Los consulados del Más Allá

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Los estragos de la ciencia

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Los estragos de la ciencia

Don Bonifacio Clamores Ruiz, doctor en Medicina y Cirugía, había desempeñado durante cuarenta años el cargo de médico titular de Paterna de Ribera, pueblo de dos mil almas, dedicadas todas ellas a la industria del contrabando. En pueblos como Paterna, bajo las denominaciones de «dolor», «aire», «miserere», «tabardillo», «garrotillo», «cuartanas», incidían dolencias que se llevaban a la gente para el otro barrio «porque estaba de Dios que así fuera», y la fe que, para combatirlas, se ponía en los cocimientos de hierbas contrastaba con la desconfianza que inspiraban los productos farmacéuticos. De aquí que los servicios del médico fueran requeridos como los del cura, in extremis, cuando ya bien poco quedaba que hacer tanto por el cuerpo como por el alma.

Para Samuelito Clamores, la vida de su progenitor había sido un rosario de humillaciones profesionales y sociales. Por un lado, la clase alta le abría sus alcobas, pero le cerraba sus salones, y por otro, el pueblo bajo oponía a sus remedios los de la naturaleza y quemaba sus recetas ante el altar de santa Rita. Entre el desprecio de la aristocracia y la desconfianza del populacho, don Bonifacio Clamores se veía reducido a no recetar más que tisanas y leche de burra.

A pesar de todo, no escaseaba el trabajo, pues la fórmula curativa popular de «dejar a la naturaleza» no era muy eficaz en los casos, frecuentes en un pueblo de contrabandistas, de heridos por arma de fuego o arma blanca. Tuvo, pues, el doctor Clamores ocasión abundante de practicar la cirugía y, de tanto ver ligar arterias y ajustar huesos, el vástago fue tomando tal afición a la anatomía que no tuvo que dudar mucho a la hora de escoger carrera. Por otra parte, en los últimos años del bachillerato había el muchacho trabado conocimiento con el primogénito del marqués de Puerto Escondido, joven semieducado a la inglesa y suscriptor de Modern Spiritualism, que fue poniéndolo al corriente del caso de las hermanas Fox, de los experimentos de Crookes y de las hipótesis de la Blavatsky. El resto lo hizo una charla pronunciada por don Fernando Gómez en la «Cervecería Inglesa», donde también solía reunirse la tertulia. Vale la pena tratar de reproducir aquella charla, no sólo por su importancia decisiva en la vocación del joven Clamores, sino como exponente de la dialéctica del maestro. En el curso de la disertación fue el interés del oyente Clamores desplazándose sucesivamente de la anatomía a la antropología y de la antropología a la antroposofía.

—La historia de nuestro siglo es la historia de la lucha entre los hombres de ideas y los hombres de principios, entre las ideas nuevas y los principios heredados. Uno de estos principios es el de la hidrofobia. Antes de la Reconquista había en Sevilla concretamente numerosos baños públicos que las hordas cristianas se apresuraron a demoler, pues, dado el carácter religioso de las abluciones islámicas, toda piscina o alberca era reputada altar de infidelidad. Así fue arraigándose en el vulgo el convencimiento de que la limpieza del alma era inversamente proporcional a la del cuerpo y, para colmo de todo, la Reina Católica fio la toma de Granada a la suciedad de su camisa. Tuvo la reina la intuición genial de recurrir al arbitrio de la promesa para convertir en virtud castrense un defecto cívico, pues nunca se sabe en el español dónde acaba el estoicismo y dónde empieza la indolencia. De aquí que el médico rural de nuestros días haya de librar la batalla de la higiene contra una horda hidrófoba puesta en pie de guerra bajo el ilustre pendón de una camisa sudada. Tampoco hay que olvidar que el estudioso de la medicina había visto vedado el acceso a todo método curativo que se saliera de lo tradicional por una pía ley del timorato Felipe III; que había visto cerradas sus escuelas y facultades —semilleros de materialistas, herejes, constitucionales y revolucionarios— por un decreto del deseado Fernando VII, por lo que, apenas la ley Moyano le abrió hace unos años las puertas de los centros de enseñanza, se precipitó por ellas en busca de lo más moderno y novedoso que a la sazón eran las obras, viejas ya de un siglo —España se encuentra a cien años luz de toda novedad sea cual sea—, de Mesmer y de Swedenborg. ¡Y henos de lleno en la era del positivismo! Darwin da la vuelta al mundo a bordo del Beagle y en la Salpêtrière cultiva Charcot sus casos de gran histeria. El positivismo se infiltra en todas las ciencias, se erige en religión, la experiencia desplaza a la lógica, la ecuación al silogismo, se jubila a Aristóteles, con todos los honores y no hay, verbigracia, joven médico que no sienta la llamada imperiosa de la biología, la antropología y la psiquiatría. Surgen polémicas fecundas. Para Charcot, la gran histeria se debe a representaciones e ideas fijas, mientras que en Nancy, por el contrario, Blenheim, su mortal enemigo, se esfuerza en demostrar que los síntomas histéricos son casi siempre producto de sugestión, puro artificio. Día llegará —lo señala el dedo inexorable de la historia— en que la histeria sea curada mediante interrogatorios minuciosos, mediante interpretaciones de sueños, mediante choques anímicos violentos que liberen la vivencia reprimida en el inconsciente, reconstruyendo la psicogénesis de la enfermedad. Ya hoy curamos los síntomas histéricos mediante sugestión hipnótica, con lo que el concepto mesmeriano del magnetismo animal se introduce en la terapéutica. Naturalmente, hay quien discute el acierto de Charcot en identificar histeria e hipnosis, y el de Mesmer en creer que esta última obedece a una «fuerza psíquica» localizada en ciertos individuos, pero lo que nadie discute es que la aportación de ambos al estudio de las neurosis consiste en buscarles una etiología psíquica, mientras que la doctrina tradicional, ya desde Galeno, Hipócrates, Avicena, les atribuía una motivación fisiológica. Los experimentos de sugestión y contrasugestión de Charcot con las pobres reclusas de la Salpêtrière dotan a la escuela de París de una espectacularidad de que carece la de Nancy y, por la vía de lo espectacular y misterioso, insinúan la presencia en la psicoterapia de un elemento mágico. La magia es a la ciencia lo que a la religión el milagro. Además, sabios como Faraday y Crookes han añadido al platillo mágico de la balanza todo el peso de su autoridad científica. Ambos han demostrado con creces su competencia en materia de ocultismo; recientes están las fotografías que el segundo ha hecho, como sabio, de los montes de la luna, como mago, del ectoplasma de Katie King. Pues bien, Faraday había hablado de un cuarto estado de la materia, superior al gaseoso, en el cual ésta llegaría a una «unidad absoluta» y en el que se denominaría «materia radiante», y el genial descubridor del Talio ha logrado demostrar empíricamente la existencia del estado entrevisto por Faraday, reduciendo la materia a su «unidad absoluta», cuyo efecto, una formidable liberación de energía —la desintegración del átomo— no es otra cosa que la «fuerza psíquica» que Mesmer recogiera de los faquires indios. Los fanáticos del positivismo andan por ahí diciendo que, pioneros geniales tanto Crookes, como Mesmer y Charcot, cometió sin embargo cada uno un pequeño error, error que precisamente reivindica la Místico-estética como base y método de todo conocimiento, porque donde algunos asnos ultrapositivistas ponen la palabra «error», nosotros leemos «magia». De este modo, y en el seno de nuestra escuela, utilizando la magia como vía de conocimiento y la consulta a los espíritus para esclarecer enigmas científicos, busca la Atlántida el arqueólogo, el eslabón perdido el antropólogo, la faz de Dios el místico.

Así habló el maestro. Esta exhortación bastó para lanzar a Samuel Clamores a la búsqueda del eslabón perdido, en el curso de la cual hubo de encontrar a Falele Acquaviva, en quien el marquesito de Puerto Escondido decía haber descubierto unas excepcionales aptitudes mediúmnicas. Sospechaban el médico y el marquesito que Falele Acquaviva debía de estar emparentado con el hombre de Krao, sospecha que se avivó en uno de los paseos místico-estéticos en que lo vieron salir del agua con un lenguado en los dientes y el rostro manchado de sangre de pez y lodo de los abismos. Con la pretensión de que el mismo Falele confirmara esa sospecha, lo sometían por turno a experimentos hipnóticos. Falele se prestaba de buen grado a tales experimentos, pues gracias a ellos esperaba, como se ha dicho, agenciarse una Revelación para su uso particular.

Poco era lo que ambos aprendices de brujo lograban averiguar a través de Falele, pues éste no se prestaba de muy buena gana a invocar paganos como los atlantes y los tartesios. Su subconsciente ofrecía cierta resistencia siempre que un santo no estuviera de por medio. Lo que Clamores y Puerto Escondido sacaron en claro fue que la asistencia a semejantes tenidas iba poco a poco revistiendo en Falele caracteres obsesivos. Era raro el viaje de Falele a la ciudad en que no recalaba en la rebotica de Dorante o en la saleta de la Meona, según el cuerpo ese día se le venciera del lado del espíritu o del de la carne. Apenas salía de uno u otro sitio cuando, abrumado por los remordimientos, volaba a un confesionario, ante el que invariablemente alegaba, para justificarse, que frecuentaba ambos sitios con el solo fin de traer al buen camino a las ovejas descarriadas que en ellos pacían.

La llegada del padre Paneque alivió no poco sus cargos de conciencia, pues en él halló un colaborador para la tarea de aplicar al conocimiento de Dios su desmedida afición por las ciencias ocultas. El padre Paneque, que de la India traía ni más ni menos que ciertas prácticas de faquir y una confianza ilimitada en su «fuerza psíquica», no perdió tiempo en tomar por su cuenta a Falele, realizando con él toda suerte de experimentos de sugestión hipnótica, con óptimos resultados, dada la predisposición histérica del sujeto, hombre de voluntad débil y sensualidad exaltada. Armado de una varita de bambú con los siete nudos reglamentarios, iba el padre Paneque provocando en Falele un caso de gran histeria mientras creía hacer luz en la noche oscura de su alma.

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