Los argonautas

Los argonautas


V

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V

A las diez de la mañana iban colocando los músicos sus atriles al final de la cubierta, entre el fumadero y una barandilla, sobre la explanada de popa. Ensanchábase el paseo en este lugar, ofreciendo el aspecto de una terraza de café con mesas al aire libre y arbolillos redondos plantados en cajones verdes.

Rompía a tocar la banda una «Marcha granadera» del tiempo de Federico el Grande, con estruendosos alaridos de trompetería, y poco a poco la gente iba poblando el paseo.

El buque, húmedo, sombreado, limpio, parecía sonreír como un dormilón que se despabila con las frías abluciones matinales. Desde mucho antes caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algunos, vestidos con pijamas o medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus camarotes.

Aparecían las primeras señoras, yendo tras breve paseo a arrellanarse en los sillones. Bandas de muchachos aprovechaban la ausencia de los mayores para hacer suya toda la cubierta. Niñeras de diversa nacionalidad, con una criatura al brazo, formaban amigables grupos, mirándose sonrientes sin entenderse. Otras empujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida entre puntillas y lazos. Una tropa de niños con fusiles de latón daba la vuelta al buque, golpeando el húmedo entarimado con marciales patadas. Eran rubios, morenos o bronceados, mostrando en la variedad de sus tipos la amalgama étnica del continente americano, en el que sus padres les habían hecho nacer. Un hijo de doctor Zurita, que iba al frente sable en alto marcando el paso, gritaba con el imperio de una casa triunfadora: «A ver gringo, avanza un poco… Un… dos. Un… dos. Tú, gallego, hazte pa atrás».

Fernando, apoyado en la barandilla a corta distancia de los músicos, seguía con los ojos el lento balanceo del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda de gaviotas. Eran aves enormes repletas de pescado y desperdicios de los buques, con alas poderosas, blancas y combadas, semejantes a velas.

Seguían al trasatlántico desde Canarias, habituadas a esta soledad azul, inmensa para los ojos del hombre, y en la que su instinto husmeaba la vecindad invisible de la costa de África y del archipiélago de Cabo Verde. Volaban en espiral sobre la popa, abanicando algunas veces con sus alas a los pasajeros de tercera clase. Otras se tendían en fila sobre el camino blancuzco y espumoso que dejaban abierto las hélices en la llanura del Océano. Parecían inmóviles sobre el vapor, que marchaba y marchaba con el jadeante ímpetu de sus pulmones de acero, y cuando quedaban atrás bastábales un par de aletazos para volver a colocarse verticalmente sobre él. Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar: una espuerta de residuos de cocina, un madero, un bote de conservas vacío, e inmediatamente se desplomaban, con las plumas encogidas, balanceándose sobre las ondulaciones oceánicas lo mismo que los cisnes de un lago. Y así que terminaban la exploración del objeto flotante o engullían los residuos, retornaban al buque impetuosas como proyectiles.

Un murmullo de gente invisible subía hasta el paseo en las breves pausas de la música. Ojeda, al inclinarse sobre la baranda, recibió en su olfato un hedor de comida agria. La vasta explanada de popa, libre a aquella hora de toldos, aparecía ocupada por los emigrantes septentrionales. Formaban cuadros sentados en los camarancheles de las escotillas. Otros, por encima de ellos, ocupaban, como si fuesen bancos, los mástiles de las grúas colocados horizontalmente. Algunos, con aire señoril, dormían arrellanados en sillones plegadizos de lona vieja, recuerdo de anteriores viajes.

Correteaban bandas de muchachos medio desnudos, yendo a refugiarse entre las rodillas femeninas en los azares de su persecución. Viejos con luengas barbas, gorros de piel de cordero y peludos gabanes, permanecían en cuclillas mirando el mar, como fakires en éxtasis. Unos jóvenes tendidos sobre el vientre, con la quijada entre las manos, escuchaban la lectura en alta voz de un camarada. Junto a la borda, otros hombres barbudos fumaban en largas pipas, y de vez en cuando sus manos rojas y escamosas se hundían bajo las sotanas forradas de pieles para agitar con fuertes rascuñones los harapos invisibles.

Tenían que abrirse paso los marineros en esta muchedumbre compacta e inmóvil que bebía sol y aire fuera del encierro de los sollados. Sobre un montón de cables, un emigrante de cabeza rapada movía el arco de su violín, sin que el más leve sonido llegase hasta el paseo donde rugían los cobres. En la plataforma del castillo de popa, entre botes, maromas y salvavidas, pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con grandes sombreros de paja, que, agarradas del talle, hablaban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de entrar en el seno de una familia del Nuevo Mundo para enseñar idiomas a los niños; jóvenes melenudos con trajes de buen corte, pero de raída tela, siempre con un libro en la mano. Eran los aristócratas de esta parte del buque, que, aislados en su altura, miraban con desdeñosa conmiseración al rebaño de abajo y con envidia revolucionaria a los del castillo central.

Filas de ropas puestas a secar se balanceaban en la explanada sobre los grupos de cabezas. El suelo, regado a plena manga poco antes, estaba cubierto de cáscaras de frutas, secreciones de garganta y residuos de alimentos. Cabelleras femeniles tendidas al sol recibían la exploración venatoria de los peines. De la blancura incierta de algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido seco, emergían ubres como harapos, adaptando su arrugada flacidez a las bocas lloronas de los pequeños. Otras madres, con el hijo en las rodillas, desenvolvían tranquilamente sus fajas y pañales, dando a la luz los olvidos hediondos de la inconsciencia infantil.

No tenía Fernando más que ladear un poco la cabeza, volviendo los ojos al interior de la cubierta, y recibía en su olfato inmediatamente la esencia de los licores que burbujeaban con mezcla de soda en las mesas del café, el perfume de agua de Colonia que iban esparciendo las mujeres, como un recuerdo de su baño matinal. Parecía ser de un planeta distinto la vida que se desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedumbre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la mañana. Las señoras exhibían con afectada modestia sus trajes de verano recién extraídos de los cofres y cambiaban mutuos cumplimientos. Muchos pasajeros iban vestidos de blanco de pies a cabeza, e igualmente de blanco los domésticos del buque, los músicos y los oficiales. Había momentos en que el castillo central parecía invadido por una tripulación de Pierrots.

Pasó Mrs. Power, sola como siempre en sus matinales paseos, erguida y sin mirar a nadie, con un sombrero de tul elegante y vistoso. Fernando sintió al verla indecisión y timidez; pero ella, deteniéndose un momento, vino en su auxilio. Le saludó, preguntando con un retintín irónico cómo había pasado la noche. Sonreía protectoramente, dando a entender que perdonaba a Ojeda su travesura de niño grande. Todo estaba olvidado… Y le tendió una mano antes de alejarse, continuando su marcha de ritmo varonil.

Transcurría el tiempo sin que la cubierta se viese tan poblada como en otras mañanas. Muchos sillones permanecían vacíos. Las graves señoras alejaban a sus hijas para conversar entre ellas con voz de misterio y gestos de indignación, como si comentasen algo escandaloso. No había aparecido aún ninguno de aquellos jóvenes de cuya amistad hablaba Maltrana con entusiasmo. También él permanecía invisible, y lo mismo Nélida con su escolta de adoradores.

El doctor Zurita pasó junto a Ojeda aspirando el humo de su tercer cigarro matinal.

—Poca gente —dijo—. Anoche, según parece, hubo farra larga. Debe haber abajo un tendal de muertos y heridos… ¡Qué muchachada tan viva! ¡Cosas de la edad!…

Y siguió adelante, sonriendo con una tolerancia de veterano al pensar en las locuras de la «muchachada». Estaba tranquilo por haberle dicho su ayuda de cámara andaluz que los hijos mayores roncaban en sus camarotes con la fatiga de una noche pasada en claro, pero sin desperfectos visibles.

La música siguió desarrollando su programa matinal como si sonase en el vacío. Pasaban las señoritas formando grupos, lo mismo que en las plazas de las pequeñas ciudades alrededor del kiosco de los conciertos; pero les faltaba en este continuo girar el encuentro con los jóvenes, el acompañamiento de un amigo, miradas curiosas y simpáticas que las persiguiesen.

Sólo quedaban ellas en la cubierta. Los hombres graves eran buscados por el mayordomo, que a fuerza de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el fumadero. Se iba a formar allí por aclamación el comité organizador de las fiestas con que se celebraría el paso de la línea equinoccial.

Terminó el concierto, retirándose los músicos con atriles e instrumentos, y entonces fue cuando Maltrana hizo su aparición. Lo vio Fernando asomar la cabeza por la puerta de una escalera tímidamente. Después de largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento. Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad grandiosa de su cara, a la que encontraban algunos cierta semejanza con la de Beethoven viejo.

En su marcha cautelosa, torcía el rostro hacia el lado del mar, bajando los ojos como si temiese ser visto. Ante los grupos de nobles matronas, su cortesía pudo más que el miedo. «Buenos días…». Pero las damas contestaron su saludo a flor de labios, siguiéndole con ojos severos y mirándose después entre ellas… «También éste era de los culpables». Y todo el peso de su indignación se descargó mudamente sobre Maltrana, el primero que osaba presentarse ante ellas.

Ojeda, al estrecharle la mano, se fijó en su tendencia a volver la cara hacia el mar, rehuyendo el lado izquierdo, y con súbito movimiento le hizo ponerse de frente.

—Pero criatura ¿qué tiene usted ahí?…

Señalaba, riendo, una hinchazón lívida de la sien que se extendía hasta un ojo.

—No es nada —balbuceó Isidro—; poca cosa… Ya le explicaré.

Y para desviar la conversación, se miró de los pies al pecho con gesto de orgullo.

—¿Eh?… ¿qué me dice del trajecito? Tengo otro a más de éste… ¡Cualquiera adivina que es obra de doña Margarita, mi patrona!

Pero Ojeda no se dejó desorientar por tales palabras, y siguió riendo con los ojos puestos en la contusión que desfiguraba a su amigo.

—Cuando se canse de reír, avise —dijo Maltrana, algo amostazado—. Pero ¿no ve usted que nos están mirando esas dignas señoras?… Las conozco, y no quiero perder su amistad. Hablan con mucha soltura de los escándalos de Europa; tienen el propósito decidido de no asustarse de nada, para que no las tomen por unas atrasadas; pero todo es puro exterior, y cuando se despojan de los trajes y los añadidos de París, resultan idénticas a nuestras damas de provincias… Al pasar frente a sus camarotes miro algunas veces por la puerta entreabierta: en el lavabo, marquitos portátiles con imágenes milagrosas nacionales o de importación; en un boliche de la cama, un rosario y más estampas… Tengo miedo de que me echen la culpa a mí, que soy el más infeliz. Me temo que por dejar en buen lugar a sus niños y a los amigos de sus niños, digan que fui yo quien organizó lo de anoche… Y yo tengo interés en estar bien con todo el mundo, en conservar mis amistades.

Fernando no pudo contener su impaciencia. «Pero ¿qué era lo de anoche?…». Maltrana sonrió, como si recordase algo, y dijo, remedando a su amigo, con entonación dramática:

—Soy un miserable… Un miserable que siente asco de sí mismo.

Pero antes de que Fernando pudiera enojarse por este recuerdo, se apresuró a añadir:

—Lo de anoche fue una lección; una lección de cosas y de nombres: una «farra», una «remolienda», como dicen mis amigos de varias repúblicas. Anoche supe también lo que es «curarse», y me curé tan prolijamente, que aquí me tiene con una sed infernal y este adorno junto a un ojo… Pero no me arrepiento: ¡qué muchachos simpáticos! Da gloria tener amigos tan cariñosos. Unos me llamaban gallego, otros me apellidaban godo. ¿Ha notado usted qué variedad de motes amorosos gozamos los españoles en la América que habla español?

—Sí; y en otras repúblicas nos llaman gachupines, patones, sarracenos y no sé qué más. Podría escribirse un tratado geográfico-apodesco para mayor claridad en las relaciones hispanoamericanas… Pero son bromas de familia que no merecen atención: adelante.

Y Maltrana describió la fiesta íntima en el fumadero después del baile, cuando las graves damas con sus hijas se habían retirado a los camarotes y sólo quedaba en la cubierta algún que otro señor entregado a su paseo habitual antes de irse a la cama. Los jugadores de poker habían terminado sus partidas, prudentemente, al ver invadido el salón por una banda de locos que gritaban discursos subiéndose a las mesas, ensayaban suertes de gimnasia con las sillas o se tendían en los divanes colocando los pies entre las copas.

—El pobre mozo del bar, amigo Ojeda, ese rubio con bigotes a lo kaiser, se movía incesantemente de una mesa a otra, descorchando botellas de champán, llenando copas, recogiendo del suelo vidrios rotos. Al principio estaban por grupos: a un lado los sudamericanos, al otro los yanquis y los ingleses, más allá los alemanes, pretendiendo cada uno sobrepujar al vecino en generosidad. Una mesa pedía dos botellas, la otra tres, la otra cuatro; y todos cantaban, intercalando en su música gritos de animales conocidos o fantásticos… Esperábamos la llegada de las damas: unas cuantas coristas que habían prometido no sé a quién, tal vez a nadie, su interesante presencia. Pasaba el tiempo y no venían. Unos amigos hablaron seriamente de ir al camarote de Nélida para traerla a la fiesta y darle una paliza al hermano, proposición que puso foscos al belga y al alemán, como si cada uno por su parte se creyese el depositario del honor de la muchacha.

Calló Maltrana, cual si temiera decir demasiado; pero ante la curiosidad de su amigo siguió adelante.

—Un chileno forzudo, gran amigo mío, se levantó con resolución. «Oiga, godito: vamos a ver si nos traemos a algunas de esas damas». Abajo, en un corredor, cazamos a dos coristas polacas que iban tranquilamente desde cierto lugar a su camarote, y mi amigo el atleta las subió casi en volandas sin entender sus palabras. ¡Gran éxito! Las dos son negruzcas, flacas, con aire de gitanas, pero jamás se verán en toda su vida tan admiradas y obsequiadas. Y cuando las pobrecitas llevaban bebidas no sé cuántas copas, mirándonos a todos con la superioridad que proporciona la escasez del artículo, y se debatían entre los señores aglomerados en torno de ellas, chillando y contrayéndose en el asiento como si por debajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas, entra el mayordomo, el oversteward, mirándolas fijamente, sin vernos a nosotros, como si no existiésemos; y bastaron unas cuantas palabras suyas en alemán para que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo que unas niñas ante la reprimenda del maestro… Bien dicen que la sociedad del mujerío dulcifica la rudeza de los hombres. Apenas nos quedamos solos… batalla. Unos increparon a otros por haber sido demasiado audaces, haciéndolos responsables del susto y los aleteos de las dos palomas inocentes. De pronto, un puñetazo… y el fumadero fue la venta del Don Quijote. Todos sentían la necesidad de pegar sin saber a quién: dos hermanos se aporrearon sin conocerse; los bocks y las copas iban por el aire. Yo dudaba entre huir o poner paz, y en medio de mis vacilaciones me alcanzó esta caricia… Crea usted que me duele, pero el espectáculo valía la pena de ser visto. Lástima que usted no lo presenciase.

Ojeda se inclinó con irónico agradecimiento. «Muchas gracias».

—La tranquilidad se restableció gracias a la intervención de algunos marineros que limpiaban la cubierta y a la amenaza del mayordomo de introducir por las ventanas las mangueras del riego… Con la calma renació el buen acuerdo; todos pedían lo mismo: más champán. Y como era la hora en que se cierra el bar, muchos hacían provisiones, guardando las botellas debajo de las mesas. Una ternura conmovedora se apoderó de la asistencia. Cada uno se rascaba los chichones o se arreglaba los rasguños del traje, mirando amorosamente al vecino. Argentinos y chilenos cruzaban as copas con ruidosa fraternidad. ¡No más Andes! ¡Ellos solos se bastaban para comerse el mundo! Y súbitamente coligados, miraban a los demás fieramente.

—¿Y qué decían los demás? —preguntó Ojeda.

—El amigo Pérez y otros de diversas repúblicas exigieron copa en mano entrar en la confederación. ¡Hermanos, todos hermanos! Y se abrazaron con lágrimas de ternura, dando vivas a las tierras hispanoamericanas. Un brasileño insinuó dulcemente con lenguaje mesurado y cortés: «Se os senhores dâo licença…». Y el Brasil entraba igualmente en la gran alianza. ¡Viva la América latina!… Alguien se fijó en mi humilde persona y en el adorno que llevo junto a un ojo. «¡Ah, pobre galleguito simpático!». Y prorrumpieron en vivas a la «madre patria», a la vieja España, ensalzándola melancólicamente, como si hablasen de una abuela que se les hubiese muerto hace años. Las copas me venían a la boca por docenas, como si quisieran ahogarme. Algunos se abrazaron a mí, mojándome el cuello con lágrimas de embriaguez. Tienen en la Península no sé cuántos parientes duques y marqueses; aún guardan en su casa papelotes antiguos de nobleza, y me pedían mis señas en Buenos Aires para enviármelos, como si esto pudiese interesarme… Luego, no sé cómo, los yanquis vinieron a chocar igualmente sus copas. ¡Hurra a los Estados Unidos! ¡América sobre el resto del mundo!…

Pero este huracán de fraternidad había sido demasiado impetuoso para mantenerse en los límites de un continente, y pasando los mares se difundía por Europa entera. Al final, ingleses, alemanes, franceses y belgas entraban en la gran alianza. ¡Viva la confederación universal!

—Y un inglés pequeñito —continuó Maltrana—, que usted habrá visto con su traje a cuadros y su pipa, derramaba lágrimas en la copa, repitiendo con una incoherencia obstinada de beodo: «Yo he entrado en el buque con el corazón puro, y puro quiero sacarlo de él…». El mayordomo entraba a cada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía. Algunos roncaban tirados en las banquetas; otros se alejaban titubeando, para volver poco después pálidos, con la pechera de la camisa manchada. De pronto se apagaron las luces y salimos empujándonos, entre un griterío de protesta. Se habló un poco de matar al mayordomo, pero había desaparecido.

—¿Y se fueron ustedes a dormir? —preguntó Ojeda.

—No, señor; una fiesta de esta clase no termina tan pronto. Yo me vi, no sé cómo, en un corredor de abajo con dos botellas en las manos y un amigo a cada lado. Al marchar, con las piernas blandas como si fuesen de algodón, nos llevábamos por delante todos los zapatos depositados a la entrada de los camarotes… Vimos unos cuantos amigos que golpeaban unas puertas, encorvándose para hablar por el ojo de la cerradura. Eran los camarotes de las francesas, señoritas ordenadas y de buenas costumbres, que se acostaron sin presenciar el baile y estaban durmiendo con la honrada tranquilidad de un industrial en vacaciones. «Cien marcos», proponía uno. «Quinientos cincuenta», insinuaba otro, enfurecido por el silencio. «Mil… Dos mil…». Los dejamos soltando cifras ante las puertas obscuras e inmóviles. Era lo mismo que si hicieran proposiciones a un panteón.

Isidro hablaba cada vez con más lentitud, como si se aproximase a la mayor dificultad de su relato y pensase en el medio de sortearla.

—Luego encontramos a un amigo alemán que iba a despertar al médico, con la cabeza chorreando sangre. Se había caído de una escalera, golpeándose en los filos de los peldaños, que son de bronce… También yo me sentí atraído por las puertas y empecé a golpear la de mi vecino, el hombre misterioso, el personaje de Hoffmann. Necesitaba hablar con él: le invitaba a levantarse, para que bebiésemos una copa juntos y presentarle a mis amigos. «Sal, no tengas miedo: te conozco. Tú eres Sherlock Holmes…». Una manía de borracho que a última hora se apoderó de mí. Y luego empecé a aporrear la puerta vecina, la del misterio, pugnando por abrirla. Se me había metido en la cabeza que el amigo Holmes llevaba oculta en este camarote a una princesa rusa que viaja de incógnito y va a casarse con un jefe de tribu del Gran Chaco. Fantasías del alcohol, querido Ojeda. Y los dos acompañantes, menos ebrios que yo, pretendían disuadirme arrancándome de allí. «Mi amigo, no haga leseras…». «Compañero, no sea empecinado». Y al fin pudieron meterme en mi camarote y acostarme, y allí he estado hasta que me despertó la música… Un baño a toda prisa, y a enfundarme en este traje de marinerito amoroso que guardaba con impaciencia desde que nos embarcamos. ¡Pocas ganas que tenía yo de lucirlo!… ¿Eh?, ¿qué le parece el trajecito de mi patrona?…

Ojeda le miró con fingida severidad.

—Muy bien, Isidro. Bonito modo de ir en busca de una vida nueva. Se está usted amaestrando para el trabajo.

—¡Bah! Es el mar, la influencia desmoralizadora del mar. Ya me oyó usted anoche. Aquí somos otros que en tierra; tal vez más espontáneos, más verdaderos. El aislamiento, la vida en común, nos despojan de nuestros envoltorios y la bella bestia aparece tal como es, excitada por el fastidio, ansiosa de entretenerse en algo. Y así como se prolongue la navegación, nos sentiremos más iguales, más hermanos, con mayor cantidad de «animalía»… El hombre siempre ha sido lo mismo en el mar. Acuérdese de los antiguos viajes a las Indias y la Oceanía. Los maestres de las naos recogían las espadas de los hidalgos, para no devolvérselas hasta el final del viaje. Todo desafío concertado durante la navegación no tenía validez al saltar a tierra. Aquellos viajes eran de meses y los nuestros son de días; pero representan lo mismo, pues nosotros vivimos y sentimos con mayor velocidad que nuestros abuelos… No pase usted cuidado: recobraré mi cordura al llegar al último puerto, y todos harán lo mismo. Tal vez por eso dice usted que las amistades hechas en un buque rara vez se prolongan en tierra. Se ven las gentes con demasiada intimidad, y luego, cuando se encuentran, se saludan de lejos con la sonrisa de un buen recuerdo; pero se evitan a la vez, como si se hubiesen conocido en una aventura poco honorable.

Un bramido monstruoso sobresaltó a muchas señoras en sus asientos. Era el silbato del buque, que daba la señal del mediodía.

—La hora del almuerzo —dijo Maltrana alegremente—. ¡Tengo un hambre!… ¿Ha notado usted cómo abre el apetito la mala conducta?

En el antecomedor agolpábanse los viajeros frente a una larga mesa cubierta de platos diversos: vasijas con ensaladas; jamones y piezas de embutido exhibiendo en sus caras rojizas el negro mosaico de las trufas; anguilas enormes enterradas en gelatina; salchichas alemanas de color de rosa y leve perfume de droguería; anchoas flotantes en sal líquida; botes que mostraban entre los dientes del latón recién cortado el granulento verde del caviar. La mano de un cocinero iba de un extremo a otro de la mesa, armada de un tenedor, colocando en los platos estos entremeses del almuerzo a gusto de los pasajeros.

Muchos curiosos se detenían frente a un gran reloj regulado desde el puente por una corriente eléctrica, y modificaban sus cronómetros con arreglo al salto atrás que acababan de dar las agujas.

Todos los días, al llegar el sol a su altura máxima, había que retrasar la marcha del tiempo diez minutos. Otros pasajeros discutían ante un tabloncillo en el que estaba la carta de navegación, examinando la mancha azul del Océano punteada de alfileres con banderitas germánicas. Cada alfiler era colocado a las doce del día, y el espacio abierto entre dos de ellos representaba una singladura, veinticuatro horas de navegación. Las banderitas salían del mar del Norte, e iban alineándose a lo largo de la costa de Europa hasta avanzar en pleno Atlántico. La última recién clavada erguíase: entre Canarias y Cabo Verde. Más abajo, el mar limpio, el mar inmenso, la mancha azul no más grande que la palma de la mano, pero cruzada por las líneas negras de los grados, que representaban días y días. ¡Faltaban tantos para que cada uno llegase a su destino!… Y dominados por la preocupación de la velocidad, criticaban la marcha del buque, acusando a la Compañía de avaricia en el gasto de carbón, disputando el número de millas que debía correr, haciendo apuestas sobre la singladura del día siguiente.

Al entrar en el comedor, Maltrana se vio saludado por sus compañeros de mesa con guiños maliciosos. El viejo doctor Rubau, siempre de negro, parecía compadecerse, con un gesto de cansancio, de las falsas ilusiones de la vida. «¡Ah, juventud, juventud!…». No le habían dejado dormir tranquilamente gran parte de la noche. También habían llamado a su camarote, equivocándose de puerta, para proponerle por el ojo de la cerradura algo monstruoso, que no acabó de entender en la torpeza de su sueño interrumpido.

Munster ocultaba su cólera con una sonrisa de resignación. Había renunciado al bridge en la noche anterior por falta de compañeros, refugiándose en el poker forzosamente, y cuando después de perder cien marcos empezaba a recobrar su dinero, la invasión de una tropa de locos le expulsaba del café como a las demás «personas serias».

—Y usted, señor Maltrana, no es un niño, y debía dejar para los muchachos estas hazañas impropias de su edad.

El joyero, sordamente irritado contra su cabeza blanca y sus arrugas, gustaba de envejecer a los demás, creyendo remozarse de tal modo, y por esto insistió en aumentar los años de Isidro, sin hacer caso de sus protestas.

Entraban en el comedor poco a poco todos los jóvenes que se habían mantenido ocultos hasta entonces en sus camarotes. Unos avanzaban a toda prisa, fingiéndose preocupados con algún pensamiento de importancia. Otros desafiaban la curiosidad, ostentando arrogantemente las erosiones mal disimuladas por el peluquero con polvos de arroz. Los norteamericanos destapaban champán en el almuerzo y gritaban lo mismo que en la noche anterior, insensibles al cansancio y al trasiego de líquidos. En las mesas de familia, las mamás acogían a sus hijos con ojos de severidad y labios apretados; pero aquéllos salían del paso saludando a «sus viejos» con aire indiferente, como si los hubiesen visto momentos antes.

Al terminar el almuerzo, Fernando se encontró con Mrs. Power en la escalera del jardín de invierno, y juntos fueron a sentarse en el sitio que ocupaba ella habitualmente con la pareja de compatriotas. Ojeda, después de ser presentado a los esposos Lowe, permaneció allí como si estuviese en familia.

«Ya lo acapararon los yanquis —pensó Maltrana—. Ahora la señora le muestra un abanico y le invita a escribir en él… Desea versos; tal vez versos de amor. Dejemos al amigo Ojeda que siga su destino».

Y cuando dudaba entre ocupar una mesa libre o irse al fumadero en busca de sus amigos los comerciantes españoles, se vio llamado por el doctor Zurita que, repantingado en un sillón, le mostraba un papel.

Che, Maltrana, venga para acá. Pero ¿ha visto qué graciosos son estos gringos?…

Le mostraba la lista del comité organizador de las fiestas ecuatoriales, constituido una hora antes bajo las indicaciones del mayordomo. Una ocasión para éste de vender a buen precio, en clase de premios, todos los objetos de pacotilla adquiridos previsoramente en Hamburgo.

—Fíjese, che, en los presidentes de honor. ¡Qué abundancia!

Eran el doctor Zurita, el obispo, el abate francés, el conferencista italiano y Ojeda. ¡Y qué de títulos!… El obispo era Su Grandeza, Zurita Su Excelencia, y Ojeda, por ser algo, aparecía con el título de doctor.

—Pero ¡qué graciosos estos gringos!

Reía Zurita con una mezcla de burla democrática y satisfacción infantil.

—Vea, Maltrana: yo fui ministro, ¿sabe?… ministro de la provincia, en mis tiempos de muchacho, cuando andaba mezclado en los batifondos de la política. Además, he sido diputado nacional. Ahora no me meto en nada; mis negocios no más, y a vivir tranquilo. Pero tal vez por esto me tratan de Su Excelencia. ¡Qué demonios de alemanes! Todo lo averiguan… Bueno, señor; esto va a costarme algunas libras más.

Y volvía a reír, contemplando con una mirada entre irónica y amorosa «aquella diablura de los gringos» tan aficionados a categorías y honores.

Maltrana, en su inquieta movilidad, salió del jardín de invierno para dirigirse al café. En torno de una mesa vio sentados a sus tres compatriotas, los graves y honrados comerciantes que le regalaban buenos consejos.

—Saludo a sus respetables firmas sociales —dijo tomando asiento junto a ellos.

Pero como interrumpía una conversación interesante, sólo mereció varios gruñidos a guisa de saludo. Estaba hablando el señor Goycochea, un vasco de ojos claros, membrudo, bajo de estatura, la cabeza cana y el bigote y la barbilla teñidos de rubio con cierto descuido que dejaba visible el blanco de las raíces capilares. Maltrana le tenía por el más rico de los tres. Bastaba ver el respeto de sus compañeros, que callaban apenas tosía él indicando su deseo de hablar.

Aparte del prestigio que debía a su fortuna, gozaba entre los amigos de cierta consideración social por su matrimonio y su género de vida. La esposa era una dama imponente, con triple mentón y quevedos de oro, que antes de acomodarse en la cubierta de paseo se hacía buscar por la doncella su asiento propio, una poltrona comprada en París, la única de a bordo que podía contener las amplitudes de su respetable maternidad. Nacida en la Argentina, su origen y su apellido parecían irradiar un halo de gloria sobre la prole, borrando la insignificancia del origen paterno. La familia residía en París, y cada dos o tres años regresaba a América para que el jefe viese de cerca la marcha de sus negocios. Habitaban un hotelito propio en las inmediaciones de los Campos Elíseos, y poseían dos estancias en la provincia de Buenos Aires, a más de la gran casa de comercio en la capital, que dirigía un antiguo dependiente convertido en socio. Un personaje importante el tal vasco… La señora infundía respeto a los dos compatriotas del esposo, siempre con la cabeza alta, parca en palabras, llamando a Goycochea por su apellido, como si fuese un amigo en visita, mirándolo todo insolentemente con sus ojos de miope. Las tres niñas hablaban inglés y alemán e iban escoltadas por una institutriz roja y pecosa que miraba con tanto desprecio como la señora a los amigos del señor. De toda la familia, encerrada en su altivez triunfante, él era el único comunicativo y simple de carácter… cuando los suyos no estaban presentes.

Tenía yo entonces diecinueve años —continuó diciendo Goycochea luego de la interrupción de Maltrana—, y me fui a pie con otro muchacho desde mi pueblo a Bayona, donde tomamos pasaje en un bergantín francés. Nos faltaban papeles para embarcarnos en España: teníamos miedo a lo de la quinta… Un viaje de sesenta y cinco días. ¡Y pensar que ahora nos quejamos por si el vapor se atrasa un par de horas!

—Yo vine en una fragata de Barcelona cargada de vino, hace cuarenta años, y echamos dos meses y medio en el viaje —dijo Montaner, el residente en Montevideo.

—A mí me trajeron en una goleta de Cádiz con cargamento de sal —declaró Manzanares, antiguo amigo de Goycochea—. No sé cuánto tiempo estuvimos quietos en la línea por las malditas calmas. ¡Y qué alimentación!… El mejor librado era yo, que por ser muchacho ayudaba a los de la cocina y podía rebañar las sobras de los calderos… Y ahora, señores, nos damos el gusto de venir aquí. Nosotros hemos conocido los malos tiempos; nos ha costado sudar la plata. No como otros, que llegan con toda clase de comodidades y quieren de golpe conquistar una fortuna; como si la fortuna estuviese ahí, esperándoles en el muelle.

Y miraba a Maltrana con súbito rencor, cual si le irritase verlo rodeado de los lujos de un gran trasatlántico, mientras ellos, hombres ricos, habían ido a América sufriendo hambre en buques de vela.

Un señor malhumorado el tal Manzanares, de esquelética delgadez y el bigote gris caído sobre las mandíbulas salientes. Sus ojos turbios sólo se animaban con los fulgores de la rabia. Una dolencia del estómago agriaba aún más su carácter y le hacía emprender frecuentes viajes a Europa, siempre en busca de nuevas aguas curativas. Era un erudito en anuncios de específicos y catálogos de farmacia: conocía todos los remedios, y siempre tenía uno, el último lanzado a la circulación, que le merecía hiperbólicas alabanzas, al mismo tiempo que abrumaba con sus ferocidades verbales a los «ladrones» inventores de los otros. Este enfermo crónico comía con una voracidad pantagruélica, y para vencer la torpeza de sus digestiones caminaba a todas horas por el buque, ensalzando las ventajas de la marcha. Únicamente en el café se le veía sentado: el resto del día lo pasaba dando vueltas en la cubierta; y cuando la afluencia de gentes dificultaba su tenaz ambulación, circulaba abajo por los pasillos de los camarotes. Al encontrar a Maltrana saludábalo invariablemente con el mismo ofrecimiento: «Le invito a que demos un paseo…». «Muchas gracias —contestaba aquél—; es a lo único que usted convida».

Sentía Isidro contra este señor una hostilidad irresistible. Era el que más le ofendía cada vez que intentaba darle buenos consejos. «Ustedes los periodistas, que son medio locos…». «Usted, que no hará nada en América porque es escritor…». Manzanares admiraba la brutalidad como la más grande de las facultades, y se hacía lenguas de un gobernante cuando amenazaba con perseguir a «la canalla popular».

—Con ése no se juega —decía entusiasmado—; ése tiene la mano dura… Pega fuerte…

Y pedía el fusilamiento inmediato a un lado y otro del Océano de todos los que escriben en los papeles, oficio que sólo sirve para que los obreros pidan menos horas de trabajo y aumento de jornal.

—Cuando pagué mi pasaje —continuó Goycochea— no me quedaba nada, absolutamente nada, ni dos reales. ¡Para lo que me hubiese servido el dinero en aquel barco!… La comida era poca y pésima; la galleta tenía gusanos y había que tragarla sin verla; en el rancho nadaban al principio unas piltrafas de tocino; luego, alubias solas. Yo no tenía otro equipaje que dos camisas y un pantalón, además del que llevaba puesto; un pantalón nuevo, azul, con muchos botones: la única prenda que pudo hacerme mi madre… ¡Aún lo estoy viendo!…

Y al mismo tiempo que Goycochea parecía admirar imaginativamente con la ternura del recuerdo este pantalón, único lujo de su pobreza, contemplaba en una de sus manos el centelleo de un brillante límpido y tembloroso como una gota de luz.

—Tenía yo un gran amigo en el barco, un chico de Aragón, compañero de cama y caldero, listo, muy listo, y eso que no sabía leer… ¡Pobre! Murió hace dos años, luego de haber hecho una buena fortuna y educar a la familia como Dios manda. Un hijo suyo es doctor y dicta clases en la Universidad. Muchas veces he leído su nombre allá en París, cuando doy un paseo hasta la Avenida de la Ópera y echo un vistazo a los diarios argentinos en el Banco Español. Creo que es diputado o que va a serlo: tal vez algún día lo veamos ministro… El padre parecía bruto porque no tenía letras, pero guardaba algo en la mollera. Dormíamos bajo la misma lona, al pie del palo mayor; nos ayudábamos al lavar lo que teníamos puesto; éramos como hermanos… Y un día, él se enamora de mi pantalón. «Que te lo compro… Que te doy tres pesetas por él…». Y vinimos regateando desde Cabo Verde al río de la Plata.

El millonario sonreía al recordar su testarudez.

—Él era de Aragón, baturro de verdad, ¡figúrense ustedes!, pero yo soy vasco. «Que te doy tres y cuartillo… Que te doy tres y un real… Tres y media…». Los amigos intervenían en la venta del pantalón. De proa a popa mediaban expertos, examinando el cosido de la prenda, la solidez de los botones, la duración de la tela. Y con las alabanzas de los inteligentes crecían los deseos de mi amigo. «¡Remoño, no seas cabezota!… Dámelo por cuatro, que es lo que vale». Deseaba ponerse majo al bajar a tierra; hablaba de cierta chica de su pueblo que estaba sirviendo en Buenos Aires… Al embocar el río de la Plata casi lloraba de rabia. «Me alargo hasta cinco. Mira, maño, que no tengo más». Y el trato quedó cerrado en un duro, un «napoleón», como se decía entonces, el único dinero con que llegué a Buenos Aires. ¡Y gracias que hubiese entrado con él!… Ustedes se acuerdan de cómo se desembarcaba en aquellos tiempos. No había muelle; del barco a una lancha, y de la lancha a una carreta hundida en el agua hasta el eje, que le arrastraba a uno a las costas de la orilla. Catorce reales me llevaron por desembarcar, y entré en Buenos Aires con peseta y media y un pantalón viejo que no lo hubiese querido un pobre… Luego pasaron muchos años sin que nos viésemos mi amigo y yo. Un día nos encontramos en una junta patriótica de comerciantes españoles.

Goycochea se entristecía recordando a su compañero.

—Cuando por sus negocios pasaba cerca de mi tienda, entraba a saludarme. Tenía un modo suyo de anunciarse: un garrotazo sobre el mostrador. «¿Quién está aquí?». Y al salir yo del escritorio, la misma pregunta: «¿Cómo estás, maño? ¿Cómo tienes a la maña y tus cachorricos?…». La última vez que le vi, fue antes de retirarme yo a París. Éramos los dos del Directorio de un Banco. Llegaba don Mateo apoyado en su bastón, renqueando una pierna por el reuma. Los empleados y mozos del Banco lo adoraban, y eso que al menor enfado los trataba de «sarnosos» levantando el garrote. Pero en el Directorio pedía siempre aumento de sueldo para ellos y disminuciones en el amueblado. Se irritaba con las poltronas de los directores, las mesas de Consejo, las lámparas eléctricas. Decía que eran punterías indignas de hombres. Él tenía un buen pasar y no necesitaba de estas cosas en su casa. Mejor era distribuir la plata a los que abrían las puertas: badulaques cargados de hijos. Se sentía morir. «Maño, esto va mal; dentro de poco, al pocico». Pero se consolaba pronto. «La verdá es, maño, que hemos hecho camino. Hemos educao a nuestras familicas, las dejamos un cuscurro de pan, y podemos irnos en paz. ¡Quién nos hubiera dicho en el barco que nos veríamos aquí! ¿Te acuerdas del pantalón? ¿Te acuerdas del duro que me sacaste, vasco del moño?…». Y ya no le vi más.

Manzanares, que escuchaba con un orgullo de clase el relato de su amigo, miró luego a Maltrana.

—Aprenda usted, joven. En el mundo existen hombres de mérito aunque no hayan escrito en los papeles. Ahí tiene el ejemplo en don Antonio Goycochea. Entró en Buenos Aires con peseta y media, y hoy tiene ocho millones de pesos… tal vez diez… tal vez doce.

Goycochea le interrumpió modestamente. Un mediano pasar nada más: una situación decente para la familia.

—La casa sí que es fuerte: la firma Goycochea y Mazpule tiene algún crédito. Giramos al año unos veinte millones. Pero nos deben mucho… ¡Hay tantas quiebras!

Y los tres prorrumpieron en exclamaciones, elevando las miradas al techo para expresar los riesgos y aventuras del comercio en América, únicamente compensados por las enormes ganancias, muy superiores a las del viejo mundo.

Sintióse humillado Maltrana por el aislamiento en que le dejaban aquellos señores. Acalorados por la comunidad de sus intereses, no le veían, se habían olvidado de él. Era un profano que osaba injerirse en la francmasonería del negocio. Quiso levantarse, pero se detuvo al notar que Manzanares sentía la emulación de hablar igualmente de sus esfuerzos.

Había empezado la vida comercial en el desierto argentino, cuando los indios ocupaban los territorios cruzados ahora por el ferrocarril, y el malón, con su reguero de saqueos, incendios y rapto de personas, asolaba los pequeños campamentos, transformados actualmente en ciudades de importancia. El blanco centauro de las llanuras, con su poncho, su facón y sus grandes espuelas, resultaba tan peligroso como el jinete cobrizo de larga lanza. Manzanares había sido dependiente en un boliche aislado sirviendo vasos de caña a través de una fuerte reja que resguardaba el mostrador de las manos ávidas y los golpes de cuchillo de los parroquianos. A lo mejor pasaban corriendo, con la celeridad del espanto, mujeres, niños y rebaños, y tras ellos los hombres, que preparaban sus armas mirando inquietos el horizonte. Poco después asomaba en el último término de la Pampa una nube de polvo. Dentro de ella cabalgaban sobre caballos en pelo los guerreros de la horda indígena en insolente avance sobre los núcleos de civilización pastoril enclavados audazmente en el desierto. Eran demonios cobrizos, de lacias y aceitosas melenas sujetas por una cinta, ávidos de aumentar con nuevas vacas y hembras blancas la fortuna de bestias y esclavas que guardaban en sus tolderías.

Cerrábase el establecimiento lo mismo que una fortaleza, y se armaban el patrón y sus dependientes con trabucos y fusiles viejos guardados debajo del mostrador como herramientas profesionales. A esta guarnición uníanse los parroquianos de los ranchos inmediatos, que corrían a refugiarse con sus familias en el boliche, único edificio de ladrillo en muchas leguas a la redonda. Con ellos entraban los tripulantes de los rosarios de carretas sorprendidos por el malón en su marcha lenta, chirriante, que duraba semanas y semanas.

Unas veces pasaba de largo la tromba cobriza, atraída por el ganado de lejanas estancias; otras ponía sitio al almacén, codiciando más que el dinero los barriles de caña. Hervía la horda en torno del boliche, que por sus aberturas barriqueadas lanzaba relámpagos de plomo. Los asaltantes, arrastrándose, intentaban poner fuego a sus puertas. En los momentos de descanso mataban las yeguas robadas en las inmediaciones y se bebían la sangre entre el griterío de una borrachera feroz. Y esta situación duraba días y días, hasta que llegaba la noticia a los fortines y otra tropa se señalaba en el horizonte, compuesta de jinetes con viejos uniformes, peor armados y montados que el enjambre de indios, los cuales solamente huían por hartura, deseosos de poner en salvo su botín.

Y así había reunido Manzanares sus primeros centenares de pesos, aguantando golpes y hurtando el cuerpo al facón de los parroquianos ebrios, más temibles que los indios. Al volver a Buenos Aires, por uno de esos desvíos de profesión tan comunes en las tierras nuevas, el servidor de vasos de caña y pedazos de charqui había entrado en una tienda de ropas de lujo. Su patrón lo enviaba en viaje por todo el país, y así había conocido, yendo en diligencia, los asaltos en los caminos, unas veces por las bandas de indígenas, otras por «montoneras» de guerrilleros que robaban a las gentes en nombre de un caudillo de provincia o de un partido político. La nación hervía entonces en revueltas civiles, antes de cristalizarse definitivamente. Había dormido a la intemperie, sin más cama que el «recado» de su caballo, bajo el frío de las tierras del Sur, o rodeado de nubes de mosquitos en los campos del Norte. Había ayudado muchas veces, con los compañeros de viaje, a tirar de la diligencia atascada en un barrizal al que llamaban carretera. En otras ocasiones le había sorprendido una creciente de aguas, que ahogaba a las bestias de tiro.

—Yo creo, señores, que entonces pillé para el resto de mis días esta enfermedad del estómago, que terminará conmigo… Acabé por establecerme, y poseo mi depósito en la calle Alsina, ya saben ustedes dónde; uno de los mejores depósitos al por mayor de ropa fina para señoras; y tengo clientes en toda la República y trescientas muchachas trabajando en los talleres. Nosotros no giramos lo que usted, amigo Goycochea: seis millones por año nada más, pero la ropa blanca es artículo que deja más que otros. Yo voy a Europa con frecuencia, visito a nuestros proveedores de Hamburgo, Milán y París, me entero de las novedades, y cada cinco o seis años me asomo a España y vivo en mi pueblo por unos días. El cura me saca unas pesetas con pretexto de reparaciones en la iglesia; el alcalde me pide para la escuela, para el lavadero, para un camino; los gaiteros se están toda la noche ante la casa, toca que toca, esperando la sidra. Las sobrinas, que son no sé cuántas, siempre tienen a punto un chiquillo que soltar al mundo cuando yo llego, y quieren que el tío de América lo apadrine. Todos parecen encantados de que mi señora no haya tenido hijos. Cuando estuve allá la última vez, hablaba el alcalde de ponerle mi nombre a una calle y una lápida al casucho donde nací… Yo no tengo su posición, señor Goycochea, pero he hecho la mía y me ha costado sudarla como a usted. Puedo retirarme cuando quiera; ¡para los hijos que he de mantener!… Pero le tengo ley a mi establecimiento, que empezó siendo una miseria y hoy ocupa un cuarto de manzana. Además, cuento con el socio, que corre con todo el trabajo: un antiguo dependiente al que di participación. Ya conocen ustedes la firma: Manzanares y Mendizábal.

La falta de hijos parecía amargar su triunfo, colocándole en rencorosa inferioridad ante el prolífico vasco. Pero como una compensación, hizo el elogio de su esposa, valerosa compañera de los primeros años de pobreza y ahorro. No podía compararse con la señora de Goycochea, que él veía como una gran dama de majestad imponente —otro motivo de envidioso rencor—. Era una muchacha de la tierra, que había gobernado la casa con economía feroz, cuidando de que cada dependiente comiese lo estrictamente necesario para mantenerse en pie, sin hartazgos que perjudican a la salud. El hábito del ahorro persistía en ella al vivir en plena fortuna, con una afición a mezclar sus brazos arremangados en las más bajas tareas de la casa. Y Manzanares, que había «corrido mundo», y todos los años, en su viaje a París, conocía el Montmartre de noche, porque «el hombre debe verlo todo», empezaba a creer que esta compañera no estaba a nivel de sus triunfos comerciales, y por esto había de privarse de exhibirla —como Goycochea ostentaba la suya—, temiendo ciertos descuidos de su lenguaje. Pero un viejo sentimiento de gratitud y los propios gustos estéticos le hacían prorrumpir en elogios de su personalidad física. Además de ser muy buena, todavía se conserva hecha una real moza.

—Es algo parecida a su señora, amigo Goycochea. La mía pesa cien kilos. ¿Y la de usted?

Goycochea hizo un gesto de tristeza. Había llegado a pesar algo más, pero en París se había puesto a régimen. Ahora estaba de moda la delgadez.

—La mía pesa ciento seis —declaró Montaner, el comerciante de Montevideo.

—¡Buena! —afirmó Manzanares con autoridad—. ¡Buena debe ser!

Este hombre esquelético admiraba con un entusiasmo concentrado, casi religioso, la desbordante exuberancia femenina como signo de salud, buen honor y virtudes domésticas… Pero Montaner, que se consideraba humillado por el silencio en que le dejaban sus compañeros, interrumpió a Manzanares.

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