Los consulados del Más Allá
El empleo del tiempo y el sentido de la libertad
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El empleo del tiempo y el sentido de la libertad
Paseando la vista por las cuatro paredes de su estudio, repletas de libros, Falele Acquaviva llegaba a unas desoladas conclusiones sobre la elasticidad de los días terrestres. Calculaba que, leyendo a razón de ocho horas diarias, tardaría lo menos cien años en ventilarse todos los volúmenes de su biblioteca. En el alto reloj de péndulo daban las once y media de la mañana. Falele se quitó los gruesos quevedos con gesto de sonarse los mocos y se restregó los soñolientos ojos perdidos en una formidable espesura de cejas y pestañas. A través de la persiana verde se abrió paso un rayo de sol, duro como un escoplo, que levantó una vía láctea de serrín y vino a estrellarse contra los lomos gemelos de Los protocolos de los sabios de Sión y Las mónitas secretas de la Compañía de Jesús; otro rayo se rompió sobre un El Escorial englobado en vidrio, provocando una nevada de ácido bórico, y un tercero iluminó un bote de píldoras vacío donde oraba en prisión una mantis religiosa.
Falele se rascó el cogote y se atacó el cordón con borlas del quimono. Ceño fruncido, mandíbula avanzada, cejas hirsutas, patillas de chuleta prolongadas en sendos tufos corniformes a ambos lados de la calva socrática, tórax enorme y piernas escuálidas, era un luchador de judo en reposo o un bonzo aprestándose a la oración de la mañana. De una cajita de cerillas extrajo una mosca que echó a la voracidad de la mantis y, abriendo el balcón, pasó revista a una colección de cajas de zapatos en las que innumerables gusanitos pastaban hojas de morera. Bostezó y se notó mal sabor de boca; en los anchos pómulos y en la frente abombada habían dejado su pátina grasienta los entresudores de la duermevela. Se acercó con grandes precauciones al piano, pulsando dos teclas con la mano izquierda y agarrando un lápiz con la derecha, para sentarse a continuación tras una mesa llena de papeles donde se abismó en la solución de un logogrifo. No tardó en sobresaltarle una voz chillona:
—¡Señorito… que venga usté a tomarse el café!
Falele se levantó, tomó de un estante un tratado de ajedrez y, con moruno arrastre de babuchas, abandonó el estudio y se dirigió al comedor. Del otro lado de la mesa, atiborrada de frutas, pasteles, panecillos, cafeteras y tazones le llegaba la cotidiana andanada de reprimendas conyugales a las que él apenas si oponía una blanda petición de tregua. Los vehementes reproches de Angélica, sus exhortaciones, arengas, súplicas, invocaciones orientadas en el sentido de la actividad le envolvían la cabeza en un bordoneo de abejas laboriosas. Falele se ahogaba bajo el peso de sus obligaciones incumplidas, que al parecer eran tantas y, en fiera disputa con una escuadrilla de moscas, apoyó el libro abierto en un tarro de mermelada y se fue engullendo distraídamente las uvas de un frutero. Distraídamente también echó cuatro cucharadas soperas de azúcar en un tazón de chocolate espeso y, finiquitadas las uvas, abrió un bollito de Viena, untándole medio tarro de miel al tiempo que daba cuenta de un par de tocinos de cielo. Más que por hambre o por gula, comía Falele por dilatar el comienzo de su jornada laboral. Comía por lo mismo que otros duermen, con la desesperada esperanza de encontrarse el problema resuelto o la decisión adoptada al levantarse de la cama o de la mesa. La cuestión era tardar en terminar y para ello menudeaba los bocados y se demoraba en las masticaciones.
Entre las numerosas preocupaciones que atormentaban a Falele Acquaviva destacaban el empleo del tiempo y el sentido de la libertad. Obsesionado por aprender y crear, se pasaba el día confeccionándose planes de lectura y horarios de trabajo. Apenas concluía de desayunarse, se ponía seriamente a la tarea en la que solía pasarse las horas muertas sin darse cuenta. En días de mayor inconstancia se levantaba a los diez minutos para extasiarse en la contemplación de los gusanos de seda, cuya suerte envidiaba, pues sólo con echarse a dormir despertaban en forma de alma, o bien aplicaba su talento a la resolución de charadas y jeroglíficos, experimentando un gozo pueril en superar dificultades de poca monta.
—¿Ha leído usted Madame Bovary? —le preguntó don Fernando un día que lo vio derrochar energías de matemático en resolver una fuga de letras.
—La última moda de París, ¿no? —replicó Falele con cierta xenofobia—. Somos muy viejos para que los franceses nos vengan con novelerías.
—En ella describe Flaubert un personaje al que le pasa lo que a usted… —continuó don Fernando sin hacerle caso—, sino que a aquél le daba por la física recreativa.
—Ya quisiera yo ver a ese Monsieur Flaubert resolviendo una charada de éstas —concluyó Falele, algo de morros.
Como era músico, se consideraba filósofo, pero entre estas menudencias y la confección de planes de estudio se le iban los días sin que su jornada de trabajo ante el piano, el libro, el papel pautado o el papel de barba rebasara los treinta minutos y sin que acometiera en serio la elaboración de su obra: una recopilación en catorce volúmenes de todo el saber del hombre, de la que hasta la fecha sólo había redactado el índice.
Echaba Falele de menos los años pasados en el internado de Jerez, donde no tenía más que ajustarse al horario fijado por la superioridad. Descargada la conciencia, feliz e irresponsable, cumplía un reglamento, acataba unas órdenes y en suma estaba exento de tener que tomar iniciativas. A estas luces fue configurándose en su mente la idea de la libertad, como sinónimo de la obediencia. Creía, pues, Falele, que el hombre sólo es feliz cuando su destino viene determinado por un superior jerárquico. Los «índices de libros prohibidos», por consiguiente, aliviaban no poco su conciencia del peso de los libros no leídos y sus opiniones políticas eran las de aquellos periódicos cuyos editoriales no lo obligaban a pensar por cuenta propia. No le cabía la menor duda de que los librepensadores eran esclavos de su propia libertad de pensamiento y no le cabía en la cabeza que hubiera rebeldes contra un orden que todo lo daba resuelto. Añoraba Falele la perdida vida del colegio y suspiraba por la inalcanzable del cuartel, pues era militarista como todo el que no hace el servicio —se había librado por miope— y un redoble de tambor despertaba en su ser arrebatos heroicos y la pasión de la obediencia. Anteponía en todo caso al presente un pasado histórico irrepetible y, vedada para él la carrera de las armas, trataba de satisfacer a través de la mística su desordenado apetito de sumisión. Buscaba a Dios porque en Él veía una jerarquía inapelable, un poder absoluto que por medio de la revelación —si un día él llegaba a merecerla— le daría órdenes concretas y tomaría todas sus decisiones. Con bastante buen sentido, encauzaba Falele su enorme sensualidad por el camino del éxtasis religioso, que en su caso habría inevitablemente de cruzar el desfiladero de Himeneo. Era feliz Falele a las órdenes de una esposa tozuda y autoritaria, de la que cada día estaba más enamorado, pues recibir órdenes significaba para él lo que recibir palizas significa para ciertos técnicos del erotismo. Desgraciadamente, la autoridad de Angélica no rebasaba el ámbito de lo material; así que entraba en las zonas del espíritu, sus órdenes oportunísimas y sus lúcidas decisiones se transformaban en sugerencias arbitrarias y en consejos disparatados y Falele, que no pedía estímulos, sino decretos, temblaba ante aquel suplemento de conciencia que Angélica añadía a la balanza de sus indecisiones.
Opinaba que el niño debe vivir a toque de campana y el adulto a toque de corneta; en su caso, el timbre de voz de Angélica suplía con creces ambos instrumentos.
No perdonaba a Lutero su versión de la Biblia, a Rousseau el Contrato Social, a los ingleses el desastre de Trafalgar ni a los elementos el de la Invencible.
Desconfiaba de los masones y confiaba en los jesuitas, pues veneraba en ellos las cualidades con las que él hubiera querido perfeccionar su fe: el carácter y el espíritu de empresa. Admiraba Falele a la Compañía por tener todo lo que le faltaba a él, por saber adaptarse al siglo y sacar todo el partido posible de sus adelantos. Veía Falele cómo los ignacianos, sin hacer concesiones en punto de dogma, asimilaban a su estructura orgánica el principio spenceriano de la supervivencia de los más aptos y cómo participaban en la lucha por la vida con las armas del materialismo capitalista, pues en sus facultades para seglares no se estudiaba literatura, historia, filosofía o medicina, sino leyes, ingeniería, economía y dirección de empresas. De esta manera se capacitaba a los vástagos de las familias ilustres para aplicar las altas finanzas y la alta política ad majorem Dei gloriam.
Frecuentaba, pues, Falele la Residencia de los Jesuitas y siempre volvía haciéndose lenguas de los suaves modales del padre Rector, que aparecía en la oscura saleta —presidida por un Corazón de Jesús de escayola policromada bajo dosel neogótico— con una mano en el pecho, en señal de unción, autoridad y modestia, seguramente para que nadie le viera el corazón, que también él, por privilegio especialísimo, debería de tener al descubierto, en llamas y coronado de espinas. Saludaba con hipos y bisbiseos de penitente en ayunas y daba a besar la otra mano, para luego tomar asiento en una de las sillas enfundadas de altísimo respaldo y negarse a probar el pedrojiménez, alegando tácitamente voto personal de continencia, con lo que los padres jóvenes, amigos de Falele, que se hablaban de usted con visible esfuerzo, se veían obligados a no tocar nada, habiendo Falele de abstenerse a su vez de picar en los apetitosos tacos de jamón y en las suculentas rodajas de lomo en caña que parecían tener por finalidad exclusiva la de hacer luchar a los presentes contra la tentación de la gula. Pero el Rector insistía, humano, comprensivo para con las debilidades de la carne:
—Tome usted…, no tenga apuro… No tiene usted por qué privarse.
Y Falele, con más apuros aún después de aquellas melifluas palabras, probaba un sorbito de aquel vino pastoso y tomaba con la punta de los dedos una rodajita de lomo de las que bordeaban la bandeja de plata, dejando al descubierto las iniciales enlazadas y la corona ducal de alguna alma dadivosa.
—Ánimo… Todo esto es para su regalo… —insistía el Rector con voz desmayada, y entonces era cuando Falele desistía definitivamente y se aguantaba las ganas, inferiores en todo caso, a la vergüenza de exhibir su voracidad aislada ante la abstinencia contemplativa de sus anfitriones.
—Hoy no me ha abierto el hermano portero… —rompía por fin a hablar Falele.
—¡El pobre…! —comentaba el Rector con voz inalterable—. Hace ocho días que subió al Cielo… San Pedro necesitaba un ayudante y hemos tenido que cedérselo… No habría podido encontrar otro más bondadoso y humilde… Sabe usted, Falele…, sin que se sepa por qué, la celda se le llenaba de pájaros y en cuanto que sentía aproximarse a alguien batía palmas para ahuyentarlos…
—¡Cosas de santo! —caía Falele en el garlito.
Callaba el Rector, reservón, y desviaba los ojos tras el reflejo que siempre titilaba en sus lentes, al tiempo que daba a entender no estar al corriente de las vidas y milagros de sus subordinados, tal era la autonomía de que éstos gozaban. Tiraba la conversación por otros derroteros, señalados sutilmente por el Rector y seguidos con entusiasmo por los jóvenes, y por fin iban a tratar de las aportaciones de la Compañía a la historia de la literatura.
—… Tenemos hasta autores de novelas —dijo triunfal el padre Carrillo.
—Ah, sí… Creo que hay un padre de Jerez que ha escrito alguna novela… —bisbiseaba el Rector fingiendo hacer memoria.
—El padre Coloma —se apresuraba a puntualizar el padre Semprún.
—Vaya…, qué sorpresa —la voz opaca del Rector no traslucía sorpresa alguna—, ¡quién nos iba a decir que el padre Coloma se nos metería a novelista!
—Pues ya tiene aquí Falele a su amigo el padre Paneque —exclamó el padre Modesto, otro de los jóvenes.
—Tengo entendido que está entre nosotros —hipó el padre Rector.
—Ayer tarde llegó —precisó el padre Ibarruri.
—Dicen que viene del Extremo Oriente, ¿no? —esta vez la voz rectoral sonaba a bostezo disimulado.
La ociosa aclaración corrió a cargo del propio Falele:
—De Manila, padre.
—Vaya, de tan lejos… —volvía el Rector a fingir reposada sorpresa y pasaba a evocar con su voz monocorde, con su hipo sostenido, sus años, lejanos ya, entre tagalos y bisayas, que de un estado de salvajismo total habían pasado, gracias a la Compañía, a un estado de total mansedumbre. La promiscuidad y la superstición habían dado paso al amor de la familia y al temor de Dios; de huraños se habían vuelto sociables y ya no hacían ascos a trabajar y vivir en colectividad; abolida la anárquica explotación del hombre por el hombre, todos rivalizaban en ordenar sus esfuerzos al bien común; emancipados de la férula arbitraria de encomenderos y caciques, cumplían alegremente los cometidos que les encomendaba la comunidad, y al dar de mano se reunían en la plaza del poblado a estudiar la doctrina y hacer oración, y los domingos a cantar y bailar aires populares que no se conocían en tiempos del feudalismo pagano, acompañándose con unos instrumentos vernáculos y ataviados de unas indumentarias tradicionales que tampoco existían antes de las benditas reducciones.
—¡Hay que ver lo mal que lo pasan los pobres salvajes! —reflexionaba Falele—. Yo, por eso, siempre doy para las misiones.
De pronto el Rector se interrumpía, se llevaba la mano al fajín y echaba una mirada de través al reloj de pesas, con lo que los otros padres se ponían inmediatamente de pie. Absorto Falele en las reflexiones que le provocaba la sorda cantilena del jesuita, sumido en la tarea de recogerse y edificarse, no se daba cuenta de que todos se habían levantado, y al volver en sí y verse rodeado de altas sotanas negras, se levantaba a su vez, apresurada y torpemente, derribando la botella recién desflorada y deshaciéndose en excusas, mientras el padre Rector entornaba los gruesos párpados tras el reflejo de los anteojos, esbozaba una sonrisa indulgente e inquietante, tendía una mano que Falele besaba con un amago de genuflexión y se esfumaba —la diestra augusta sobre el pecho— como una aparición de hielo y cera. Con su salida se sentían todos liberados de una opresión helada, de una vigilancia fúnebre; volvían a funcionar las glándulas salivales y los padres jóvenes sacaban a Falele al jardín, hablándole entusiasmados de música y poesía. Tardaba Falele en reponerse y desintoxicarse, pues salía edificado como nunca, como nunca resuelto a abrazar la carrera de santo; la aparición del Rector era para él un tratamiento de choque que le exacerbaba la pasión de la obediencia; en la persona del jesuita comprobaba Falele la vigencia de la fórmula ignaciana perinde ac cadaver, pues aquel aire escalofriante de ánima del Purgatorio era por fuerza el resultado ineludible de una larga práctica de obedecer como un muerto.
Pero el jardín pertenecía al mundo de los vivos, y al cabo de un rato iba notando Falele cómo se le esponjaba el corazón, metido en un puño durante toda la visita. Insensiblemente, los alegres y puros jesuitas jóvenes disipaban las beatíficas dobleces del superior jerárquico. Aprovechaban la presencia de un seglar para manifestarse tal como eran verdaderamente. Tuteaban a Falele y era como si a través de él se tutearan entre sí, cosa que tenían prohibida, y a través de él cambiaban opiniones que les estaba vedado cambiar directamente. Falele les permitía reivindicar por unos instantes la juventud que perdían día a día y, gracias a él, con el pretexto oficial de no dar a alguien de fuera una impresión de sectarismo, se aflojaban gustosamente el corselete de la disciplina y se ponían la ropilla de manga ancha que habían tenido que colgar al entrar en religión. Todo les interesaba, a todo estaban atentos y a través de Falele discutían incluso apasionadamente de todo lo divino y lo humano. Estaban todos en esa edad en que el hombre enriquece el credo que abraza. Eran lúcidos y generosos en su vocación y veían en la Compañía un poderoso instrumento para lograr la salvación del hombre, la realización de su personalidad, su desenajenamiento y, como aún se hallaban en la fase formativa, anteponían el humanismo al determinismo, la libertad humana a la necesidad histórica. A pesar de todo, no podía evitar Falele conducirse con cierto embarazo, con cierto recelo sumiso de creyente temeroso ante un misterio superior y, como si por el hecho de llevar sotana no pertenecieran a este mundo, como si su llaneza fuese artificial y quebradiza, como si a la menor imprudencia fuesen a convertirse en ángeles exterminadores, reaccionaba él con un tacto lamentable y obsequioso de persona mayor que ve un perrito andar en dos patas o ríe las gracias de un retrasado mental.
Y es que, en el fondo, intuía Falele que aquella alegría juvenil tenía los días contados; que dentro de unos años el padre Carrillo, el padre Semprún, el padre Modesto, el padre Ibarruri, tras conferenciar con un banquero, con una marquesa, con un gobernador, aparecerían a su vez en los recibidores de las residencias, avanzado ya el proceso de descomposición cadavérica, con sus manos de muerto y sus ojos esquivos tras los lentes bifocales, susurrando Tengo entendido…, Creo que…, Dicen…, ¡Quién lo diría…!, al referirse a cosas que conocerían con todo detalle, o bien, por seguir fieles a su juventud, por no renegar del amor a la justicia y a la humanidad que los había hecho entrar en la Compañía, por insistir en aplicar la misma regla moral a los fines y a los medios, se verían deportados a Colombia o a Panamá, para que el trópico los desbravara.
Al pie de la Montaña Rusa de los internos, entre las afiladas araucarias y los rosales salvajes, aguardaba a Falele el padre Paneque anotando un libro de Lyell. El padre Paneque, joven valor de la Compañía, había pasado tres años en Benarés estudiando las religiones orientales. Falele había mantenido con él una asidua correspondencia, con intenso intercambio de subproductos, pues mientras Falele aventuraba en sus epístolas disparatados sistemas filosóficos, el jesuita le transcribía horrorosas composiciones musicales. A Falele sólo le interesaba el filósofo que había en su corresponsal, en tanto que a éste sólo le interesaba el músico que había en Falele, con lo que ambos relegaban en sus cartas a un segundo plano aquello en que eran más competentes. Los diálogos epistolares entre ambos jóvenes constituían, pues, un desatinado concierto para violín de Ingres y flauta borriquera.
Se volvían a ver al cabo de tres años; el padre Paneque, de ascendencia indostánica, decía tener acceso a los misterios del espiritualismo hindú, y Falele llegaba a él con una larga lista de preguntas que, de responderlas del interrogado, resolverían todos los enigmas que la humanidad tiene pendientes. En los años pasados en el Extremo Oriente, el padre Paneque había contraído una misteriosa enfermedad por la que hubo de interrumpir sus estudios y volver a Europa a reponerse. Un ultravirus extraño había demacrado sus facciones aguileñas, marcándole unas hondas líneas a lo largo de las mejillas y poniendo en sus ojos negros y profundos un fulgor de iluminado. El cuerpo delgado y musculoso se le encorvaba ligeramente y del alzacuello le salían dos enérgicos tendones entre los que la nuez subía y bajaba incesantemente. Se movía con cierto trabajo y se sentaba con bastantes precauciones, y su sonrisa, que en otro tiempo le desnudaba el alma, era ahora antifaz de su pensamiento. Algo extraño notaba Falele en su viejo amigo, algo extraño y nuevo, un aura impenetrable parecida a la que rodeaba al padre Rector, pero recóndita y ardiente mientras que en el otro era distante y helada, y que, a juicio de Falele, no podía ser otra cosa que la emanación de la santidad.
Un grave pecado pesaba sobre la conciencia de Falele Acquaviva, un pecado que no era el de la carne, cuyo remordimiento se aliviaba leyendo el Antiguo Testamento, sino un pecado de duda y desconfianza. En vista de que el Espíritu Santo no le aclaraba si debía o no romper su pacto de sociedad con el marqués de Casa-Dónovan, compromiso legado por su difunto padrino al nombrarlo heredero universal, optó por recurrir a los servicios de una pitonisa del callejón de Soto, llamada doña Tránsito Pulido. Tampoco doña Tránsito le aclaró si debía reivindicar toda la fábrica de conservas o renunciar a su parte en beneficio de Casa-Dónovan. En las consultas celebradas, doña Tránsito se iba por los cerros de Úbeda, pero Falele interpretaba visionariamente aquellas incoherencias y, aun en pleno trance, corría sin vacilar al bufete de don Prudencio Perdiguero a encomendarle la presentación de la demanda de liquidación de la sociedad. Ya habrá ocasión de referirse a las consecuencias de tal decisión; baste saber por ahora que Falele tomó gusto a las consultas espiritistas, interesándose cada vez más por la comunicación con Ultratumba, hasta lograr que sus amigos de siempre, el doctor Clamores y el futuro marqués de Puerto Escondido, lo pusieran en contacto con el grupo de los místico-estetas.