Los consulados del Más Allá

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Una excursión accidentada

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Una excursión accidentada

«Puerto Real es la playa donde la Marina desguaza sus almirantazgos», sentenciaba Gómez del Valle desde la cumbre de sus siete décadas, mientras entre las grandes orejas de cobre las pupilas de gato le bailaban como dos brújulas y en la garganta se le hacían tres nudos marineros.

Puerto Real se abría como el casco viejo de un navío, y de las desquijaradas escotillas, de los desorbitados escobenes, de las troneras reventadas salían achacosas reliquias de almirantes que habían ido dejando pedazos de sus cuerpos en las páginas más desdichadas de la historia colonial. Los miembros que habían podido conservar en las batallas se les iban desgajando poco a poco, enajenándoseles según empeñaban espadines y catalejos, fajines de seda y esterillas de bambú, acordeones y pianos de media cola; se los iban dejando, inútiles, por las esquinas, con su ornamentación de gestos de mando; los iban perdiendo como la memoria ahora, como el honor entonces, con la cobardía del alto jefe que se despoja de sus distintivos y condecoraciones cuando ve que está a punto de caer en manos del enemigo. Puerto Real contemplaba a los gloriosos marinos en su retiro mientras el tiempo los iba degradando implacablemente, quitándoles hoy una coca, mañana un entorchado, pasado una charretera, desarbolándolos hoy, desartillándolos mañana, aflojándoles pasado los últimos tornillos de la cordura.

Don Fernando y los suyos circulaban entre piezas de museo, seguidos a cierta distancia por el sabueso de costumbre. Se habían desplazado a Puerto Real aquella tarde porque, según indicaciones de los Hermanos del Espacio, al cambiar la luna aquella playa reuniría condiciones más favorables, no sólo para la emisión, sino también para la recepción de mensajes. Por fin el Océano respondía; por fin los atlantes o sus espíritus iban a dar señales de vida.

En realidad, era don Delfín quien los había puesto sobre la pista. Hombre poco dado al ejercicio, sus baños consistían en prolongadas estancias en el agua, donde, dada su obesidad, flotaba vertical como una boya. Hallábase días antes don Delfín en su elemento, con el agua al abdomen y leyendo plácidamente El Motín, cuando oyó unos silbidos y maullidos seguidos de unas palabras que no logró entender, pronunciadas con voz cavernosa. Quedó suspenso don Delfín, pues no se divisaba gato, ave marina, pavo real o ser humano en varias leguas a la redonda, pero súbitamente emergió del agua una enorme frente blanca provista de dos ojos saltones y oblicuos, y don Delfín, con el ánimo en los talones, se hizo con el periódico un quite afarolado y tomó el olivo nadando como una foca. Apenas estuvo en seco, no perdió un solo minuto en ir a dar parte a don Fernando Gómez del Valle.

Llegados al balneario, se puso don Fernando en situación frente a las aguas, mientras los discípulos se mantenían a respetuosa distancia y cubría la retaguardia el vicecónsul argentino, don Rufino Tartaruga.

Ya levantaba don Fernando su diestra mosaica, como para lanzar una piedra o un conjuro, cuando hirió sus oídos una voz atiplada que caía de lo alto. Quedó suspenso don Fernando, volvieron los discípulos la cabeza; suspendido entre el malecón y la playa, columpiándose en una cadena a cuatro varas del suelo les hacía señas con la mano el bizarro capitán de corbeta Pirulo Ristori, que vestía traje de baño azul con grecas blancas en las mangas y los perniles.

—¡Don Fernando! ¡Don Fernando! —trinaba el corbeta sujetándose con una mano y agitando la otra. Tenía hechuras de barrilete: los escurridos hombros se le hundían en el vientre amplio.

Volvióse don Fernando con evidente fastidio, mientras los discípulos respondían al cordial saludo del marino, y, apenas había esbozado una sonrisa de circunstancias, cuando la cadena se partió en dos y Pirulo dio con sus mantecas en la arena.

Acudieron todos al caído, que no daba señales de levantarse, y vieron que no había perdido la vida, pero sí el conocimiento.

Todos los ojos interrogaban a don Fernando, y éste exclamó resuelto:

—No es cosa de dejarlo aquí.

—¿No sería cosa de no tocar nada hasta que se persone el juzgado…? Digo yo… —apuntó el vate Gómez Verdejo, oficioso y ordenancista.

—¿Y el policía? —indagó el farmacéutico don José Dorante.

—Se mandó cambiar, para quitarse del bochinche —explicó Tartaruga.

—Vamos, caballeros —ordenó Gómez del Valle.

En la venta de «El Pálido», protegido del sol por un cañizo y del viento por unas adelfas entretejidas, hacía displicente sus libaciones el popular rapsoda Manolo Carrillo. Frente a él, derribado cuan gordo era sobre la mesilla de tijera, el bachiller Falele Acquaviva trataba de convencerlo para que se echase una partida de ajedrez. Transportaban al corbeta los gemelos Miramón, y el farmacéutico Dorante le pasaba, por hacer algo, un pañuelo mojado por las sienes.

—¡Pudiéramos estar todavía esperándoos! —reprochó a los sedentes el vate Gómez Verdejo.

—¡La tartana! —jadeó autoritario don Fernando.

Un soldado de Infantería de Marina montaba guardia a la puerta del Hospital de San Carlos; por las galerías encristaladas, entre las magnolias y los palmitos, trajinaban monjas blancas de paso resuelto; siete convalecientes rapados al cero, sentados en un banco de azulejos, se levantaban respetuosos cada vez que pasaba una gorra con más palmas de oro de la cuenta; pared por medio, esperaba a los hospitalizados de alta graduación el Panteón de Marinos Ilustres. Olía a esparto y a éter, a cuartel y a barbería. Por las anchas escaleras bajaba el médico de guardia, don Samuel Clamores, llevando al hombro un cajón de huesos de persona. Lánguido y cetrino, un amago de barriguilla interrumpía su general delgadez, y el rizado cabello, el negrísimo bigotillo y el blanco guardapolvo le daban un aire de esquilador de borricos disfrazado de peluquero de señoras. Corrió el grupo a su encuentro: don Fernando, con sus andares de funámbulo; don Rufino, con las piernas en equis, el trasero en pompa y el sombrero ladeado; Acquaviva, con las cuatro extremidades colgándole, fláccidas, del anchísimo torso; Dorante, limpiándose los lentes, y Gómez Verdejo, estirando el pescuezo y dando carrerillas. En medio de todos ellos, los gemelos Miramón, muy circunspectos, traían al inanimado corbeta, y el popular rapsoda Manolo Carrillo cerraba la marcha mordisqueando un mondadientes.

Depuso don Samuel el cajón y, aproximándose a las parihuelas, exhortó al corbeta:

—Ea, Pirulo… Abre ya los ojos.

Pirulo no daba señales de vida, y don Samuel, más taumaturgo que terapeuta, insistió:

—Venga, hombre… No te hagas el dormido… Bueno está de tomarnos el pelo… Levántate.

Como Pirulo no respondía, don Samuel resolvió pasar de las buenas palabras a los malos tratos de obra, arreando al desfallecido nauta varios mojicones en el impasible y rasurado pestorejo.

—Que no ha sido nada, ¿eh? Que en peores te has visto, después de todo… Abre los ojos y verás que estás completo… —trataba don Samuel de infundir en el corbeta la confianza que él iba perdiendo.

Todos aguantaban el resuello. Con dedos nerviosos desabrochó don Samuel a Pirulo la blusa del bañador, auscultándole atropelladamente.

Rompió el silencio Castor Miramón, preguntando muy redicho:

—¿No se le habrá roto la columna vertebral?

—Si acaso una costilla… —minimizó la cosa Manolo Carrillo.

—Bueno, bueno… Lo hospitalizaremos por lo pronto… —echó a andar don Samuel, seguido de toda la comitiva, mientras Acquaviva le tiraba de la manga a Gómez Verdejo pidiéndole en voz baja que se echara una partida de ajedrez.

En la sala número 5 tronaba el coronel médico, don Juan Nepomuceno Eguía, al comprobar en el curso de su visita diaria que tres o cuatro marineros habían hecho caso omiso de sus prescripciones. El atroz vozarrón sacudía las cristaleras y dispersaba tocas monjiles como pajaritas de papel, mientras el mayor sanitario, don Lucas Haba, gordo como un picador, la gorra sobre la ceja, un brazo en el cuadril y otro en el espaldar de una cama, aguardaba socarrón y marchoso a que pasara la tormenta.

Por fin agotó el coronel su torrente de improperios a tercero y entró en la fase de los reproches a sí mismo; ya parecía que se iba y el veterano suboficial dejó el estribo con un doble gesto de ironía a espaldas del jefe y de autoridad ante la faz de sus subordinados. Ya estaba don Juan cerca de la puerta y sus últimas interjecciones se mezclaban a las primeras risas contenidas de la sala, cuando volviéndose de improviso rugió:

—¡Atención!

Todos los pacientes se incorporaron a una.

—¡Delante de las camas…! ¡A formar!

Todos obedecieron, y tronó don Juan Nepomuceno dirigiéndose a don Lucas y a los enfermeros:

—¡Pasen a formación!

Perplejos y contrariados pasaron los enfermeros y don Lucas a la cabeza de la formación.

—¡Alineación izquierda! ¡Ar! ¡Fiir… mes! ¡Derecha…! ¡Ar! ¡De frente paso ligero…! ¡Ar!

Y toda la columna en camisón, precedida del mayor con su barriga, y de los enfermeros con sus jeringas y tabletas, seguida de las monjas con sus tazones y sus orinales, salió trotando escaleras abajo, mientras don Juan Nepomuceno escandía el «¡Un, dos! ¡Un, dos!» con ceño airado de general de ópera.

En el rellano chocaron civiles y militares, y el corbeta Ristori, cayéndose de las parihuelas, recobró por fin el conocimiento con gran alborozo de los circunstantes.

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