Los argonautas

Los argonautas


VI

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VI

—¿Qué día es hoy?, ¿viernes?… ¿sábado? He perdido la cuenta del tiempo que llevo en el buque. Los días son dobles… dobles no, triples. Desde que despertamos hasta el almuerzo, un día; del almuerzo a la comida, otro; y de la comida a la hora de dormir, el día más largo para algunos, pues lo prolongan hasta que sale el sol… ¡Y siempre las mismas caras! Vemos las mismas personas cien veces al día. Parece que nos conocemos desde que nacimos… Dígame, Manzanares: ¿en qué día estamos?

Era Maltrana el que hacía la pregunta, en las primeras horas de la mañana, caminando por la cubierta de paseo con el comerciante español. La calle de estribor estaba inundada de luz; la de babor guardaba la humedad del mangueo reciente, con una fresca penumbra de galería subterránea.

Corría la sombra del buque sobre las aguas unidas y tranquilas, como una silueta chinesca. En su lomo se marcaban los perfiles de botes y pescantes y la masa cuadrangular de la chimenea. Tendíase el Océano en calma hasta lo infinito, sin una ondulación, con el verde esmeralda de los mares tropicales, denso y adormecido. No había en él otras espumas que las dos láminas burbujeantes que levantaba la proa al arar su superficie. De vez en cuando, de las aguas removidas surgía un enjambre de peces voladores. Aleteaban lo mismo que enormes libélulas; abríase su tropa en varias direcciones formando abanico, y así volaban a gran distancia a ras del Océano, trazando sobre él restos y sutiles surcos, hasta que el cansancio de la fuga los obligaba a sumergirse otra vez.

Junto a los tabiques de la cubierta de paseo alineábanse los sillones de los pasajeros, pero con una alineación caprichosa, mostrando en lo alto de los respaldos los nombres de sus dueños escritos en tarjetas. Esta rotulación parecía darles una personalidad, un alma. Permanecían agrupados o solos, tal como los habían dejado sus poseedores el día anterior. Unos parecían seguir mudamente las conversaciones interrumpidas de sus amos; otros se mantenían apartados con timidez o con orgullo.

Maltrana pensaba en las altas horas de la noche, horas de misterio y de silencio, cuando todos estos armatostes de madera o junco, ventrudos, echados atrás con orgullo y ostentando la fe de bautismo en lo alto de la testa, se quedaban solos bajo la fría luz de las ampollas eléctricas, teniendo enfrente las tinieblas del mar. Descansaban de crujir y dilatarse con el peso de sus señores; se emancipaban durante media noche de la gravitante servidumbre; llegaba para ellos la hora de la libertad; pero semejantes a los hombres que al creerse salvados por una revolución no hacen más que parodiar a sus antiguos opresores, los sillones repetían en su descanso los actos y gestos de sus dueños.

Uno alto, de madera robusta, con una manta escocesa olvidada en su regazo, rozábase con otro de junco, esbelto y elegante, que tenía un cojín lujoso en el asiento. Parecían requebrarse, continuando silenciosamente las conversaciones a media voz cruzadas durante el día. Los asientos sueltos insistían tal vez en las meditaciones de cifras y negocios que los habían impregnado espiritualmente durante las horas de luz, o miraban con lástima a sus compañeros reunidos con arreglo a las tertulias maldicientes o las atracciones del amor. «Vanidad de vanidades…». Maltrana se fijó en algunos más anchos y profundos, que parecían tener las entrañas quebrantadas, inseguros sobre sus pies, con cierto aire de despanzurramiento. Eran de la señora de Goycochea y otras nobles matronas de una majestad paquidérmica. «¡Pobrecitos!». Creyó ver en ellos gañanes tendidos, con los remos abiertos, respirando jadeantes después de la dura labor; cargadores en mangas de camisa que se limpiaban, renegando, la humedad de la frente luego de haber llevado un piano a cuestas.

—Hoy es viernes —contestó Manzanares—; anteayer salimos de Tenerife… También a mí me parecen dobles o triples los días que llevamos aquí. ¡Y los que nos faltan aún para llegar!… Esta tarde, según dice el capitán, veremos de lejos las islas Cabo Verde… El lunes pasaremos la línea. El viaje no puede presentarse mejor: una lindura… Mire usted qué mar.

Se detuvieron un instante para seguir con ojos regocijados el aleteo de los peces voladores.

—Un mar de romanza —dijo Maltrana—. Da gusto vivir. ¡Qué color!, ¡qué luz!… Parece una luz de teatro; el resplandor dorado de una «apoteosis final». ¡Y qué aire! (Respiraba, entornando los ojos, con ansiosa delectación). Algo nos aburrimos, pero hay que reconocer que esta vida es hermosa. Siento deseos de cantar; me vienen a la memoria todas las cancioncillas dulzonas del golfo de Nápoles.

Y con gran escándalo de Manzanares comenzó a entonar a todo pulmón una romanza. Unos marineros que pintaban de blanco las tuberías para el riego de la cubierta volvieron la cabeza, riendo con simplicidad infantil.

—Pero hombre, ¡cállese! —protestó el comerciante—. ¿Y usted va a Buenos Aires a hacer fortuna?… Lo primero es ser hombre serio, para inspirar confianza. Nadie da crédito a la firma de un cantor. ¡No sea loco!… ¡Todas las gentes de pluma son lo mismo!

—Manzanares, estoy contento de vivir. Me siento más joven… Usted también parece que se remoza. Ayer le pillé en conversación con una de esas francesas. Estaba apoyado en la baranda, mirando al mar, pero hablaba con ella al mismo tiempo en voz baja, como quien no hace nada.

—Hombre, yo soy casado —protestó Manzanares—. No haga malas suposiciones: yo no pienso ya en esas cosas.

Pero Maltrana insistió. Le gustaba la francesa y tampoco le parecía mal Conchita, aquella compatriota que iba sola a Buenos Aires.

—¡Un hombre de mi edad! —exclamó Manzanares—. ¡Y con el estómago perdido!… Esa Conchita es una muchacha decente; no hay más que verla: una señorita. No sea loco, Maltrana. Todos ustedes los de pluma son unos perdidos y creen iguales a los demás.

—¿Y París? ¿Y sus idas de noche a Montmartre?… Acuérdese cómo entretenía la otra tarde a Goycochea y Montaner contándoles sus buenas fortunas… Apuesto cualquier cosa a que si me deja entrar en su camarote encuentro un paquete de fotografías comprometedoras y de cartas de amor.

—No sea loco; no haga juicios temerarios. Deje en paz a las personas tranquilas.

Pero Manzanares decía esto con un tono de mansa protesta, brillando al mismo tiempo en sus ojos cierta satisfacción.

—¡Ah, calavera hipócrita! —prosiguió Isidro—. Cuando estemos en Buenos Aires iré un día a su establecimiento de la calle de Alsina, para decirle a la señora de Manzanares quién es su marido… Así lo haré, a menos que no me soborne con un par de botellas de champán.

Una oleada verdosa se extendió por el rostro del comerciante. Brillaron hostilmente sus ojos, no sabiendo Isidro ciertamente si este furor era por su insolente amenaza o por el convite propuesto. «Buenos días». La culpa era de él, que hablaba con locos. Y le volvió la espalda, alejándose.

Maltrana se dejó caer en un sillón. Sentíase cansado: este «querido amigo» sólo era generoso para caminar. Así estuvo mucho tiempo, frente al Océano, que titilaba bajo el resplandor del sol, gozando de la sombra de la cubierta, incorporándose y llevando una mano a su gorra cada vez que aparecía un nuevo paseante. Todos eran hombres y caminaban apresuradamente, dando la vuelta al castillo central, con la preocupación de combatir el engruesamiento de la vida sedentaria.

A estas horas las damas permanecían abajo todavía, en los camarotes y las salas de baño. Maltrana había sorprendido algunas veces las intimidades del arreglo matinal al transitar por los pasillos de las cubiertas inferiores, tropezándose con mujeres envueltas en kimonos y batones viejos que apresuraban el paso para refugiarse en sus camarotes, ocultando la cara como si temiesen ser reconocidas. Eran completamente diferentes de las que aparecían una hora después en el paseo. A veces, Isidro sentía ciertas dudas antes de identificarlas. Todas se mostraban considerablemente empequeñecidas y de pesados movimientos al caminar sin el montaje de los tacones. Los pies ligeros, recogidos y saltones lo mismo que pájaros en su encierro diurno de tafilete o de raso, eran ahora planos y deformes dentro de las claqueantes babuchas. Las carnes temblaban al moverse, conservando todavía la blandura y el suelto descuido de las horas de sueño. Las cabezas empequeñecidas y pobres de pelo mostraban unas mechas apelmazadas por la humedad reciente. Las caras tenían un tinte verdoso o sanguinolento; las narices estaban enrojecidas en su vértice.

Después de tales encuentros, evitaba Isidro el tránsito por los corredores a esta hora matinal, temiendo el enojo de las señoras. Al verle luego en el paseo rehuían su saludo o lo contestaban con sequedad, como si le hiciesen responsable de una falta de consideración… Pero el recuerdo de estas sorpresas le hacía sonreír con cierto orgullo. Él había visto; podía juzgar; estaba en el secreto. Y encontraba interesante la vida de a bordo con este contacto promiscuo que impone una existencia común desarrollada en limitado espacio.

Abandonó Maltrana su sillón al reconocer a dos señoras que venían hacia él: las primeras que se mostraban en el paseo. «Conchita y doña Zobeida…». Y las saludó gorra en mano sonriendo obsequiosamente, pues doña Zobeida, a pesar de su modesto exterior, le inspiraba una gran simpatía no exenta de lástima. Según él esta señora ya entrada en años era más niña que todas las pequeñuelas rubias que corrían por el paseo con una muñeca en los brazos.

El mayordomo, poco atento para su aspecto encogido y la pobreza de su traje negro, la había colocado en un camarote de dos personas, dándole por compañera a Concha, la muchacha de Madrid, «esta buena señorita», como la llamaba ella aun en los momentos de mayor intimidad. Regresaba a la tierra natal después de haber pasado unos meses en Holanda cerca de sus nietos. El marido de su hija era cónsul argentino y hacía años que vivía fuera del país. Por primera vez había salido la buena señora de su amada ciudad de Salta para ir en osada peregrinación más allá de los límites de la República, más allá del mar, a una tierra de la que regresaba con el ánimo desorientado, no atreviéndose a formular sus opiniones. «¡Y aquello era Europa!…». Ella, en su asombro, no osaba hablar mal; todo le infundía respeto; únicamente se quejaba de sus privaciones espirituales. «Esas tierras, señor, no son para nosotros; las gentes tienen otras creencias. Hay que buscar dónde oír una misa. No se encuentra un sacerdote que entienda nuestra lengua para confesarse con él». Y el contento de regresar a su tierra de altas mesetas y vegetación tropical aminoraba la tristeza de dejar a sus espaldas a la hija única y los nietos. La habían rogado que se quedase con ellos. ¡Ay, no! Quien la sacase de Salta, la mataba. Hablando con Isidro por vez primera, le había hecho el elogio de su ciudad.

—Cuando Buenos Aires no era más que Buenos Aires a secas, una aldea mísera, nosotros éramos el reino del Tucumán. Los porteños, ahora tan orgullosos, datan de ayer, son en su mayor parte hijos de gringos emigrantes. Nosotros somos nobles. Usted, que es español, conocerá sin duda nuestro apellido: Vargas del Solar. Tenemos en España muchos parientes condes y duques; un tío mío que se ocupaba de estas cosas mantenía correspondencia con ellos. Había reunido papeles antiguos de la familia; pero con las revoluciones y el haber venido a menos, se olvidan estas cosas. Allá todavía nos llaman «los marqueses». Cuando usted venga a Salta, verá en la puerta de nuestra casa un escudo de piedra. Otras casas también lo tienen… Pero usted, que es hombre que sabe mucho, según dice esta buena señorita (y señalaba a Concha), habrá leído lo que era Salta; sus ferias, a las que venían a comprar mulas desde Chile, Bolivia y el Perú… Nadie mentaba entonces a los porteños: todo nos lo llevábamos nosotros. Mi finado el doctor, que tenía muchos libros, hablaba de todas estas cosas pasadas cuando le ponderaban el crecimiento de Buenos Aires.

«Mi finado el doctor» era su marido, al que designaba por antonomasia con este título. Todo cuanto en el mundo puede decirse de verdad y de justa observación lo había dicho el grave abogado de provincia, que a través de treinta años de viudez se le aparecía ahora cada vez más grande, como la personificación de la sabiduría reposada y el buen sentido ecuánime.

Sentíase atraído Maltrana por la sencillez de palabras y pensamientos de doña Zobeida y el aire señorial con que acompañaba su modestia. Fijábase en su color un tanto cobrizo; en el brillo de sus ojos abultados, de córneas húmedas y dulce humildad en las pupilas, ojos semejantes a los de los huanacos de las altiplanicies andinescas; en el negro intenso de sus pelos fuertes y duros, que los años no podían manchar de blanco.

No obstante el remoto cruzamiento indígena que emergía en esta Vargas del Solar, encontraba Isidro en toda su persona una rancia distinción española, un aire de dama acostumbrada al respeto desde su nacimiento, y que, segura de su valía, puede atreverse a ser familiar en el trato y sencilla en sus gustos. «Esta doña Zobeida, medio india —pensaba Maltrana—, es una señora de Burgos que luego de vigilar las compras de su criada en el mercado entra en una librería para pedir un devocionario “bien cumplido”; una gran dama de Cuenca o de Teruel que por la tarde recibe su tertulia de canónigos y abogados viejos y toman juntos el chocolate, hablando de la corrupción del mundo». Estos recuerdos evocaban en su memoria a la vieja España, que había dejado huellas imborrables allí donde había descansado sus pies, esparciendo las características de la personalidad nacional por todo el planeta, en las más diversas y apartadas regiones.

La credulidad de la buena señora expandíase en ingenuos asombros ante los embustes y exageraciones que se permitía Maltrana para estremecer su alma inocente. «¡No diga! —exclamaba doña Zobeida—. ¡Vea!… ¡Qué cosas!». Y cuando ella no estaba presente, Isidro prorrumpía en elogios de su candor. Era para él la mejor persona de a bordo. Aquella mujer con nietos guardaba el alma de sus ocho años, incapaz de crecimiento y de evolución; y esta alma permanecía inmóvil y dormida en el envoltorio de su inocencia crédula, lo mismo que los embriones humanos dignos de estudio que se conservan sumergidos en un bocal.

Separada, por su timidez, de las compatriotas elegantes que venían en el buque, habíase unido con un afecto familiar a su compañera de camarote, «esta buena señorita», «esta pobre niña», que marchaba a un país desconocido sin más apoyo que vagas recomendaciones. Isidro, que conocía a Conchita de Madrid, se alarmó un tanto al verla en continuo trato con la inocente señora. Había vivido aquélla maritalmente durante algunos meses con un amigo suyo, «compañero de la prensa»; luego la había encontrado de corista en un teatro por horas y en varias fiestas nocturnas o matinales en los entresuelos de Fornos y en las Ventas.

—Cuidado, niña, con doña Zobeida —había dicho al verse a solas con Concha—. Esa buena señora es un alma de Dios… A ver si metes la pata y la asustas con alguna de las tuyas.

Pero la madrileña sentía también por la buena dama un cariño respetuoso.

—La quiero mucho: ¡si es de lo más buena!… Algunas noches, antes de dormir, la acompaño a pasar el rosario en el camarote. Mira, chico, la quiero como si fuese mi madre… Y eso que yo no he conocido a mi madre.

Esta mañana, doña Zobeida saludó a Isidro con sonrisa tímida y miradas suplicantes. No se atrevía a formular un pensamiento que la había empujado hacia él, y anticipadamente imploraba perdón con sus ojos.

—Hable usted de lo de anoche, Misiá Zobeida —dijo Concha interrumpiendo a la buena señora en sus alabanzas al mar y a la hermosura de la mañana, tópicos con cuyo desarrollo entretenía su timidez—. Isidro es un buen amigo… de lo más servicial. Yo le conozco desde que me llevaban al colegio.

Mentía Concha con aplomo dando a sus amistades con Maltrana este remoto y puro origen, lo que proporcionó a la buena señora una repentina confianza. Su joven compañera la llamaba Misiá, sabiendo que este título honorífico, de origen criollo, le gustaba más, por su sabor patriarcal y rancio, que el Doña, de origen peninsular.

—Yo no me atrevía —balbuceó la señora—. No me gusta molestar a nadie con mis cosas. Pero esta buena señorita me ha dicho quién es usted; que usted fue grande amigo de su papá y que sabe mucho… y las personas que saben mucho son siempre atentas con las que nada saben. Así era mi finado el doctor.

Y a continuación de este exordio empezó su discurso por el final, mencionando la conversación de la noche anterior con «la buena señorita», de litera a litera, después de haber rezado el rosario. Ya que aquel señor Maltrana era tan bueno, podía ayudarla en su pleito, la magna empresa de su vida y de la de todos los Vargas del Solar, el objetivo de sus ilusiones en las horas de recogimiento, la única petición que ingería en sus rezos por la felicidad de su hija y los nietecitos.

—Vea, señor: se trata de cuatrocientas leguas; unas cuatrocientas leguas cuadradas que son nuestras y nunca acaban de entregárnoslas.

Isidro abrió desmesuradamente los ojos con expresión de asombro y escándalo. ¿Sería una maniática aquella doña Zobeida?…

—¡Cuatrocientas leguas!… Pero eso es un Estado. Es casi una nación.

La señora insistió tranquilamente en la cifra. Cuatrocientas leguas… o tal vez eran más. No se habían mensurado, pero se extendían desde los Andes hasta cerca de Salta. Todos allá conocían el pleito de los Vargas del Solar: hasta los papeles de Buenos Aires habían hablado de él en varias ocasiones. Si alguna vez iba don Isidro al Norte de la República, no tenía más que preguntar: el último arriero de los que pasan a Chile recuas de mulas por la Cordillera le daría razón. Las arrias caminaban semanas enteras por parajes desiertos, en los cuales todavía se aparecían, rodeados de las fragosas tempestades de los Andes, la Pachamama y el Tatacoquena, las dos divinidades indígenas anteriores a la conquista española. Semejantes en todo a las simples imaginaciones humanas que los crearon, estos dioses son arrieros también y llevan tras de ellos recuas silenciosas de llamas cargadas con ricos fardos de coca, la ambrosía del paladar indiano. Y los trajinantes de la Cordillera, al navegar por este océano de tierra roja, peñascos metálicos y dormidos lagos de borato, discernían con su justiciero espíritu la verdadera propiedad del largo camino. «Todo esto es de los marqueses que viven en Salta». Y los marqueses eran los Vargas del Solar.

—Es nuestro y muy nuestro —continuó Misiá Zobeida—. Allá en nuestra casa guardamos los papeles. El pleito lo empezó mi finado tío, aquel que se carteaba con nuestros parientes de España, condes y duques, como ya le dije; y luego, mi finado el doctor, que sabía mucho, consiguió una sentencia favorable. El campo es nuestro (aquí Maltrana sonreía oyendo llamar campo simplemente a cuatrocientas leguas); el gobierno de Salta ha reconocido que nos pertenece, pero los años pasan y no nos lo entregan. Vea, señor, la cosa no puede ser más seria: una donación del rey… del rey de las Españas; un regalo que le hizo a uno de nuestros abuelos, el alférez Vargas del Solar.

Se interrumpió doña Zobeida, mirando con timidez a Maltrana, como si temiese ofenderlo con sus aclaraciones.

—Usted que sabe tanto habrá comprendido que este alférez era un gran personaje, y que le llamaban así no porque fuese de milicia, sino porque siempre que había nacimiento o casamiento de reyes, él era el que sacaba el pendón del monarca como alférez real y daba el primer viva. Mi finado tío explicaba todo esto con tanta claridad, que daba gusto oírle. También nos leía los papeles del rey, unos pliegos amarillentos, con agujeritos, como si los hubiesen mordido las lauchas, y escritos con una tinta que debió ser negra y ahora es roja como el hierro viejo… El campo no nos lo dieron de regalo: fue donación por ciertos dineros que el alférez envió a España una vez que el rey tenía sus apuros. Y como persona bien nacida y cristiana, el rey correspondió a este favor dándole el campo y el marquesado. Debían ser amigos, ¿no le parece?… El alférez era un gran personaje; y su señora la peruana, ¡no digamos! Todavía allá en mi tierra, cuando ven a una gringa emperifollada o a una china que se da aires de señorío, dice la gente, por burla: «Ni que fuese Misiá Rosa la marquesa».

La buena señora perdía su habitual timidez al recordar a esta abuela, más célebre aún y digna de memoria que el ilustre alférez amigo de los reyes. La contemplaba tal como se la había descrito muchas veces el «finado tío», en el estrado de su caserón de Salta, con ricas medias de seda, de las cuales cambiaba tres pares por día, mirándose con un orgullo de raza sus breves pies estrechamente calzados. Vestía los huecos y floreados guardainfantes que le enviaban de las mejores tiendas de Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas, perlas esparcidas por todo el traje. Más allá del estrado, sentadas en el suelo y con las piernas cruzadas, estaban unas cuantas negras con sayas de blancura deslumbradora. Una vigilaba el braserillo en el que hervía el agua, otra ofrecía el mate de plata cincelada con boquilla de oro, otra guardaba sobre sus rodillas la guitarra señoril de ricas incrustaciones.

Trotaban jinetes calle arriba, calle abajo, con la vaga esperanza de ver los ojos de brasa de la peruana al alzarse levemente la cortina de alguna reja. A la hora de misa, hidalgos venidos de lejos se hacían los distraídos en la puerta de la iglesia para contemplar la mayor celebridad del país, que llegaba envuelta en su manto negro de seda, por debajo del cual asomaba la recamada falda blanca o rosa. El alférez iba a su lado, con todo el señorío de su rango. Su chambergo con plumas contestaba solemnemente a todos los sombreros que se elevaban a su paso. Detrás marchaban dos negritos con el parasol y una rica alfombra, sobre la que se sentaba cruzando las piernas Misiá Rosa la marquesa para oír la misa.

El nobilísimo caserón de los Vargas, con sus ventrudas rejas y su escudo de piedra en el portal, sólo admitía las visitas de unos cuantos notables del país. En las épocas de feria animábase con la presencia de rancios hidalgos venidos del virreinato del Perú o del reino de Chile para comprar ganado de tiro; hacendados de la tierra baja llegados de las orillas del Plata para vender sus recuas de mulas, y de algún que otro asentista de negros de Buenos Aires que arreaba una partida de esclavos africanos con destino a las minas del Potosí. Cuando pasaba un nuevo gobernador camino de su ínsula, un obispo en gira pastoral, o los señores de la Real Chancillería, la casa del alférez era su posada, y los viajeros no tenían gran prisa en partir, como si los encantase la belleza y el señorío de Misiá Rosa, cuya fama había salido a su encuentro a muchas jornadas de camino.

La gente menuda hablaba maravillas del noble edificio y de sus riquezas. Una vez por año se cerraban sus puertas un día entero, y los viejos servidores de los Vargas, esclavos y libertos, todos gentes de confianza, tendían cueros en el patio principal, vaciando sobre ellos enormes sacos de monedas. Eran onzas, doblones de a ocho, cruzados portugueses, montones de oro que sacaban anualmente de su encierro subterráneo para que se airease y solease. Y el alférez y su esposa vigilaban impasibles esta operación tradicional, como si su servidumbre removiese sacos de trigo para el consumo de la casa.

Enardecíase doña Zobeida al relatar los esplendores pasados, y Conchita aprobaba moviendo la cabeza, como si diese fe. Habituada a oír todas las noches en su camarote estas grandezas creía haberlas contemplado con sus ojos.

—Y ahora, señor —continuó la vieja—, los Vargas del Solar somos pobres por culpa del pleito que no termina nunca. Las revoluciones y las guerras nos fundieron… Dicen que para que nos den lo que es nuestro es preciso mensurar el campo con arreglo a los títulos, y para hacer esa mensura se va a necesitar un año, o tal vez más, y muchos hombres, que habrán de vivir como se vive en el Polo; y esto costará mucha plata y la habremos de pagar nosotros… Hay en el campo mucha tierra que no sirve: peñascales, montañas; pero hay minas y hay también buenos pastos.

Por mí, no me movería a nada: yo necesito poco para mantenerme. Pero están mis nietos, mis pobrecitos, condenados a vivir en esa tierra de gringos; está mi hija, y quiero verla rica en Buenos Aires con el señorío que merece… Además, pienso en mi finado el doctor, que pasó su vida penando por sacar adelante el pleito. Seguramente que se alegrará en la otra vida si le digo cuando nos encontremos después de mi muerte que el campo ya es de la familia y que lo he conseguido yo. ¡Él, que decía que las señoras sólo entienden de las cosas de la casa! Figúrese, señor, aunque sólo se venda la legua a dos mil pesos una con otra, lo que eso representa.

Maltrana la interrogaba con la mirada y el gesto. ¿Y qué tenía que hacer él en este asunto?…

—Lo que yo quiero, señor, es que usted le hable al doctor Zurita, ya que es su amigo y los veo siempre juntos. A mí me da vergüenza acercarme a él sin conocerlo. Creo que ha sido mandón en Buenos Aires. Además, es doctor, y usted ya sabe lo que eso representa. Un doctor manda mucha fuerza, y más si es doctor porteño, pues ahora ellos se lo guisan y se lo comen todo, sin dejar nada para los demás, según decía mi finado… Si es tan amable que quiere oírme, yo le explicaré mi pleito, y a él de seguro le bastará una palabrita a los que mandan para que todo se arregle «sobre el tambor», como decimos allá. Se ve que es un buen caballero, cristiano y serio, como mi doctor. Me han buscado muchas personas de Buenos Aires para encargarse del asunto: hombres de negocios, gente que me daba miedo, y he dicho siempre que no. Mi finado les tenía horror a las «aves negras».

Calló un momento doña Zobeida, como si vacilase, pero luego añadió con timidez:

—Aquí mismo, en el barco, hay un señor que no sé cómo ha sabido lo de mi pleito, y según me dicen, quiere hablarme… Es el papá de esa niña que llaman Nélida, la que siempre anda revuelta con los muchachos. A mí no me gusta hablar de nadie, cada uno que se arregle con Dios; pero, francamente, señor: ¡esa niña que parece una cómica, y fuma, y no respeta a su madre! ¡Y ese padre que no la reta y se ríe de sus travesuras!… Que viva cada uno a su gusto, pero yo no quiero tratos con gringos de tal clase. Prefiero a los míos; y desde que sé que el tal señor desea hablarme del negocio, tengo más ganas de pedir al doctor Zurita que me dé su consejo.

—Lo verá usted, doña Zobeida. Yo me encargo de la prestación.

Sonrió la vieja dama con una alegría infantil, mostrándose aún más locuaz y comunicativa.

—El negocio hubiese llegado a término hace tiempo si mi finado tío viviese. Le habría bastado con enviar una carta a nuestros parientes de España. Pero ocurre lo que ocurre porque el rey de allá no está enterado. Usted, señor, que sabe tanto y que allá en su tierra es doctor indudablemente, o ese otro caballero que va con usted, tan buen mozo, tan distinguido y serio, y que también será doctor, cuando vean al rey díganle lo que nos pasa a los Vargas del Solar, los herederos del alférez. Usted verá al rey seguramente. Los doctores tienen siempre gran metimiento con los que gobiernan: en mi país, todos los amigos del Presidente son doctores… Mi pleito se resolvería «sobre tablas», como quien dice, sólo con que el rey enviase una esquelita al gobierno de Buenos Aires, o mejor aún, al gobernador de Salta, diciendo: «¿Qué es esto, señores? Lo dado, dado está, y entre caballeros no está bien faltar a la palabra. Entreguen ustedes a los descendientes del alférez Vargas lo que mis abuelos tuvieron a bien darle, y no se hable más del asunto». Y tengo la certeza de que así lo escribiría el buen rey si alguien le hablase y le enseñase nuestros papeles.

—Se le hablará —dijo Maltrana con acento de resolución, sin el más leve asomo de risa—. Se enterará de todo el buen rey, y escribirá la carta tan pronto como yo lo vea.

Y como si temiese el contagio risueño de los ojos de Conchita, la cual fruncía los labios para conservar su gravedad, Isidro se despidió de doña Zobeida, repitiendo la promesa de presentarla al doctor después del almuerzo.

Al ir hacia proa, vio apoyados en la barandilla a Ojeda y Mrs. Power, mirando el mar, con los codos y los flancos en apretado contacto. La brisa retorcía como espirales de fuego algunos rizos de la norteamericana que se escapaban de un sombrerillo de tela de oro.

—¡Bien empieza el día para éstos!… —murmuró Isidro—. Y la yanqui parece una niña con ese casquete gracioso de paje veneciano. ¡Qué pedazo de mujer!… Buenos días, señora.

Saludó sin detener el paso, con una reverencia que juzgaba graciosa, «la reverencia de peluca blanca y tacones rojos», según él la titulaba, y vio por un instante unos ojos irónicos y una boca bermeja que contestaban a su saludo.

—Otro que fuese inmodesto —siguió murmurando Maltrana— llegaría a tener sus pretensiones sobre esta señora. No puede verme sin reírse… Así empiezan, según opinión general, las grandes pasiones; y el amigo Ojeda, si no estuviese ciego, como todos los enamorados, debería mirarme con cuidado… Pero dejémonos de pompas y vanidades y atendamos a nuestros amigos. Allí viene uno… Buenos días, monsieur.

Se cruzó con el hombre «fúnebre y misterioso», su vecino de camarote, vestido de luto como siempre y con el rostro cuidadosamente afeitado. Apenas dobló su digna tiesura con una ligera inclinación de cabeza. Luego envolvió a Maltrana en una ojeada fugaz de sus pupilas azules y duras, y siguió adelante, contestando con voz seca: «Bonjour, monsieur».

Rio Isidro, mientras el otro se alejaba como ofendido por el saludo.

—El amigo Sherlock Holmes está enfadado. Se acuerda todavía de la broma de la otra noche. ¡Mal corazón!… ¡Como si todos estuviésemos obligados a vivir tristes y vestidos de luto, como él!… ¿Qué hará en este momento la princesa que guarda encerrada en el camarote?… ¡Y no haber descubierto yo todavía este misterio! ¡Qué vergüenza!

Cesó de pensar en el hombre negro y su incógnita cautiva al volver a la banda de estribor. Dos parejas permanecían inmóviles, en íntima conversación, entre los pasajeros que caminaban por este lado del buque siguiendo su marcha matinal. En último término, hacia la proa, Ojeda y Mrs. Power continuaban acodados en la barandilla. En el extremo opuesto, o sea cerca de Isidro, estaba de pie Manzanares al lado de un sillón de junco con almohadones bordados, en el que aparecía casi tendida una mujer rubia, con un brazo caído y un volumen en la mano. Los ojos del comerciante fijábanse con avidez en la nuca perfumada por las matinales abluciones y todas las blancuras inmediatas reveladas por la entreabierta penumbra de la blusa. De aquí saltaba su mirada a las redondeces de las piernas, envueltas en calada seda, emergiendo entre el follaje sedoso de las faltas.

Maltrana se acercó a él como si hubiese olvidado la escena de poco antes.

—Aquí le quería pillar, calaverón, tenorio de la calle Alsina… De seguro que está usted declarando su amor a esta señorita, en estilo de factura.

Visiblemente irritado Manzanares por la burlona intervención, se apresuró, sin embargo, a contestar, temiendo que Isidro persistiese en sus bromas.

—No señor; hablábamos de cosas serias, de cosas de allá. La señorita deseaba conocer mi opinión sobre la próxima cosecha.

¡Ah, la cosecha!… Maltrana sonrió al recordar que la próxima cosecha en la República Argentina era el principal motivo de conversación para una gran parte de los que iban en el buque, y un pretexto de continua consulta para aquella francesa rubia, que figuraba en el registro del buque como viajante en modas y sombreros, profesión que hacía torcer el gesto a muchos maliciosamente.

También a él le había hecho la misma consulta mademoiselle Marcela la primera vez que se había aproximado a su sillón, atraído por la novedad de su habla castellana incrustada de palabras francesas e italianismos del léxico popular de Buenos Aires.

Era este viaje el quinto que emprendía a las riberas del Plata, y mostraba una pericia de navegadora trasatlántica en su amabilidad con el personal del buque que mejor podía servirla, en la reserva discreta con que se mantenía aparte de los pasajeros de una clase social superior —especialmente de las señoras, modo seguro de evitarse desprecios y malas palabras—, y en su acierto al escoger su lugar en la cubierta, colocando el mismo sillón de junco, las almohadas y las mantas que le habían acompañado en anteriores viajes. «Yo voy a Buenos Aires casi todos los años —había dicho al curioso Maltrana para cortar sus preguntas insidiosas—. Es mi negocio; viajo por una gran casa de sombreros». Maltrana, malicioso e incrédulo, pensaba que la hermosa viajera comercial no debía llevar con ella otras muestras que los propios sombreros, un poco fatigados. Para economizar su uso, defendía los postizos de su cabeza rubia con una variedad de gasas de colores adquiridas en los montones de los grandes almacenes de París. Al saber que Isidro iba como ella a la Argentina, le había preguntado por la próxima cosecha, creyéndolo un propietario de aquel país.

Después, con las frecuentes conversaciones, se había establecido entre ellos cierta intimidad. ¡El dinero! ¡Lo que costaba de ganar y lo necesario que era para la vida!… Y la «bella sombrerera», como la llamaba Isidro socarronamente, entornaba los ojos hablando de los sacrificios que impone el negocio; de lo triste que era abandonar su pisito de la Avenida de Ternes, donde todo estaba en orden y a punto para las necesidades de la vida, con el cuidado de una mujer que sabe dar valor a los pequeños objetos y colocarlos en su sitio. Hablaba con ternura infantil de Chifón, un gato obeso y lustroso, y de dos canarios que había confiado a la portera. Otras veces recordaba melancólicamente al «buen amigo» que vagaría por el bulevar esperando su regreso, un joven verdaderamente chic, aunque pobre, con el que estaba en relaciones hacía algunos años. ¡Y las amigas! ¡Y los teatros! ¡Y había que abandonarlo todo por… el negocio! «La vida es triste, decididamente triste».

Cuando Isidro, que no podía aproximarse a una hembra deseable sin iniciar un intento de posesión, creyó de su deber mostrarse amoroso de Marcela, ésta acogió sus palabras con cierta severidad… ¡Un hombre que iba al Nuevo Mundo en busca de fortuna pensar en fruslerías amorosas que podían quitarle el tiempo necesario para los negocios! La vida es seria, y hay que aprovechar la juventud para asegurarse un porvenir. Luego, cuando se cuenta con el apoyo de los ahorros, puede uno permitirse alguna locura… ¿No sufría ella igualmente por culpa del negocio, teniendo que hacer sus viajes a América siempre que las amigas de allá le escribían que la cosecha era buena y el dinero iba a circular en abundancia?… En todos los puertos llenaba tarjetas postales con frases de intenso amor aprendidas en las comedias. No podía leer seguidamente unas cuantas páginas de aquel volumen amarillo de tres francos cincuenta, pues se escapaba de su brazo caído o quedaba olvidado sobre el sillón. Pensaba en el «buen amigo», el hombre chic y sin recursos, que dejaba por algún tiempo. Se había hecho retratar numerosas veces por un camarero de a bordo que explotaba la instantánea, y estas hojas de papel saldrían camino de París en la primera escala que hiciese el buque, representándola de pie y mirando el mar con aspecto melancólico, o tendida en el sillón con el rostro apoyado en una mano y ojos «de ensueño», haciendo crochet, leyendo… pero siempre pensando en él.

—Yo tengo mi beguin —continuaba ella, en su lenguaje políglota—. Pero hay que ser seria, ¿no?, y pensar en la plata para los viejos días. ¡Si fuese una a hacer caso de todos los que dicen ser enamorados! Macanas, che, créame a mí… Además, usted es pobre, y yo no comprendo a un hombre pobre; no tiene significación para mí; no sé qué pueda ser eso. Conozco a muchos que no tienen un sous y resultan simpáticos; pero los trato como camaradas nada más. Gastón, mi amigo, se arruinó, y aunque ahora está en la puré, volverá a tener plata cuando mueran sus tías… No ponga esa cara de cabotin enamorado; no me conmoverá niente. Soy vieja para creer en eso. ¡A me con la pigolita!…

Y para amostrar su incredulidad de negocianta de amor sorda a todos los gestos, palabras y juramentos de los parroquianos, repetía con delectación la frase criolla, final obligado de todos sus discursos: «¡A mí con la piolita!».

No era Maltrana el único que se había aproximado queriendo perturbar con diabólicas propuestas su tranquilidad de argonauta reflexiva y prudente, aquel quietismo monacal de plácidas digestiones y largas siestas, que era para ella el encanto más grande de las travesías oceánicas. Sus ojos de un azul claro, su cabellera rubia cenicienta, su carne blanca, jugosa y de ligeros tonos amarillos semejante a la fresca pulpa de un melón, parecían valorizarse con nuevos encantos así como transcurrían los días. A cada singladura los paseantes desfilaban con más lentitud ante su sillón, echando miradas de través. Aumentaba el número de los señores graves que permanecían de pie cerca de ella contemplando el mar con aire pensativo, mientras de sus labios fingidamente inmóviles dejaban caer proposiciones con acompañamiento de cifras.

Marcela ya no hablaba con Isidro de la gran casa de París que le había confiado su representación. Parecía olvidada de los sombreros, pero seguía aplicando a su verdadera industria una meticulosa prudencia comercial. ¡Los hombres!… Los unificaba en su pensamiento, viéndolos con idéntica contracción de espasmo lúgubre y el mismo ronquido de agonía, eternos gestos con los que terminaba para ella indefectiblemente toda intimidad. Creía de buena fe, con un escepticismo de profesional fatigada, que todos habían venido al mundo sólo para esto y eran incapaces de experimentar otros deseos.

—En todos los viajes es lo mismo, mon cher. Así como nos acercamos al Ecuador, los hombres se ponen locos y hay que sacudírselos como moscas. Y yo, ¡por nada del mundo!… ¡Aunque me ofrezcan mil!, ¡aunque me ofrezcan dos mil! Aquí todo se sabe, y aunque no se supiese, es lo mismo. Después, cuando llegamos a Buenos Aires, se dan importancia por las bondades que una ha podido tener en el buque con ellos, y lo cuentan, y es inútil que se traigan buenas toilettes de París y que una mujer se presente bien. Se pierde importancia, se desvaloriza, como dicen allá, y los amigos que esperan con interés vuelven de pronto la espalda… ¡La novedad! ¡El ser de uno nada más, para que pueda darse importancia y sus amigos le tengan envidia! Usted no sabe lo que en América se paga esto, mon cher. Vale tanto como un vestido chic y mucho más que la hermosura… No; aquí, en el buque, nada. Lo repito: aunque me diesen dos mil; aunque me diesen tres mil…

Admiraba Maltrana la facilidad con que esta joven repetía entre muecas de desprecio las cifras de miles y miles, ella que, semanas antes, en su pisito de la Avenida de Ternes llevaría indudablemente la cuenta del gasto diario con el esmero de una mujer ordenada, aunque de mala vida, que desea hacer ahorros para la vejez. Era la influencia del medio, la marcha hacia el país de la esperanza, que trastornaba diariamente en todos los cerebros las tímidas y estrechas apreciaciones del viejo mundo.

En el buque se hablaba a todas horas de cientos de miles de pesos, de campos de leguas y leguas, de terrenos cuyo valor podía centuplicarse en un sólo día. El franco y los céntimos trabajosamente ahorrados quedaban atrás de la popa, se perdían en el horizonte como algo vergonzoso que convenía olvidar. Eran el ensueño y la miseria de una humanidad anterior que afortunadamente no volvería a existir.

—Hay que ser prudente —repitió Marcela—; piense usted en el negocio y no pierda el tiempo en amores. Los que nacemos pobres no debemos permitirnos estas tonterías. Ya se ratraperá usted cuando sea viejo y rico. Entonces se dará el gusto de arruinarse por alguna muchacha que pueda ser su nieta… Y si ahora tiene usted verdadera necesidad de amor, no pierda el tiempo con nosotras: busque entre las personas «bien» que vienen en el buque. Ninguna de nosotras se atrevería a demostrarse como esa señorita alta, del pelo cortado. Al final del viaje va a resultar que somos las más juiciosas de a bordo.

Era notable la ponderación de esta muchacha que administraba su sexo con el mismo tino de un comerciante que sabe ofrecer o retirar el género a tiempo para mantener su valor.

—La cosecha es magnífica —dijo Isidro aquella mañana, apoyándose en un hombro de Manzanares—. No se preocupe, mademoiselle. Todas en el buque dicen lo mismo. Los Bancos no restringirán los créditos, todo el que pida dinero lo tendrá; y marcharán los negocios, y se vivirá bien, «en el mejor de los mundos»… Pero aunque un accidente inesperado diese al traste con esa cosecha que tanto le interesa, usted no debe afligirse. Aquí tiene a monsieur Manzanares, hombre generoso, que, según parece, está enamorado de usted y se dará por contento si puede hacer su felicidad.

—El señor —dijo Marcela sonriendo— ya sabe que en el buque no acepto nada.

—Bueno; pues será en tierra. Y de seguro que está deseando llegar a Buenos Aires cuanto antes, para poner a sus pies todas las blondas y puntillas de su establecimiento.

Manzanares, con el rostro verdoso y una sonrisa feroz, tartajeaba su protesta.

—¡Pero a usted quién le mete!… ¡Usted qué sabe!

Y tomando pretexto de la llegada de otras francesas que se sentaban junto a Marcela y la saludaron con un «¡bonjour!» malicioso al verla tan acompañada, el comerciante intentó retirarse.

—Espérese, amigo —dijo Isidro—; yo también me voy. Estas señoritas tendrán que hablar entre ellas de sus asuntos.

Señalaba a dos compañeras de Marcela que arreglaban sus sillones para tenderse en ellos, fatigadas sin duda de la ascensión desde los camarotes a la cubierta. La de más edad era alta, gruesa, con el pelo teñido de un rojo de llama y las carnes algo flácidas. Sus ojos verdes tenían un brillo imperioso; sus movimientos eran resueltos y varoniles. Ejercía una autoridad indiscutida en aquella parte del buque donde se reunían sus compañeras, y que las graves damas de a bordo llamaban en voz baja «el rincón de las cocotas». Las amigas la oían como un oráculo cuando solicitaban el apoyo de su experiencia. Todas ellas conocían sus viajes por gran parte del globo, sus audaces travesías en el corazón de América como artista cantante. Su vida era una verdadera novela folletinesca, con encuentros de fieras y de bandidos. Y no obstante su pasado enérgico, permanecía horas enteras en el sillón, anonadada por una fatiga sin causa. Descender al camarote era empresa que le hacía reflexionar largamente, acabando por pedir que la sustituyese una de sus amigas.

La compañera era una jovencita de ojos claros y virginales, encogida y tímida algunas veces y otras con audacias de colegiala revoltosa. En el buque llevaba siempre la cabeza al descubierto, libre de velos y sombreros, dejando que flotase su tupida cabellera, de un rubio obscuro, suavemente ondulada. Mostrábase orgullosa de que «todo fuese suyo». Estaba satisfecha de su juventud, que ignoraba el adorno de los falsos cabellos, y de su piel sana, que no conocía el arrebol del colorete.

Maltrana las saludó a las dos como amigo antiguo.

—Buenos días, mademoiselle Ernestina. Soy, como siempre, el más ferviente admirador de su hermosa cabellera… Mis respetuosos homenajes, madame Berta. Saludo el heroísmo majestuoso de la vieja guardia.

Y sin prestar atención a la palabra risueña pero un tanto fuerte con que la exuberante madama contestaba a su saludo, Isidro se apresuró a huir tras de Manzanares, que se había despegado del grupo.

Empezaba el concierto matinal en la terraza del café. Circulaban los camareros con grandes bandejas cargadas de sándwichs y tazas de caldo. La música parecía extraer racimos humanos de las puertas, escotillas y escaleras. Isidro comparaba el buque con un mueble viejo: bastaba que las vibraciones de los instrumentos de metal lo conmoviesen, para que al momento surgieran las gentes de todos sus poros y orificios como rosarios de parásitos. Varias señoras de las más encopetadas pasaron ante él sin volver la cabeza, desconociéndolo al verle en tan mala compañía.

«Estas matronas tan dignas —pensó él— me van a tomar ojeriza si me encuentran mucho aquí. Huyamos; hay que conservar las buenas relaciones».

Junto a la puerta del café detuvo a Manzanares.

—Es inútil su empeño —le dijo—. Pierde usted el tiempo. Sé bien lo que le han contestado: «En tierra veremos; aquí, ni por dos mil, ni por tres mil…».

—Déjeme tranquilo; no me… jorobe —rugió el comerciante—. No se ocupe más de mí.

Y separándose con un rudo tirón, se metió en el café en busca de sus amigos.

Maltrana se detuvo en la puerta. No osaba meterse en la penumbra de este salón obscuro y humoso durante el día, y que sólo al llegar la noche hacía resaltar la gloria de sus dorados, de sus escudos policromos y de sus vidrieras de colores bajo guirnaldas de luces eléctricas. Las mesas inmediatas a las ventanas ya estaban ocupadas a aquella hora por los sempiternos jugadores de poker. Isidro los contempló con un desprecio admirativo. Empezaban su tarea diaria, que había de concluir pasada media noche, sin más intervalos que los de las comidas.

«¡Qué gentes! —pensó—. Hacen el viaje sin saber dónde están, sin haber echado una mirada al mar. En el comedor comentan entre bocado y bocado los incidentes del juego. Tomaron los naipes a la salida de Boulogne o de Lisboa, y cuando lleguemos al río de la Plata habrá que gritarles: “Ya hemos llegado; ya estamos en Buenos Aires”. Y es posible que aún contesten: “Un momento; aguarden para atracar a que concluyamos la última partida…”. ¡Y eche usted copas! ¡Y traiga usted cigarros! ¡Y las más admirables de las señoras, que viven codo con codo entre ellos, juntando su rodilla con la del camarada de enfrente, tragando humo y mirando las cartas con ojos de bruja hambrienta!…».

Huyó de allí, volviendo al paseo, donde se encontró con Fernando, que caminaba solo. Isidro vio reflejarse en sus ojos una alegría interior.

—Marchan bien los negocios, según parece. La conferencia de esta mañana ha dado buen resultado… Caminemos un poco… cuénteme usted.

Pero Ojeda, para desviar la conversación, evitando la solicitada confidencia, aminoró el paso y dio con el codo a su amigo.

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