Los consulados del Más Allá

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Las cuitas de un patricio

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Las cuitas de un patricio

Como es fácil de comprender, no era el marqués de Casa-Dónovan la persona más indicada para clausurar los lupanares. Naturalmente, la disposición hubiera emanado del Gobierno Civil, pero nadie ignoraba en la ciudad que el señor gobernador sólo lo era de nombre y que quien en realidad llevaba los negocios públicos era el excelentísimo señor don Patricio María de Soto y Dónovan, marqués de Casa-Dónovan y conde consorte de Zahara de los Atunes.

Alcalde, presidente de la Diputación o gobernador civil a todos los efectos bajo las dictaduras conservadoras, pasaba al segundo plano con las dictaduras liberales, sin que la destitución del cargo entrañara cese en funciones, pues su experiencia como administrador, su sagacidad como político, su golpe de vista como hombre de negocios, sus relaciones como prócer y su control de consejos de administración como principal accionista lo hacían imprescindible aunque fuera entre bambalinas. Llegado el tiempo de las elecciones, hacía con las urnas verdaderos juegos malabares y, dotado de gran don de gentes, sabía dar a tiempo una palmadita en las espaldas, soltar un taco campechano, organizar una corrida de toros o un reparto de comida a los pobres, ganándose sin esfuerzo el favor popular. Casó joven con la hija única del conde de Zahara de los Atunes, quien sólo se la cedió una vez hubo Patricio encubierto su pasado de crápula bajo el digno manto de una orden militar, cruzándose de calatravo. Siete años le duró la mujer, que pasó a mejor vida dejándole una hembra y un varón, cuya educación y crianza encomendó respectivamente a las Madres Irlandesas de Castilleja de la Cuesta y a los Hermanos Marianistas de Jerez de la Frontera. A los cincuenta años estuvieron a punto de mandarlo al otro barrio unas calenturas malignas y, considerándose ya sin remedio, desahuciado por la ciencia, cedió in extremis a la insistente presión eclesiástica, contrayendo matrimonio in articulo mortis con la cocinera.

Quiso su mala suerte que la muerte lo perdonara a última hora y se vio el pobre condenado a cargar para el resto de su vida con una costilla impresentable, faena que jamás perdonó a la Santa Madre Iglesia.

Fornido y colorado, verdes los ojos y blancas las patillas, rubias en tiempos, salía evidentemente a la rama irlandesa, que era la materna, y tenía, incluso con su traje corto de pana, más aire de country squire o de gentleman farmer que de campero jerezano. De dos generaciones databa el marquesado y de tres la llegada a la región, con una mano detrás y otra delante, del fundador de la dinastía que, como el vino de sus bodegas, fue ganando grados y blasones de añada en añada. No era de extrañar que el actual marqués no tuviera el menor deseo de ir a Irlanda a localizar antepasados y familiares entre los que el apellido Dónovan, tan raro y distinguido en Andalucía, aún conservaría sin duda su prístina vulgaridad. Acaso para desorientar respecto a la ascendencia anglosajona, lo mandó el abuelo, el primer marqués, a Oxford, y los tres años que pasó en Balliol College le confirieron una legitimidad insular más ilustre que la derivada de los tres siglos que sus oscuros antepasados habrían debido de pasar aliviando caminantes en las encrucijadas de la verde Erín.

Naturalmente, se picaba de que en su casa no hubiera nada que no viniera de Londres, destacando en esa virtud de la aristocracia jerezana de provocar la envidia de la burguesía y la admiración de la canalla con un derroche de importaciones británicas. Recibía con frecuencia huéspedes ingleses —relaciones comerciales o antiguos condiscípulos— a los que se complacía en mostrar la britanización de su casa, halagándoles el orgullo insular al alabarles, como si además de ingleses fueran ellos los fabricantes de todo, la calidad de un paño de Manchester, el temple de unos cuchillos de Sheffield, la precisión de un reloj de Winchester, el empaque de un sofá Regencia, la ligereza de una «victoria» o un «milord» o bien, en atención a la Commonwealth, el aroma de un té cingalés o de un vino chipriota, de un ron de Jamaica o de un tabaco de Gibraltar, al tiempo que denostaba las pobres imitaciones de la incipiente industria española con que habían de contentarse los quiero-y-no-puedo. Volvían los visitantes altamente satisfechos de haber sido agasajados en país tan mísero y primitivo por un verdadero gentleman, cuya delicadeza llegaba al extremo de poner exclusivamente en inglés los letreros que a la entrada de sus fincas avisaban la presencia de perros mordedores.

Desde la cumbre de su fortuna familiar contemplaba el desolado marqués las flacas perspectivas de su descendencia, pues la hija, concluidos los estudios de inglés y cultura general, había optado por entrar en religión, y con el hijo no había modo de hacer carrera. Profundamente religiosos ambos, habían tomado horror a aquel padre tan impío: el niño, como se ha visto, por su cuenta; la niña, a insinuaciones de las madres, quienes, al conservarla entre ellas a precio de oro, seguían teniendo acceso a la caritativa bolsa del impío marqués. De esta manera tenía Casa-Dónovan por lo menos asegurados los rezos por su salvación, pero además de esta vela a Dios que tenía encendida en el convento de Castilleja, una vela al diablo ardía por él en la casa de trato de doña Ana la Meona.

Resuelto a hacer algo por su vástago y convencido de la eficacia de ciertos remedios expeditivos, concertó con doña Ana el apostamiento a la altura de la Venta de Vargas de dos números fuertes, Martirito Fuentes y La Camillera, hembras de choque capaces de hacer reaccionar una estatua yacente pero que, como se ha visto, fracasaron en el empeño.

No acababa el marqués de Casa-Dónovan de explicarse que pudieran presentársele contratiempos precisamente a él, que raras veces dejaba algún cabo suelto en manos del destino. Todo tenía remedio, desde luego, pero por lo pronto el idiota de Choncho seguía en su cuarto tiritando como un azogado entre monjas y médicos, tan indigno como inconsciente del compromiso en que por su culpa se había puesto el autor de sus días. Después de todo la cosa no tendría mayor importancia de no ser por el pelmazo de Tartaruga; no quedaba otra alternativa que cerrar los burdeles, pues de lo contrario le constaba que el grano de don Rufino acabaría en manos de otros especuladores y entonces sí que no habría manera de mantener los precios. ¿Pero cómo cerrarle la casa a doña Ana, a quien tan obligado estaba? Porque doña Ana era de armas tomar y capaz de tirar de la manta. Había que idear una estratagema, provocando un pretexto, dejar intervenir a la fuerza pública y, mientras se esclarecía el asunto, incomunicar a las sospechosas y precintar puertas y ventanas. Una vez firmado el contrato con don Rufino, haría ostensiblemente como que tomaba cartas en el asunto, sacaría a doña Ana del chiquero y la repondría con todos los honores, echando la culpa de todo a sus enemigos políticos…, que eran muchos y muy taimados, como bien le constaba a doña Ana.

Absorto en estas maquinaciones, pidió el marqués la capa y se encaminó al Círculo Agropecuario. En el patio cubierto, moruno de arcos y alicatados, entre los que se ennegrecía algún cuadro de género o alguno, más antiguo, de asunto religioso, mozos de media blanca y peluquín entraban o salían con un tablero de ajedrez, unas revistas atrasadas, un café de maquinilla o un sacacorchos desenvainado. Agotado entre toses de fumador el tema taurino, tocaban los contertulios el sugestivo punto de los placeres prohibidos. Bajo un trofeo, sugestivo también, de caza mayor y en torno a un brasero de cobre con tapadera de latón en forma de as de copas, el erudito, el almirante, el bodeguero, el magistrado de la Audiencia, el ganadero de reses bravas y algunos hijos de familia escuchaban entre carcajadas al marquesito de Puerto Escondido hacer una relación de las hazañas sexuales perpetradas por ilustres desconocidos en los camarotes de la Meona.

Entre otras costumbres extravagantes tenía Paco Puerto Escondido la de convidar una vez por mes a todas las niñas de doña Ana a tomar vino de Chiclana y pescado frito en una taberna de la plaza de los Descalzos llamada «La Perla Jerezana». Tras los verdes cristales del reservado el marquesito, educado también a la inglesa, agasajaba a aquellas mozas del partido con modales de caballero andante. Para aquella ocasión se reservaba los ademanes corteses, la conversación comedida, las muestras de respeto que jamás observaba cuando estaba entre sus iguales, y así transformaba por completo el mísero reservado en comedor de gran hotel, donde los viejos carteles de toros cobraban calidades de tabla flamenca y colgaban como arañas de cristal los tirabuzones matamoscas. Estaban rigurosamente prohibidas las palabras malsonantes y las salidas de tono y las hembras de placer referían los lances escabrosos que habían presenciado o protagonizado durante el mes con el léxico remilgado de una dama de alto copete que describiera un veraneo en Biarritz o un baile en las Tullerías. De esta forma estaba el marquesito de Puerto Escondido al corriente de las flaquezas eróticas de toda la ciudad, lo cual ponía a su disposición un envidiable caudal de chismes con los que hacía las delicias de los socios del Real Círculo Agropecuario. Pese a callar Puerto Escondido la identidad de los protagonistas de sus decamerones, de vez en cuando había un oyente que se sumaba de mala gana al coro de las carcajadas para excusarse al poco rato y largarse con pretendido disimulo. No había juego que más divirtiera al marquesito. Atento a la reacción de sus interlocutores, tomaba nota del que más se riera para pasar a referir un lance en el que éste hubiera estado envuelto. Con el simple truco de callar nombres y fuentes de información, mortificaba a sus oyentes afectando divertirlos. Además, nadie iba a ponerse en evidencia dándose públicamente por aludido y, por otra parte, cabía siempre la posibilidad, tan estudiada por los etnólogos, de las situaciones comunes, debidas, bien a imitación, bien a convergencia. Ingenuos había, pues, que, para salir de dudas, pedían en privado a Paco Puerto Escondido pelos y señales, tratando de encubrir con una curiosidad morbosa por la deshonra ajena sus hondas preocupaciones por la deshonra propia, pero Puerto Escondido confesaba que nada sabía y que nada diría aunque algo supiera, porque era un caballero.

Al ver entrar a Casa-Dónovan moderó el juego Puerto Escondido, callándose prudentemente la anécdota que estaba a punto de referir, pues no era don Patricio María de los que aguantan o disimulan. Desvióse la conversación por otros derroteros y el marqués de Casa-Dónovan, llamando aparte a Cirujeda y Rodrigáñez, los hizo entrar en un reservado que olía a amoníaco y a alhucema.

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