Los consulados del Más Allá

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El signo del escribano

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El signo del escribano

Más que arrepentido estaba ya Falele Acquaviva del paso que le había inducido a dar doña Tránsito, la vidente. El pleito contra Casa-Dónovan lo traía sin sueño. Poco a poco se daba cuenta de que aquella empresa no era la de David contra Goliath, sino la de don Quijote contra los molinos. Se había lanzado Falele a la aventura con la gallardía de la juventud, resuelto a infligir ante los tribunales al marqués de Casa-Dónovan una derrota resonante, acabar con su leyenda de chulo de provincia, vengar a sus víctimas innumerables y ponerlo en evidencia como lo que era: un caballero de mohatra bajo apariencias de filántropo. No faltaron personas avisadas que le aconsejaron llegar a una transacción con el marqués y darse por satisfecho con las condiciones que éste le impusiera, en evitación de mayores males, pero Acquaviva juzgaba indigno semejante proceder y, convencido de que la razón estaba de su parte, quería a toda costa hacerla valer a la luz del día.

—Niños, no toquéis las armas de fuego —citaba el doctor Clamores de un libro de lecturas escolares.

—La ley me da la razón —argüía Falele.

—Lo que es preciso es que te la dé la justicia —respondía Puerto Escondido.

—Que yo sepa, hasta la fecha nadie le ha mojado las orejas a don Patricio —avisaba el popular rapsoda Manolo Carrillo.

—Pues conmigo le va a llegar su San Martín. Me he propuesto dar a conocer las gorrinerías de que se ha valido para hacer fortuna.

—¿Y tú crees que eso no lo sabe todo el mundo? —decía con sarcasmo el farmacéutico Dorante.

—Sí, pero nadie se atreve a decirlo. Cuando el juez falle en contra suya, verá usted como a todos se les suelta la lengua. De poco vale que hoy se le tenga en opinión de pillo. Mientras no recaiga sentencia firme no gozará el marqués de estatuto jurídico de sinvergüenza.

—Allá tú —decían todos a coro.

De todos modos, puso Falele el asunto en manos de don Prudencio Perdiguero, letrado de altos vuelos que se pasaba en la iglesia el tiempo que podía robar al bufete. Era don Prudencio lo que las viejas llaman un tipazo: alto, corpulento, bigote cano y ojos negros, voz timbrada y pies planos; prototipo de caballero cristiano, todo nobleza y serenidad, dominaba como pocos el difícil arte de la campechanía. El abogado de la parte contraria, don Justino Pachón, había sido diputado con O’Donnell; rasurada la mandíbula de hormigón, replegada en «M» la boca bajo unos pelillos blancos, desplegada la oreja izquierda a la caza de deslices e imprudencias ajenas, era también campechano, pero algo más dicharachero, hombre también de iglesia, pero con pujos desamortizadores y estaba especializado en salir airoso en causas indefendibles.

Hijo póstumo, Falele Acquaviva había sido prohijado por un pariente lejano de su padre. Don Homobono Acquaviva había sido un hombre débil y bondadoso que dos años antes de morir tuvo la feliz ocurrencia de encomendar la administración de sus bienes al susodicho pariente, un águila para los negocios, en quien depositaba una confianza ciega. Fermín Cinquemani, por mal nombre Sacanete, antiguo golilla de la Audiencia, había logrado labrarse una mediana posición, pues tenía el arte de inspirar confianza sin ser merecedor de ella y sabía tender trampas con el aire de quien hace reverencias. Empezó traficando en hierros viejos, que recuperaba en los campos de batalla de la Independencia, y cuando la guerra carlista era ya abastecedor de frentes y hospitales. Aparte de eso, se traía misteriosos trapicheos entre el campo de Gibraltar y la costa del moro, y al declinar su vida, en reparación sin duda de viejas estafas y engañifas, puso sus caudales a disposición de la colectividad en forma de préstamos al veinte por ciento, siendo fama que perdonaba los réditos siempre que había alguna hembra de buen ver en la familia del prestatario. Sus únicos parientes eran don Homobono Acquaviva y su bella esposa, a quienes agasajaba continuamente y a quienes acabó metiéndose en el bolsillo hasta el punto de que el viejo hubo de encomendarle la administración de sus bienes y, según las malas lenguas, la perpetuación de su linaje.

Naturalmente, Sacanete y Casa-Dónovan giraban en órbitas distintas, pero llamadas a encontrarse un día, bien que por carambola. Se había encaprichado el marqués con una jeringuera de la plaza de la Libertad, pero así que puso asedio al puesto de churros se encontró con que el Sacanete se le había adelantado. No era hombre don Patricio que se parase en barras; hubo un discreto ir y venir de emisarios y el Sacanete se mostró dispuesto a negociar. Ambos tomarían a medias un traspaso en Matagorda para instalar una fábrica de conservas, vieja aspiración del Sacanete. Dejó éste libre el campo; mandó el marqués sus viejas cabestras y al cabo de ocho días la brava jeringuera se abría en canal a los apetitos de Casa-Dónovan. La pasión satisfecha embriagó algo al prócer que, en su euforia, permitió al Sacanete, instrumento al fin y al cabo de su dicha, aproximársele más de lo debido. Pensó que aquel mequetrefe, si bien no era lo bastante fuerte para aguantar sus golpes, era lo bastante hábil para esquivarlos, y, a fin de evitar que, en un determinado momento, se le erigiera en rival, optó por asimilárselo, asociándolo a algunas de sus empresas. El Sacanete conocía mejor que nadie su propia valía y, sabedor de que nunca podría rivalizar plenamente con el otro, no tuvo inconveniente en dejarse asimilar, seducido además por la idea de entrar en sociedad, bien que por la puerta del almacén. Poco a poco fue el Sacanete extendiendo sus tallos y guías de planta parásita por todo el organismo económico del marqués, hasta enredarse con él en una maraña de soborno, extorsiones, pactos de retro, cesiones condicionadas, cada vez más frondosa y agobiante. Pero la Providencia favorecía esta vez a Casa-Dónovan. Un buen día dejó de chupar savia aquella planta malsana; atacada en su raíz, aquella red de tentáculos tenaces se convirtió en una débil telaraña de hilos muertos. Hombre hecho a sí mismo, era el viejo Sacanete de los que se piensan inmortales e insustituibles, así que a su muerte, naturalmente repentina e imprevista, legó a su ahijado, a quien nunca consiguió interesar en los negocios, una herencia de embrollos descomunales.

—¡Qué va a ser de mí, don Patricio…! —se lamentaba Falele el día del entierro.

—No te preocupes. Mientras yo viva nada te faltará. Basta que seas ahijado de tu padrino para que yo sea un padre para ti.

—¡No sabe bien cuánto le agradezco que viniera! —decía Falele al marqués estrechándole ambas manos.

«Y no sabes tú bien lo que me alegro de haber tenido ocasión de venir…», pensaba el marqués para su coleto, pues la verdad era que había acudido al entierro para cerciorarse de que clavaban bien la tapa del féretro y tapiaban el nicho a conciencia.

—Tú sabes que en los momentos graves siempre me tendréis con vosotros… Tu padrino y yo éramos como hermanos.

Falele rompió a sollozar sobre el pecho del marqués.

En la sala mortuoria, rodeado de crespones y suspiros, yacía el Sacanete de levita negra, reducido y avellanado, revirados los ojos oblicuos bajo unas cejas como signos de interrogación y sumida en mil pliegues una boca de la que habían sido retirados los dientes postizos.

Con el pretexto de ir adiestrándolo en el negocio, encargaba el marqués a Falele el abono de los jornales y el pago de la contribución, mientras él se entendía con los clientes, colocaba partidas y cobraba facturas, hasta que Falele empezó a darse cuenta de que su ilustre socio se estaba quedando con la parte del león, y de que si, como decía, él y su padrino eran hermanos, también lo habían sido Caín y Abel.

Cuando por fin se decidió a poner el asunto en manos de don Prudencio, éste le auguró victoria segura, diciéndole que el pleito no tenía vuelta de hoja, que era como disolver un terrón de azúcar en un vaso de agua. Esta brillante metáfora que, como se sabe, los leguleyos alternan con la del corazón expuesto a los alfilerazos del letrado de la parte contraria, impresionó a Falele de manera muy favorable, pese a que no conseguía entender la engolada verborrea con que el prócer del foro decía aclararle supuestos de hecho y consecuencias jurídicas.

—Yo lo que quiero es liquidar —insistía Falele, sin entender una palabra.

—Claro. A eso vamos.

—En mi poder obran los recibos de la contribución y las facturas que yo he abonado.

—Naturalmente, él dice que también ha hecho pagos, pero que es un caballero y no ha exigido recibos.

—Bueno…, yo lo que quiero es liquidar con arreglo a los recibos.

—Pues para eso habría que haber intentado una acción de cobro.

—¿Y cómo no la intentó usted?

—Como no me dijiste nada…

—¿Qué recurso nos queda, entonces?

Don Prudencio, que no fumaba, ofreció a Falele tabaco de una petaca que tenía para casos semejantes. Falele no fumaba tampoco. Apoyó los pies en la cruceta de hierros afiligranados de la mesa, sobre la que se amontonaban legajos y legajos atados con balduque. Arrellanado en su sillón de cuero claveteado de estrellas de bronce, carraspeaba don Prudencio, corrigiendo con una plegadera de cuerno la alineación de tres tomos voluminosos.

—A lo mejor acude al acto de conciliación y santas pascuas.

—No nos hagamos ilusiones, porque no va a comparecer —Falele quitó los pies de la cruceta y los apoyó en el esterón de esparto cruzado de trenzas azules. Don Prudencio guardó la petaca en un cajón:

—No te apures tú, que vamos por muy buen camino. En cuanto que tengamos la sentencia firme en el bolsillo, no tendrá don Patricio más remedio que avenirse a liquidar. Y ésta es la solución que a ti te conviene.

No tardó Falele en ir recibiendo minutas de don Prudencio, a través del procurador; minutas que fue abonando. Pero a medida que iba soltando dinero, surgían más y más dificultades que, a su vez, sólo con dinero se superaban, pues, como decía don Prudencio en original metáfora, la maquinaria judicial no marcha si no se la engrasa, y ya era demasiado tarde para detenerla y volverse atrás. Un día, inesperadamente, puso don Prudencio a Falele un besalamano felicitándolo y felicitándose de la sentencia favorable recaída en primera instancia. Quedó suspenso Falele, sin saber si debía alegrarse, barruntando que aquella noticia también le fuera a costar el dinero, cuando recibió una nota muy fina de Casa-Dónovan, por la que éste le rogaba que sin falta fuese a verlo para tratar de ciertos asuntillos que eran de interés común.

Recibió el marqués a Falele con cajas destempladas, echándole de entrada los caballos encima, reprendiéndole como a un doméstico que acabara de cometer una torpeza:

—¡Parece mentira que hayamos tenido que llegar a esto! ¡Y todo por tu obstinación!

—Usted perdone, don Patricio; pero ya recordará que le propuse varias veces un arreglo y que además no ha comparecido en el acto de conciliación.

—¿Y tú qué sabes de la vida de los negocios? A lo mejor te has creído que es como el solfeo, coser y cantar… Porque tú mucho do-re-mi-fa-sol y poco agachar el lomo… Y cuando uno no sirve para los negocios, los deja a quien los entiende… Además…, para que lo sepas…, todo el mundo dice por ahí que estás más loco que un trillo…

Herido en lo más vivo, reaccionó Falele:

—¿Y lo que dicen de usted?

El marqués se revolvió desafiante, con dos chispas en los ojos:

—¿Qué coño dicen?

«Dicen que usted es un cabrón», tenía Falele en la punta de la lengua, pero le faltó valor y salió con una evasiva:

—Yo qué sé… No hay nadie de quien no se diga algo… De sobra sabe usted cómo es la gente…

—Me basta con verte a ti —repuso el marqués con desprecio.

—¡Don Patricio! —suplicó Falele.

—Peor no pudieras haberte portado… —adoptó el prócer un tono perdonavidas—, pero no olvido que fuiste como un hijo para Fermín Cinquemani. Tú me cedes tu parte de la fábrica y yo te firmo dos letras por cincuenta mil reales a noventa días. Tú rompes esos recibos y yo te perdono los pagos… que he hecho yo, afortunadamente para ti, porque si los hubieras tenido que hacer tú, estarías ahora viviendo de la caridad.

—Bueno, don Patricio… Olvida usté que el juzgado ha fallado a mi favor… En todo caso es a mí al que correspondería imponer las condiciones…

Casa-Dónovan rompió a reír a carcajadas, desconcertando a su interlocutor, al que, por fin, ofreció un asiento. Luego meneó la cabeza, explicándose con cierta sorna paternal:

—No sé si sabrás, querido Falele, que de toda la vida de Dios gana las guerras aquel que aguanta más y que el que aguanta más es aquel que tiene más dinero. Vamos a admitir que te asista la razón…, ¿y de qué te sirve, si no tienes dinero para hacerla valer?

—¡Oiga usted, don Patricio…, que yo he ganado en primera instancia!

Casa-Dónovan encendió un habano:

—No te ofrezco porque sé que todavía no fumas… Con que has ganado en primera instancia…, ¡vaya, vaya! Pues mi enhorabuena… ¡Pobre Falele! ¡Más te valiera haber perdido!

—No necesito su compasión ni sus amenazas —se debatía Falele, al borde de la exasperación.

—Si te pones así… me veré obligado a interponer recurso de apelación… Ya sé que a ti no te asustan las costas… Naturalmente, también saldrás victorioso en la Audiencia y, para no llevarte la contraria, no tendré más remedio que recurrir en casación… A mí no me importan ni el tiempo ni el dinero… Supongo que a ti tampoco… En fin… Consulta con la almohada… Todo es cuestión de números.

—¡Eso para gente de su calaña! ¡Para mí es cuestión de dignidad! —Falele, ya en pie de rebelión, fuera de sí, enajenado, se levantó derribando la silla y salió dando un enérgico portazo.

Para poder replicar al recurso de apelación hubo Falele de depositar veinte mil reales en la Audiencia. Don Prudencio, por su parte, le dijo que sus honorarios no corrían prisa, pero que, desgraciadamente, al haber declarado en el Colegio de Abogados, a efectos fiscales, el arancel aplicado, se hacía preceptiva la satisfacción de la minuta por el cliente. El procurador, como encargado de cobrar, no se anduvo con tantos miramientos. Recibió a Falele en la trastienda de su droguería, entre verdes pirámides de pastillas de jabón, y lo puso como chupa de dómine. Esgrimiendo su trompetilla de sordo, calificó a Falele de informal, insolvente y desaprensivo.

—En estos días precisamente me tienen que hacer unos pagos —murmuraba Falele contrito—. Ya sabe usted lo que son los negocios…

—¡El abogado sin cobrar, yo sin cobrar…! —proseguía el sordo sin escuchar ni oír razones que se sabía de memoria—. ¡A ver si nos vamos a creer que aquí nos movemos por la linda cara del prójimo! ¡Vaya una frescura! ¡Están con el culo al aire y ordeno y mando! ¡Pues no señor! ¡Cuando no se tienen medios, se pleitea por pobre y punto concluido!

El procurador-droguero gastaba pantuflas y manguitos negros; miraba por encima de las gafas de alambre y se abrigaba la calva con un gorrete redondo: gesticulaba enfurecido con la pipa en una mano y la trompetilla en la otra, llevándose con frecuencia la primera a la larga oreja y la segunda a la boca desportillada.

—¡Habráse visto! ¡Y los más pelagatos son los que más avasallan! ¡A otro can con ese hueso! ¡La caridad nos manda ser hermanos, no primos!

—¿Hace un caramelito? —sacó Falele del bolsillo un cartucho que llevaba para casos semejantes—. Son de malvavisco…

Aumentó la furia del sordo; se volvió a llevar la pipa a la oreja y la trompetilla a la boca, se sulfuró aún más al advertir la equivocación, y, dirigiéndose a un alto pupitre manchado de tinta y de lacre, y empenachado de plumas de ganso, arrancó con rabia una tira de papel y se la arrojó a Falele poco menos que a la cara:

—¡Ahí está todo lo que debe, si es que hay que refrescarle la memoria también! ¡Como el lunes no me haya ingresado los treinta y dos mil reales en el Crédit Lyonnais le embargo el almacén de hierros de la Cuesta de las Calesas!

Se embolsó Falele el cartucho de caramelos, tras meterse uno en la boca, insinuó una zalema y, visto que no se le correspondía, salió reculando; el atravesado viejo le volvió la espalda y se encaramó en el alto pupitre a hacer números mientras oía crepitar una plantación de tabaco y chupaba con fruición cerumen auricular.

Así las cosas, llegó el Día del Corpus. Falele fue, naturalmente, a la procesión. También fueron, de chaqué, placa de San Raimundo de Peñafort y cruz de sufrimientos por la Patria, los próceres del foro Pachón y Perdiguero. Ambos llevaban sendas varas de palio. Para Falele, tan sólo uno de los dos cometía sacrilegio.

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