voz trémula y pectoral:

—¡Cuán grata sorpresa, mi querido Beati! ¡Usted tan oportuno como siempre! ¡Permita que le dé un abrazo!

Beati era un italiano gesticulante y explosivo que se hacía pasar por agente garibaldino y tenía fama de desencadenar tormentas a voluntad. Alto y enjuto, nariz ganchuda y puntirroja, dentadura y melena en abanico, ojirris chispeantes y chapetonas las mejillas, se precipitaba sobre los desconocidos moliéndolos a abrazos y diciéndoles que cuánto se alegraba de volverlos a ver. Traía un paraguas azul y llevaba puesto algo rojo y algo a cuadros blancos y negros, pero era imposible determinar a qué prenda correspondía cada color, dada la rapidez con que lo agitaba todo.

Aprovechando la confusión, se escabulló don Felipe Segundo, tras indicar a doña Almita, a media voz, que había de tomar el ómnibus para Algeciras, y dejando a don Expedito enzarzado en apasionada discusión filológica con don Hugo Artajerjes, el comodoro, sobre si la despedida había sido a la francesa o a la inglesa.

Fue Beati saludando extremosamente a todos los presentes, sin que le afectara en absoluto la variable acogida de que eran objeto sus efusiones y, al llegar el turno a don Delfín, éste se adelantó, rozagante y cachazudo:

—Creí que no se acordaría de mí.

—¡Claro! ¡Cómo no! Mi buen amigo don… —de pronto Beati se cortó, entornando los párpados, como buscando con el rabillo del ojo una sílaba salvadora en el aire, mientras desplegaba en abanico cuatro incisivos como cuatro naipes. Como don Delfín no se decidía por ninguno de los cuatro, optó Beati por cerrarlos de golpe y, recogiendo velas, se pasó una manaza por el entrecejo y despeñó la voz por una larga escala descendente, matizándola sucesivamente de archisapiencia, suficiencia persuasoria y apremio desesperado—: ¡Naturalmente! Su nombre es… Eso… No me lo diga… Su nombre… En fin… ¡Recuérdeme su nombre, por favor!

—Delfín Iraragorri —silabeó el interesado.

Beati volvió instantáneamente por sus fueros:

—¡Eso! ¡Don Delfín Iraragorri! ¡Qué ocurrencia! ¡Cómo no me iba a acordar! ¡No me diga! Estuvimos juntos el 43 en Alcalá de Guadaira… ¡La Capua de Van Halen!

—Bueno, en realidad… —puntualizó pacífico don Delfín— donde nos vimos fue en la diligencia de Milán a Verona el día que Garibaldi desembarcaba en Marsala.

—¡Naturalmente! ¡Si me parece enteramente que le estoy viendo! ¡Me perdonará por no haberle revelado entonces la delicada misión que llevaba entre manos! Iba yo, ¿se acuerda?, disfrazado de prelado doméstico de Su Santidad, pero el ribete rojo del alzacuello no era otra cosa que la tirilla de mi camisa garibaldina.

Mientras Beati vociferaba y describía molinetes se fue cerrando la tarde hasta desencadenarse una tormenta de mil demonios. En los cristales de la ventana se estrellaban goterones como puños y de vez en cuando refulgía en ellos un relámpago seguido de un trueno arrastrado. Caía una lluvia ensordecedora sobre monteras de vidrio y tejavanas de uralita.

—No me diga usted tonterías, mi aguerrido comodoro —carraspeaba don Expedito imprimiendo un temblor de superioridad a su buche de pelícano—. ¡Buen poeta San Juan de la Cruz! ¡Pobre infeliz! ¡Qué se va a esperar de un señor que escribe tres veces la palabra que en la misma frase!

—¡Qué velada inolvidable! —se apasionaba doña Almita, recogiéndose las holgadas mangas—. ¡La Naturaleza ha querido ponerle digno colofón!

Entre las verdes miradas del amartelado don Delfín y los dilatados narigales del sibarita Beati se deslizaba Li Suzuki mientras Rodrigáñez mordisqueaba otro habano y Cirujeda las propias uñas. Gazapo intentó una vez más dirigir el debate:

—Hermosa ocasión para que aquí Beati nos explique de qué artes se vale para provocar tan atroces tempestades.

No perdió tiempo don Expedito en abrir un segundo frente:

—No hay que exigir tanto. Yo me contentaría con que el amigo Beati pusiera fin instantáneamente a la presente. Para el que desencadena los elementos, juego de niños ha de ser volverlos a encadenar.

Se veía el pobre Beati cogido entre dos fuegos por los viejos cucos, cuando su gran amiga la Naturaleza lo sacó del apuro con un trueno espantoso. Fosforescieron los ojos de don Delfín y se irritó el papillo de don Expedito, y las narices del comodoro se dispararon como una escopeta de dos caños, incrustando en el lomo a doña Almita una perdigonada de rapé. Entre los dedos de Pomponio y las afiladísimas uñas de Li Suzuki empezaron a saltar chispas eléctricas, y don León, resuelto a alzarse con lo sublime del momento, levantó un dedo ahuecando la voz y la joroba:

—O vieux Momotombo, colosse chauve et nu!

Como una aparición, sin que Adelaida, ocupada en encender mariposas por todos los rincones, lo anunciara siquiera, irrumpió en la estancia don Felipe Segundo, caladito hasta los huesos y demacrado como nunca; parecía el alma en pena de un ahogado.

—¡Y yo, que le hacía camino de Gibraltar! —chilló exaltada doña Almita.

—¿No era el viaje cuestión de vida o muerte? —inquirió desconcertado el comodoro.

Segundo no les hizo caso; extraviados los ojos, un yo-yo la nuez, señalando al temporal preguntó trémulo de admiración al taumatúrgico Beati:

—¿Ha sido usté?

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