Los argonautas

Los argonautas


IX

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IX

El primer acto de la fiesta ecuatorial fue el paseo de la música a las nueve de la mañana por todas las cubiertas, deslizándose luego en los pasadizos y recovecos de los camarotes.

Muchos pasajeros estaban aún en la cama, y al apagarse el eco de los instrumentos, volvieron a reanudar su sueño. Se habían acostado tarde. En la noche anterior, las luces del café permanecieron encendidas hasta que el amanecer fue empañando su brillo. La marinería, al limpiar las cubiertas, habían salpicado con su mangueo algunos escarpines de charol que marchaban titubeantes sin encontrar su camino y smokings cuya negrura estaba constelada de manchas de ceniza y de champán.

La gente menuda del pasaje fue la única que corrió bulliciosa al escuchar este primer anuncio de la fiesta. Niños y criadas marchaban al frente de la banda, admirando los disfraces con que se habían cubierto los músicos en honor de la grotesca solemnidad; sus caras con chafarrinones de almagre y sus narices de cartón. Un camarero vestido de pielroja, con gran abundancia de plumas, iba ante la música haciendo molinetes con una cachiporra de tambor mayor.

Saludábanse los pasajeros matinales en el paseo con grandes elogios al día. El agua era gris, el cielo estaba encapotado; el Océano ecuatorial ofrecía el aspecto de un mar del Septentrión. La brisa fresca que venía de proa ahuyentaba el temido calor. Magnífico día para el paso de la línea.

A las once circuló una noticia que hizo salir de sus camarotes a los perezosos y llenó en poco tiempo las cubiertas. Se veía tierra… Y todos corrieron al lado de babor con vehemente curiosidad, como si desearan saciar sus ojos en un fenómeno inaudito. ¡Tierra!… Esta palabra evocaba algo lejano que había existido en otros tiempos, y que la gente, acostumbrada a la soledad oceánica, consideraba ya como irreal.

Buscaban muchos esta tierra en la extensión gris con la simple mirada, y sólo después de largos titubeos llegaban a distinguir un pequeño borrón negro, una línea ondulosa y corta que parecía flotar sobre las aguas como un montón de basura. Era la Roca de San Pablo, aglomeración de piedras basálticas en mitad de la línea equinoccial; pedazo de tierra diminuto olvidado por las convulsiones volcánicas y que seguía emergiendo audazmente entre África y América, sin fauna, sin flora, yermo y maldito en las soledades del Océano, lejos de todo país habitado.

—El único lugar de la tierra que no tiene dueño —dijo el doctor Zurita en un grupo—. La única isla que no ha tentado la codicia de nadie… Cómo será, que ni a los ingleses se les ha ocurrido plantar en ella su bandera.

Apuntábanse las filas de gemelos a lo largo de la borda, y en el redondel de sus oculares aparecía un amontonamiento de rocas flanqueado por otras sueltas en forma de islotes; pedruscos negros, rugosos, que recordaban la piel de los paquidermos, y en torno de los cuales levantaba la resaca enormes rociadas de espuma. El mar tranquilo alterábase al tropezar con este obstáculo inesperado. Se adivinaba la existencia de cavernas submarinas, gargantas y canalizos invisibles, en los cuales se retorcía furioso el Océano al perder su calma soñolienta, encabritándose con espumarajos de rabia, desplomándose sus cataratas gigantescas sobre los negros abismos.

Ni una persona, ni una brizna de hierba, ni un pájaro en la roca pelada, que a las horas de sol debía arder y reverberar como un paisaje infernal.

—Ahí sólo hay tiburones —dijo un pasajero, como si hubiese vivido en la isla—. Procrean en sus cuevas, y luego van a buscarse la comida por los mares calientes, hasta las costas del Brasil o las Antillas.

El recuerdo de estos mastines del Océano hacía estremecer a las mujeres. Se los imaginaban pululando lo mismo que bancos de sardinas en las cavernas y escollos de aquel islote; los veían con el pensamiento pasando y repasando por debajo del vientre del navío, traidores, cautelosos, con su cabeza más voluminosa que el resto del cuerpo, aguardando que alguien cayese para triturarlo entre la triple fila de sus dientes.

Los hombres evocaban las tragedias feroces de la profundidad, cuando el escualo hambriento, no encontrando en la superficie más que bandas de peces voladores, descendía y descendía miles de metros, en busca de los calamares enormes que agitan en la sombra la vegetación de sus tentáculos. El tiburón, agobiado por la asfixia de la profundidad, había de efectuar su cacería con rapidez. Batallaba el diente con la ventosa, el coletazo demoledor con el tentáculo que ahoga, la boca que desgarra con la boca que sorbe. Y en esta batalla invisible que se desarrollaba abajo, a varios kilómetros de distancia vertical, en la penumbra de unas aguas obscuras, entenebrecidas aún más por las nubes de tinta que exuda el pulpo, unas veces queda el tiburón prisionero de la red viscosa y ávida; otras sube vencedor, con el coriáceo pellejo hinchado por la succión de las ventosas, y a la luz de las estrellas, dejándose flotar en las ondulaciones de la superficie, devoraba los restos de la presa arrancada del abismo.

Esta evocación hacía recordar a muchos el lugar donde estaban. Aquel hotel lujoso, con su música, sus tropas de sirvientes y sus salones, no era más que una caja flotante y bien acondicionada, debajo de la cual seguía latiendo la vida feroz y ciega, ignorante de la justicia y de la misericordia, lo mismo que en los primeros días del planeta. Avanzaban los humanos comiendo, bailando, requebrándose de amor por lugares del globo donde aún subsistían las formas crueles y ciegas de la bestialidad prehistórica. Vivían lo mismo que en tierra, sin acordarse de que marchaban sobre una columna acuática y movible de seis mil metros de altura, de la cual era el buque a modo de un capitel.

La Roca de San Pablo fue quedando a la popa del trasatlántico. El islote estéril recibió el título de antipático de boca de las señoras, que dejaron de mirarlo, falto ya de interés. Visto sin los gemelos, parecía algo repugnante que flotaba sobre las aguas: los residuos digestivos de un leviatán; un montón de deyecciones del fabuloso pájaro Roc.

Deshiciéronse los grupos para esparcirse por el paseo, y en este desbande general, Ojeda y Maltrana se encontraron frente a frente.

Isidro fijó sus ojos con maliciosa expresión en la cara de su amigo.

—¿Qué tal la noche?…

Fernando hizo un gesto de indiferencia. Muy bien.

—Le veo a usted pálido —añadió aquél—, algo ojeroso. Cualquiera diría que ha tenido usted malos sueños… o que ha estado la noche entera sin dormir.

—¡Cuando le digo que la he pasado muy bien!…

Y Maltrana, ante el tono de impaciencia de su amigo, no quiso insistir más.

—Su aspecto no es mejor que el mío —dijo Ojeda sonriendo—. De seguro que se acostó tarde… ¿A ver esa cara? Muy bien: no tiene usted señal de golpe. Esta fiesta le ha resultado mejor que la otra.

Maltrana se indignó. ¿Creía acaso que sus amigos eran unos bárbaros?… La pelea general del otro día había sido algo inesperado. Las gentes iban conociéndose mejor; el trato amansa a las fieras. Eran ya como hermanos y se perdonaban las injurias. Un insulto se olvidaba ante una nueva botella.

Y como Fernando, ganoso de que la conversación no recayese sobre él, insistió por conocer los detalles de la fiesta, Maltrana fue hablando con cierta reserva.

—Nada; una reunión culta, muy decente. Hasta tuvimos nuestras damas, lo más distinguido, lo más chic. Esta vez, las señoras de la opereta, solemnemente invitadas por mí en nombre de los amigos, se dignaron venir… Uno tiene su prestigio y sus éxitos, amigo Fernando; no todo ha de ser para los demás.

Para que no insistiese en esto último, le preguntó Ojeda si el mayordomo había tenido que intervenir, como la otra vez, para restablecer el orden.

—No —dijo Maltrana después de alguna vacilación—. Las cosas se desarrollaron en el fumadero en santa paz. Muchas botellas destapadas, mucho canto. Las damas encontraron duros los asientos y al final fumaban con la cabeza apoyada en un señor y los pies en otro… ¡Orden completo! El mayordomo se asomaba a la puerta para sonreír como un maestro satisfecho de sus chicos. Uno que hacía suertes de gimnasia con un sillón lo dejó caer sobre la cabeza de su compañero. Le limpiamos la sangre y luego se dieron la mano los dos. Total, nada. No fue con mala intención… Las damas, que no entendían palabra y sólo sabían beber y sonreír, se dignaban tomar el brazo de un amigo para dar un paseo misterioso y poético por la última cubierta o por los pasillos de los camarotes, volviendo algo después para aceptar nuevas invitaciones… Le digo que fue una fiesta honrada y distinguida.

Ojeda sonrió incrédulamente. Había oído hablar algo de muebles rotos y peleas con el mayordomo.

—Una insignificancia. Una humorada de mis amigos los norteamericanos… Pero el conflicto quedó arreglado inmediatamente.

Habían salido todos del fumadero atraídos por la luna, una luna enorme que cubría de plata viva el Atlántico y hacía correr por los costados del buque arroyos de leche luminosa. La honorable sociedad contemplaba el espectáculo con un sentimentalismo alcohólico que agolpó lágrimas en los ojos. Las damas apoyaban con desmayo poético sus cabezas rubias en el hombro más próximo. Una rompió a llorar con estertores histéricos. «La luna… la luna», murmuraba cada uno en su idioma. Y así estuvieron inmóviles largo tiempo, como si no la hubiesen visto nunca, hipnotizados por aquella cara de mofletes luminosos suspendida en el horizonte.

Un norteamericano arrojó una botella con dirección al astro. Había que dar de beber a la gran señora. E inmediatamente, como si esta locura fuese contagiosa, una lluvia de botellas vacías o sin destapar fue cayendo en el Océano. Pasaban ante el luminoso redondel como una nube de proyectiles negros. Al agotarse la provisión, los comisionistas musculosos y los pastores de las praderas cogieron las sillas y las mesas de la cubierta, y todo comenzó a pasar sobre la borda, cayendo en el agua con ruidoso chapoteo.

Palmoteaban unos, retorciéndose de risa por lo inesperado del espectáculo; gritaban otros, entusiasmados por el vigor y la rapidez con que saltaban los objetos del buque al mar; corrieron los camareros para dar aviso de estos desmanes, y apareció el mayordomo lanzando gritos y poniéndose con los brazos en cruz entre la borda y los tiradores.

Hubo que hacer esfuerzos para apaciguar a los cow-boys, que encontraban el juego muy de su gusto. Ellos estaban prontos a pagar todos estos desperfectos y los que pudieran hacer los respetables gentlemen que estaban en su compañía. «Y un gentleman que paga, puede hacer lo que quiera». Sacaban los billetes a puñados de los bolsillos de sus pantalones, indignándose de que por unos dollars vinieran a perturbar sus placeres, y únicamente se apaciguaron al verse de nuevo en el fumadero con toda la honorable sociedad, ante unas botellas que un amigo había guardado ocultas debajo de una mesa.

—Y no hubo más —dijo Maltrana.

Pero Ojeda insistió. Cerca del amanecer habían despertado muchos pasajeros que vivían en las inmediaciones del camarote de Isidro. Gritos, golpes a la puerta, llamamientos desesperados de timbre, llegada del mayordomo con su ronda de criados. ¿Qué había sido aquello?

—Fue obra mía —contestó Maltrana bajando los ojos con modestia—. Me ocurrió lo de la otra noche. Apenas bebo un poco, me asalta el recuerdo de mi vecino el hombre lúgubre y quiero averiguar el misterio que guarda en el camarote inmediato.

Había hablado a sus compañeros de esta novelesca vecindad, dando por real e indiscutible todo lo que él llevaba en su imaginación. Una gran señora, princesa rusa o archiduquesa austriaca —en esto dudaba Maltrana—, venía prisionera en el buque. Nadie la había visto, pero su hermosura era extraordinaria. Y su raptor y guardián era aquel hombre antipático, siempre de negro, con cara adusta…

Le escucharon todos con gran interés: unos, conmovidos egoístamente por la hermosura de la dama; otros, noblemente indignados de que junto a ellos pudiese un hombre realizar este secuestro. El cow-boy más viejo abría los ojos con asombro infantil. «¡Y la mistress vivía encerrada contra su voluntad! ¡Y esto era posible!…».

A los pocos minutos veíase Maltrana avanzando cautelosamente por el pasillo que conducía a su camarote, seguido de varios compañeros que marchaban en fila, conteniendo el aliento como si fuesen a sorprender a un enemigo dormido. Golpearon la puerta del hombre misterioso. «Señor: abra usted buenamente». Le convenía evitar el escándalo y que su crimen quedase en el misterio. Era Maltrana el que se lo aconsejaba por su bien. Debía entregarles la llave del camarote inmediato y seguir durmiendo, si tal era su gusto… Inútil resistir, pues llegaba al frente de un ejército de héroes… ¿Se hacía el sordo? ¡A la una!… ¡a las dos!…

Y los héroes cayeron con todo el empuje de sus cuerpos sobre la puerta del camarote vecino, para echarla abajo y libertar a la dama. «No tema usted, princesa: no grite. Somos amigos». La recomendación de Maltrana fue inútil, pues la princesa no gritó ni se aproximó a la puerta. Cada golpazo del cow-boy viejo conmovía toda la fila de camarotes. Sonó un estallido de gritos y maldiciones de gentes súbitamente despertadas. Vibró furiosamente a lo lejos el sonido de un timbre. Era el hombre misterioso que pedía auxilio.

—Cuando, al presentarse el mayordomo, vio que intentábamos forzar la puerta de la princesa, se puso enfurecido como jamás le he visto: con una cólera de cordero rabioso. Nos faltó al respeto, amenazándonos con llamar al comandante para que nos metiese en la barra. A mí me prometió cambiarme de camarote hoy mismo, para que no repita mis intentos. Y todo esto me afirma aún más en la creencia de que hay un secreto, un gran secreto, en ese camarote cerrado. Había que ver la indignación del mayordomo cuando nos pilló en vías de descubrirlo… Y no se descubrirá, hay que perder la esperanza.

Ojeda pareció interrogarle con sus ojos al oír esto.

—No se descubrirá —continuó Isidro—, porque acabo de dar al mayordomo mi palabra de honor de no ocuparme más de mi vecino ni curiosear en el camarote inmediato. Sólo así me deja en el mío y no me obliga a pasar a otro menos cómodo… El hombre misterioso triunfa. ¡Cómo ha de ser!… Acabo de verlo, y para castigarle, no le he saludado… Y le negaré siempre el saludo, aunque él finge que no le importa. Eso le enseñará a callarse y a ser persona decente.

Y como si le doliese tener que abandonar la empresa, dijo a Ojeda:

—Usted podía dedicarse a este negocio. Si quiere, le presto mi camarote para espiar desde él. Fíjese bien… se trata de una princesa. Y seguramente que si es usted el que la busca, ella se dejará ver. Usted es de mejor presencia que yo: más guapo, más elegante.

Fernando hizo un gesto de indiferencia y despego que pareció ofender a Maltrana, como si fuese dirigido contra una persona de su familia. ¡Pobre princesa! ¡Verla abandonada así!…

—Lo comprendo. Usted tiene por el momento cosas que considera mejores… Pero tal vez se engaña. ¡Quién sabe!… ¡quién sabe!

Siguió escuchando Ojeda a su amigo, pero con cierta distracción, volviendo la cabeza siempre que notaba el paso de alguien por detrás de él. La cubierta estaba totalmente ocupada por los pasajeros: unos, en grupos movibles; otros, sentados a la redonda en los sillones, obstruyendo el paso. Todos estaban arriba… menos ella.

Ansiaba verla Fernando y tenía miedo al mismo tiempo. Sentía la zozobra de la primera entrevista luego de la posesión, cuando se reflexiona fríamente, desvanecidos ya los arrebatos cegadores, y se calculan las consecuencias del gesto. ¿Qué expresión sería la suya al encontrarse como amigos, obligados al fingimiento después de una oculta intimidad?…

Sonó el rugido de la chimenea, que indicaba la hora de mediodía. ¡A almorzar!… Abajo, en el comedor, Fernando sintió crecer su inquietud al ver que se llenaban todas las mesas y la de Maud seguía desocupada. Sucedíanse los platos; el almuerzo tocaba a su fin, y ella sin aparecer.

Maltrana, apiadándose de su impaciencia, preguntó a un camarero por la señora norteamericana. ¿Estaba enferma?… Y el doméstico volvió al poco rato con noticias. Había pedido que la sirviesen el almuerzo en su camarote. Tal vez estaba indispuesta.

Esto hizo que Ojeda comiese de prisa, con un visible deseo de escapar cuanto antes… ¡Maud enferma! Avanzó por el pasadizo que conducía a los departamentos de lujo en el mismo piso del comedor. Marchó con seguridad sobre la mullida alfombra hasta las proximidades de su propio camarote, pero al torcer con dirección al de Maud, fue adelantando cautelosamente, como el que acude a una cita amorosa y teme ser visto. Al final de un breve corredor, junto a un tragaluz, estaba la puerta de Mrs. Power, con una tarjeta que ostentaba su nombre. La puerta permanecía entreabierta e inmóvil, fija en esta posición por un gancho interior para que dejase entrar el fresco del pasillo.

Fernando miró por el espacio abierto, sin ver otra cosa que la mitad de una mesa ocupada por artículos de tocador. Entre los cepillos, botes de perfume y pulverizadores parecía reinar la fotografía de un hombre encerrada en un marco de níquel. Era un buen mozo, de mandíbula enérgica, bigote recortado, ojos imperiosos y una gran flor en el ojal de la solapa. Indudablemente míster Power… Recordó Ojeda que en la noche anterior Maud se había arrancado de sus brazos en el primer momento, corriendo a aquella mesa con el ansia de reparar un olvido. Sin duda fue para ocultar al simpático mister, que otra vez ocupaba el sitio de honor, transcurridas las horas de ingratitud y de pecado.

Tocó con los nudillos en la puerta tímidamente, y una voz interrogante, la de Maud, contestó con afabilidad: «¿Quién?…». Pero al dar Fernando su nombre, hubo cierto movimiento de sorpresa y revoltijo al otro lado de la puerta, como si Mrs. Power se incorporase sorprendida e irritada. «¡Ah, no!, ¡imprudencias, no!…». Su voz temblaba, colérica, enronquecida; una voz despojada de pronto de su sedosa feminidad. Y como si temiese que el hombre audaz llevara su atrevimiento hasta levantar el gancho que fijaba la puerta, fue ella la que se adelantó a su acción, cegándola con rudo empuje, que puso en peligro una mano de aquél.

Permaneció Fernando confuso ante la hermética hoja de madera. Balbuceaba excusas. Había venido para saber de la salud de la señora: temía que estuviese enferma. Pero ella cortó estas palabras humildes que imploraban perdón con otras breves y rudas como órdenes. Podía retirarse. No se venía sin permiso al camarote de una dama. Era una imprudencia comprometedora, indigna de un gentleman.

Sintió más estupefacción que vergüenza al retirarse humillado. Pero ¿era Maud la que hablaba así?… ¿Sería un sueño lo de la noche anterior?…

Repasaba en su memoria incidentes y palabras con la ansiedad de encontrar algo que hubiese podido ofenderla. Porque él estaba seguro de que sólo una ofensa involuntaria de su parte podía ser la causa de esta conducta. ¡Son tan susceptibles las mujeres!…

No podía achacar este cambio de humor a una decepción sufrida por Maud. No; eso no. Lo afirmaba él, orgulloso de su poderío varonil. Recordaba satisfecho los suspirantes agradecimientos de la norteamericana, sus balbucientes elogios a la incansable vehemencia de una raza que, en ciertos extremos, consideraba muy superior a la suya, metódica y prudente; la humildad con que al amanecer había pedido misericordia, vencida por la fatiga y el sueño.

«Esto pasará —se dijo Fernando—. Un capricho… tal vez cierto rubor; miedo de verme otra vez. A la tarde o a la noche hablaremos, y como si no hubiese ocurrido nada».

Arriba, en la cubierta de paseo, vio a la gente agolpada sobre una borda de estribor, mirando al mar. Una tromba: una tromba de agua en el horizonte. Miró como los otros, pero sin ver nada extraordinario. El cielo se había despejado con la mudable rapidez de la atmósfera ecuatorial. En su límpido azul sólo quedaba flotante una nube negra cerca de la línea del horizonte.

Esta nube, que contemplaban todos, parecía una flor de pétalos vaporosos, con un largo vástago que descendía en busca del agua. Pero este vástago perdía de pronto su rigidez, tomando la forma de una sanguijuela que se estiraba sin llegar con su boca al Océano. Un espacio de color violeta quedaba entre la superficie atlántica y el extremo de la manga; y sin embargo, no por esto dejaba de verificarse la colosal succión. El mar levantábase debajo de la nube en forma de canastillo, y este redondel acuático coronado de espumas cambiaba de sitio así como el cono nebuloso iba corriéndose por el cielo.

Se deshizo al fin la tromba, restableciéndose la uniforme tersura del horizonte. Los pasajeros, terminado el espectáculo, volvieron a formar corros en la cubierta o se ocultaron en el fumadero y el jardín de invierno. Bromeaban acerca de la ceremonia que iba a verificarse aquella misma tarde. Asomábanse al balconaje de proa para ver abajo la gran pila del bautizo, improvisada en el combés con maderos y lonas impermeables: una piscina de natación que recibía agua continua del mar por una manga y derramaba parte de su contenido con el balanceo del buque.

Los sesteantes abandonaron sus camarotes a las cuatro de la tarde y subieron a las cubiertas, parpadeando deslumbrados por el ardor del sol. La música, acompañada de gritos y gran batahola infantil, recorría el buque. Neptuno acababa de subir a bordo. Nadie había visto por dónde, pero la presencia del dios con su bizarro cortejo era indiscutible.

Alineábase la gente en el paseo para ver desfilar el cortejo carnavalesco. Primero, la banda, precedida del pasaje menudo: niñeras empujando los cochecillos infantiles; muchachos inquietos que saltaban y se empujaban, coreando a todo gañote la marcha que tocaban los músicos. Después, un pielroja con grandes penachos y un hacha enorme, cubiertas sus desnudeces con sudoroso almazarrón, y dos negros casi en cueros, sin otras superfluidades que unos taparrabos de crin, huecos como faldellines de bailarina, y una lanza al hombro. Estos negros falsificados, con el cuerpo reluciente de betún, enseñaban por debajo de la peluca ensortijada sus ojos azules. A continuación, cuatro gendarmes de cascos abollados y sables herrumbrosos; y tras esta escolta de honor, Neptuno, el de las blancas barbas, con diadema de latón y cara de borracho; un astrónomo y su ayudante, con luengos fracs de percalina y sombreros de copa alta pintarrajeados de estrellas; un escribano con toga y birrete, seguido de su ayudante, que llevaba los libros; y el barbero del dios, favorito y bufón a un tiempo, lo mismo que ciertos rapabarbas históricos consejeros de los antiguos reyes.

Luego de recorrer todos los pisos del castillo central, descendió la procesión al combés, instalándose junto a la piscina. Los emigrantes, acorralados en la proa tras una valla de cuerdas, contemplaban en silencio la grotesca ceremonia. Los balconajes del castillo central llenábanse de gentío. Desde la explanada de proa abarcábase en conjunto su enorme fachada blanca, semejante a la de un palacio en construcción, cortada por galerías de un extremo a otro y rematada por un kiosco que era el puente. Sobre las filas de curiosos asomados a los diversos balconajes aparecían otros subidos en bancos y sillas, avanzando las cabezas para ver mejor la fiesta. El puente de derrota también estaba invadido por los pasajeros, y entre las gorras blancas de los oficiales que allá en lo alto escrutaban el mar y vigilaban la marcha del buque brillaba el tono rubio de algunas cabezas femeniles y ondeaban velos de colores.

El astrónomo carnavalesco y su ayudante tomaron la altura con ridículos instrumentos de náutica, y al hacer la declaración de que estaban exactamente en la línea, Neptuno, con un golpe de tridente, dio principio a la ceremonia.

El escribano leía en un libro sostenido por su amanuense. Las palabras alemanas, al surgir rudas y sonoras por entre sus barbas de cáñamo rojo, provocaban en los balconajes una explosión de carcajadas y rubores femeniles. Era la risa gruesa que acompaña a los chistes equívocos. «¿Qué dice?, ¿qué dice?», preguntaban los más, al no entender estas agudezas germánicas. Y aunque no obtuviesen contestación, reían igualmente.

Ojeda y Maltrana, que estaban en el combés, cerca de los grotescos personajes, avanzaban la cabeza como si pretendiesen entender algo de este relato.

—¿Qué dice, Fernando?… Las palabras tienen cierto runrún, como si fuesen versos.

—Son aleluyas. No entiendo bien, pero me parecen bobadas para hacer reír a esta buena gente.

Terminó la lectura con un sonoro trompeteo de los músicos, y los dos negros, abandonando sus azagayas, se lanzaron de cabeza en la piscina, haciendo varias suertes de natación y quedando largo rato con los pies en alto y la cabeza sumergida, flotando sobre la superficie el faldellín de crines. Gritaban las señoras con risueño escándalo; volvían la cabeza algunas madres en busca de sus niñas, para recomendarles que no mirasen. Pero pronto se restablecieron la calma y la confianza, por tratarse de negros civilizados, negros protestantes, que usaban púdicos disimulos debajo del taparrabos.

Sus gracias natatorias quedaron casi olvidadas por los preparativos grotescos que hacía el barbero. Sacaba a la luz sus aparatos, y cada uno de ellos era saludado con grandes risas: una navaja de afeitar del tamaño de un hombre; unas tenazas no menos grandes, que servían para arrancar muelas, todo de madera pintada; una brocha que era una escoba, con la que revolvía el líquido de un tanque, echando puñados de yeso que figuraban ser polvos de jabón. Afiló la navaja en una gran pieza de tela que sostenían dos grumetes; probó las tenazas intentando cazar con ellas la cabeza de uno de los negros, que las esquivó sumergiéndose en la piscina; apreció la densidad de la pasta blanca del cubo salpicando con un asperges de la escoba a los más vecinos; y las buenas gentes celebraban con gran regocijo todas sus travesuras.

Empezó el desfile de neófitos. El escribano leía nombres, y avanzaban entre dos gendarmes los que debían recibir el bautizo, descalzos, sin más traje que las ropas interiores o un simple pijama. Eran pasajeros de primera clase que accedían a tomar parte en la ceremonia, y cuya presencia saludaba el público con gritos y aclamaciones. Reían las mujeres con maliciosa delectación al contemplar en tal facha a los mismos señores que se pavoneaban en el paseo o en el comedor con estiramiento ceremonioso.

Sólo desfilaban los alemanes que hacían su primer viaje al otro hemisferio, amigos de las tradiciones, que se hubiesen creído defraudados en sus intereses y disminuidos en su prestigio al proponerles alguien que se ahorrasen esta ceremonia grotesca y penosa.

Era costumbre antigua sufrir el bautizo de la línea, y ellos no renunciaban a lo que de derecho les correspondía. Además, era un honor y una satisfacción contribuir al regocijo de los compañeros de viaje a costa de la propia persona. Al surgir en la lista de los destinados al bautizo un nombre que no era alemán, el escribano se abstenía de repetirlo y pasaba a otro. Sabían los del buque, por varias experiencias, que sólo el buen humor germánico se prestaba con gusto a estos juegos. Las gentes morenas, susceptibles en extremo y con gran miedo al ridículo, tomaban como ofensas estas bromas inocentes.

Ponían los gendarmes al neófito en manos del barbero, y éste lo hacía sentar sobre una escalerilla al borde de la piscina. Los dos negros se agitaban detrás de él mojándole las espaldas con furiosas rociadas que le hacían estremecer, mientras el rapabarbas procedía a su tocado. Le embadurnaba con la pasta blanca, pugnando por sostener al paciente, que intentaba librar los ojos y la boca del tormento de la escoba. Fingía afeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto, el escribano pronunciaba la fórmula del bautizo: «Por la gracia de nuestro dios Neptuno te llamarás en adelante…». Y le daba un nombre: tiburón, cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricaturesco de su persona, apodos que encontraban eco en la fácil hilaridad del público.

Soltaba un rugido la trompetería al terminar su fórmula el escribano; apoyaba sus puños el barbero en el pecho del neófito, tiraban de él los negros, y caía de espaldas en la piscina con un chapoteo que salpicaba a larga distancia. Desaparecía en el líquido turbio cubierto de vedijas de yeso. Los negros pesaban sobre él para mantener su inmersión lo más posible, y al fin resurgían los tres hechos un racimo, luchando con furiosas zarpadas que provocaban risas. Y el bautizado salía chorreando, sin otra preocupación que mantener las manos cruzadas sobre el vientre para evitar indecorosas transparencias, llevando en sus ropas las huellas obscuras de las manos de los negros, mientras éstos ostentaban en sus brazos desteñidos las manos blancas marcadas por el neófito durante la lucha.

Iba lanzando nombres el escribano, y algunos, al no obtener respuesta, provocaban la intervención de la fuerza pública. Obedeciendo a una seña del mayordomo, salían los ridículos gendarmes en busca del fugitivo por todo el buque. Era alguno que deseaba aumentar la alegría pública con este incidente de su invención. Y cuando al fin se dejaba coger, aparecía, lo mismo que una tortuga en su caparazón, bajo las vueltas del cable con que le habían sujetado sus aprehensores. El barbero se ensañaba con él, prolongando las bárbaras operaciones de aseo, y los negros libraban un verdadero pugilato para no dejarle salir de la piscina.

Herr Maltrana.

Apenas dijo esto el escribano, una alegría loca se esparció por el combés, ganando los balconajes del castillo central. Hasta los emigrantes de la proa salieron de su inmovilidad. Todos los que hasta entonces habían permanecido indiferentes ante unos hombres faltos de significación, rompieron de pronto a gritar, se agitaron lo mismo que una turba que invade una escena. «¡Maltrana! ¡Que salga Maltrana!». Las nobles matronas volvían a él sus ojos desde las alturas y agitaban las manos para que obedeciese sus deseos. El doctor Zurita y otros argentinos abandonaron la tranquilidad zumbona con que habían presenciado hasta entonces las «pavadas de los gringos», para hacer señas a Isidro, incitándole a que diese gusto a las familias. «¡Ah, gaucho valiente!… ¡A ver si hacía una de las suyas!». Hasta los niños palmoteaban con entusiasmo. «¡Don Isidro!… ¡Que salga don Isidro!». El héroe se levantó, saludando con ironía y orgullo al mismo tiempo.

—¡Qué ovación!… ¡Gracias, amado pueblo!

Pero al volver a encogerse en uno de los mástiles horizontales de carga que servía de asiento a él y a Fernando, ocultándose con modestia detrás de su amigo, redoblaron furiosas las peticiones del público. Dos gendarmes iniciaron un avance hacia él.

—Va usted a ver, Ojeda, como esto termina mal —dijo con rabia—. Yo no vengo aquí para hacer reír… Al primer tío de ésas que me toque, le suelto un mamporro.

El mayordomo, discreto, adivinando los pensamientos de Maltrana, hizo una seña; los gendarmes volvieron sobre sus pasos y el escribano se apresuró a dar otro nombre:

Herr Doktor Muller.

Un estallido de alegría germánica borró los últimos murmullos de la decepción causada por Isidro. La risa fue general al ver entre los gendarmes al «doktor» —el mismo del que hablaba Maltrana en Tenerife—, enorme de cuerpo, grave de rostro, con sus barbas de un rojo entrecano y gruesos cristales de miope. Acogió con una risa infantil la ovación burlesca del público y fue a sentarse en la escalerilla de la piscina como en lo alto de una cátedra. «El deber es el deber —parecía decir con las frías miradas en torno suyo—. La disciplina es la base de la sociedad; y hay que amoldarse a lo que pidan los más».

Se quitó los zapatos, colocándolos meticulosamente, sin que uno sobrepasase al otro un milímetro; se despojó de las gafas, entregándoselas a un grumete, como si fuesen un objeto de laboratorio, y sin perder su noble calma, mirando a todos con ojos vagos desmesuradamente abiertos, comenzó a despojarse de las ropas, hasta que los gritos femeniles y las risas de los hombres le avisaron que no debía seguir adelante.

Ojeda contemplaba al «doktor» con cierto asombro. Iba a América contratado por un gobierno para dar lecciones de química en la Universidad del país. Gozaba de algún renombre en los laboratorios de su patria… Y estaba allí aguantando las enjabonaduras y payasadas del barbero, estremeciéndose bajo las rociadas de los negros, sin conocer lo grotesco de una situación que hubiese irritado a otros, satisfecho tal vez de contribuir al regocijo de esta muchedumbre fatigada por la monotonía del Océano. Sonó el trompetazo del bautizo, y el «doktor» chapoteó en la piscina, defendiéndose de las manotadas de los negros, ridículo en su aturdimiento de miope, majestuoso por la importancia que concedía al acto y la seriedad con que se alejó chorreando agua sucia por ropas y barbas, luego de recobrar sus anteojos.

Continuó la fiesta con visible decaimiento de la curiosidad. Desfilaron gentes del buque: grumetes que hacían su primer viaje, fogoneros de larga navegación por los mares septentrionales que no habían estado en el hemisferio Sur. Y los encargados del bautizo extremaban sus bromas con una brutalidad confianzuda en las cabezas rapadas y los torsos desnudos de estos que eran sus compañeros.

Ojeda, durante la larga ceremonia, había mirado muchas veces a los balconajes del castillo central, esperando ver a Maud entre las señoras asomadas a ellos. Pero la norteamericana permanecía invisible. Al fin, cuando no quedaban ya neófitos y los grotescos personajes iban a retirarse, precedidos por la música, la vio en un extremo del mirador de la cubierta de paseo, oculta detrás de la señora Lowe, asomando sobre un hombro de ésta la frente y los ojos, lo necesario para ver. Fernando pensó que tal vez hacía horas le miraba Maud, sin que él se percatase de ello, y esto le produjo cierta irritación.

Se separó de su amigo para dirigirse corriendo a los pisos altos del buque, y antes de llegar a ellos oyó que la música rompía a tocar una marcha. El cortejo neptunesco avanzaba hacia la terraza del fumadero, donde iban a ser bautizadas las señoras. La gente abandonaba los balconajes para correr a este último sitio.

Cerca del jardín de invierno encontróse con Maud, que marchaba entre los esposos Lowe. Cruzaron un saludo, y Ojeda experimentó instantáneamente una sensación de extrañeza. Mrs. Power parecía otra mujer. Casi sintió deseos de pedirla perdón, como el que se equivoca confundiendo a un extraño con una persona amiga. Ella inclinó la cabeza con una sonrisa insignificante: le saludaba como a cualquier otro pasajero. Sus ojos se fijaron en los suyos tranquilamente, sin el más leve asomo de turbación, cual si no existiesen entre ambos otras relaciones que las ordinarias en la vida común de a bordo.

Hablaron los cuatro del bautizo, y el hercúleo Lowe comentó los incidentes. Míster Maltrana no había querido dejarse bautizar. ¿Por qué?… Él había pasado la línea varias veces, prestándose siempre a esta ceremonia. En el Goethe también se habría ofrecido, a no oponerse la señora. Una fiesta divertida. Pero míster Maltrana, tenía miedo… ¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! Y reía, mostrando la luenga dentadura incrustada de oro.

Caminaron todos hacia la terraza del café para presenciar la ceremonia del bautismo femenil. Mrs. Lowe, con el instinto de solidaridad que hace adivinar a toda mujer el instante oportuno de ayudar a una amiga, permaneció agarrada de un brazo de Maud, interponiéndose entre ella y Fernando.

Éste buscó en vano una sonrisa leve, una ojeada de inteligencia. Necesitado de consuelo, alababa interiormente la discreción de Maud, la facilidad de su raza para dominarse, ocultando sus impresiones. «¡Qué bien finge!… Nadie adivinaría lo que hay entre nosotros…». Pero tornaba a su memoria el recuerdo de la penosa escena frente a la puerta del camarote. Temblaba en sus oídos el eco de aquella voz casi masculina enronquecida por la cólera… Y con triste humildad pretendía buscar en su conducta algo que explicase esta desgracia. «Pero ¿qué he hecho yo, Señor? ¿En qué he podido ofenderla?…».

Neptuno, en mitad de la terraza con todo su séquito, procedió al bautizo de las pasajeras. Ocupaban éstas varias filas de bancos, como en un colegio, y cada vez que se levantaba una para recibir el agua lustral, los músicos lanzaban por sus largos tubos de cobre un rugido de bélica trompetería semejante al de las escenas wagnerianas.

El dios había suprimido galantemente las inmersiones en agua del mar. Tenía en una mano un gran pulverizador lleno de perfume, y rociaba con él las cabezas reverentes: unas, rubias y despeluchadas por el viento; otras, negras lustrosas, consteladas por el brillo de las peinetas. Todo el regocijo de la ceremonia estribaba en los nombres que iba imponiendo la divinidad a sus catecúmenas con murmullos aprobadores o carcajadas generales.

La imaginación del mayordomo y de los camareros de algunas letras había dado de sí todo su jugo para halagar a las pasajeras con los nombres de estrella marina, rosa del Océano, céfiro del Ecuador, etc. Las señoras mayores eran ondina, ninfa atlántica, náyade, lo que las hacía volver a sus asientos ruborizadas, con el doble mentón tembloroso, entre los murmullos aprobadores y un tanto irónicos de la concurrencia. Con sus compatriotas se permitían los buenos alemanes inocentes bromas para regocijo del público. Una flaca quedaba en su bautismo con la designación de «sardina»; otra obesa recibía el nombre de «tritona».

Maud pareció cansarse de esta ceremonia. Miraba a todos lados, pero evitando que sus ojos se encontrasen con los de Fernando. Un pasajero se acercó a las dos señoras con la gorra en la mano y el aire galante, lo mismo que si se ofreciese para una danza.

—Cuando ustedes quieran… La mesa está preparada en el salón.

Era Munster invitándolas a una partida de bridge. Al fin triunfaba su tenacidad. Había encontrado compañeros de juego en aquellos tres norteamericanos, convenciéndolos una hora antes, mientras presenciaban la ceremonia del bautizo. Maud acogió la invitación alegremente, como si el bridge fuese un buen pretexto para aislarse de importunas presencias.

Se alejó con sus amigos después de un saludo indiferente a Fernando, y éste la vio caminar sin que volviese la cabeza, sin un indicio de vacilación y de arrepentimiento. Otra vez se sintió afligido por una falta suya que no sabía cuál fuese, pero que justificaba esta conducta inexplicable. «¿Qué le he hecho yo, Señor?… ¿Qué le he hecho?…».

Con la vil humildad de todo enamorado en desgracia, fue al poco rato tras de ella, a pesar de las sugestiones de una falsa energía que le aconsejaba mostrarse altivo e indiferente.

Sus piernas le llevaron con irresistible impulso a las cercanías del salón, y contempló a Maud con los naipes en la mano, el entrecejo fruncido y la mirada dura ante sus compañeros de juego.

Al levantar ella sus ojos, vio a Fernando encuadrado por la ventana, contemplándola fijamente, y tuvo un gesto de enfado, lo mismo que si se encontrase con algo que estremecía sus nervios y quebrantaba su paciencia. Fernando huyó, sufriendo la misma sensación que si acabase de recibir un golpe en la espalda… Dudaba de la realidad de los hechos y aun de su misma persona. ¿Estaría soñando?… ¿Serían invención suya los recuerdos de la noche anterior?…

Vagó por el buque, de una cubierta a otra, hasta encontrar a Isidro en la terraza del café. No quedaba en ella ningún rastro de la fiesta del bautizo: los pasajeros se habían esparcido. Maltrana parecía furioso por los excesos y molestias de su popularidad. No podía circular por el buque sin que sus numerosos y queridos amigos le saliesen al paso con aires de protesta. Las señoras parecían inconsolables. ¿Por qué no se había dejado bautizar? ¡Tan interesante que hubiese sido el espectáculo!…

—Como si yo fuese un mono, amigo Ojeda… como si me hubiese embarcado para hacer reír… Crea usted que siento la tristeza de un grande hombre convencido de la ingratitud de su pueblo.

Y tras esta afirmación, acompañada de un gesto cómico, Isidro volvió a acodarse en la barandilla, mirando a los emigrantes septentrionales amontonados abajo, en la explanada de popa.

—Hace rato que estoy aquí recordando a los marinos de otros siglos y sus opiniones sobre las virtudes de la línea equinoccial. ¿No se acuerda usted?…

Los primeros navegantes que habían pasado al otro hemisferio daban por seguro que en la línea morían todos los parásitos que se albergaban en los cuerpos de los marineros y en las rendijas de las naves. Y esta creencia no era solamente de los descubridores españoles; franceses e ingleses la adoptaban igualmente, llegando a ser durante muchos años una verdad universal.

—Pasadas las Azores —dijo Maltrana—, empezaban a despoblarse de sanguinarias bestias las cabezas y barbas de los tripulantes, y al llegar a la línea no quedaba una para recuerdo. Esta clase de huéspedes incómodos no era entonces propiedad exclusiva de un pueblo o de otro. Todos los de Europa la poseían por igual, y hasta los reyes gozaban el placer del rascuñón y el entretenimiento de la cacería a tientas. Figúrese lo que serían aquellos buques pequeños con las tripulaciones amontonadas y la madera corroída por toda clase de bichos repugnantes… Como al llegar a la línea el calor hacía que los marineros anduviesen medio desnudos y aprovechasen las largas calmas dándose baños, esta higiene momentánea exterminaba los temibles compañeros, justificando la creencia de que morían por falta de aclimatación al pasar de un hemisferio a otro.

El sanguinario tigre de las selvas capilares, la bestia carnívora saltadora en las cumbres y hondonadas de los pliegues de la ropa, había figurado durante siglos como personaje interesante en muchas obras literarias. Cervantes reía de él y de su fingida muerte en el límite de los dos hemisferios al relatar «la aventura del barco encantado», cuando Don Quijote y su escudero flotaban sobre el Ebro en un bote sin remos… El iluso paladín creía estar a los pocos minutos de navegación cerca de la línea equinoccial; y para convencerse, recomendaba a Sancho que buscase en sus ropas para ver si encontraba «algo»… «Algo y aun algos», contestaba el escudero socarrón hurgándose el pecho.

—Pensaba yo en esto, amigo Ojeda, mirando a los respetables patriarcas que van abajo con sus hopalandas de pieles a pesar del calor. «Algo y aun algos». Para ésos, la línea ha perdido su antigua virtud… Mírelos: ¡rasca que rasca!…

Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con aire pensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las barbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los pliegues y repliegues del pecho.

—Vámonos de aquí —dijo Ojeda nerviosamente, como si no le inspirase confianza la altura que los separaba de estos personajes.

Notaron al pasear por la cubierta la escasez de señoras. Algunas que se mostraban por breves momentos parecían preocupadas con la busca de algo importante. Luego desaparecían, como si se les ocurriese una idea nueva o hubieran adquirido un dato que modificaba su mal humor.

—Se están preparando para la fiesta de esta noche —dijo Maltrana—. Gran baile de disfraces, y durante la comida más mojigangas como la del bautizo.

El día se prolongó con una monotonía abrumadora. Brillaban aún en el horizonte los últimos fuegos solares, cuando las trompetas anunciaron el banquete.

Las banderas, las guirnaldas de rosas, todos los adornos multicolores de las grandes fiestas, engalanaban el comedor. Empezó el servicio sin que estuviesen ocupadas muchas de las mesas. Numerosos pasajeros permanecían en el antecomedor para gozar antes que los otros de las anunciadas novedades.

Retardaban su entrada las señoras, con el deseo de que sus disfraces alcanzasen mayor éxito. Esperaban, lo mismo que las actrices, a que la sala tuviese buen público, y sus doncellas o los hombres de la familia iban del camarote al comedor para echar un vistazo y volver con noticias. Cada familia quería que las otras fuesen por delante, y así dejaban pasar el tiempo sin decidirse.

Estaban los pasajeros en el tercer plato, cuando empezaron a presentarse las disfrazadas, todas de golpe. Acogían ruborosas los aplausos y gritos de entusiasmo, y así iban hasta sus asientos escoltadas por la familia. Pasaban entre las mesas damas rusas de alta diadema y vestiduras rígidas; niponas de menudo andar; polonesas con dolmanes ribeteados de pieles blancas; marineritos tentadores que enfundaban sus juveniles prominencias en un traje blanco cedido por un grumete.

¡Ollé! ¡Ollé!… ¡Carmén!

Era Conchita, con mantilla blanca, falda corta y grandes movimientos de abanico, que entraba, protegida por doña Zobeida, sonriente y maternal ante este triunfo.

Los hombres también figuraban en la mascarada. Muchos no tenían otro disfraz que una nariz de cartón o unos bigotes de crepé, conservándolos a pesar de que estorbaban su comida. Algunos aparecían con grandes chambergos, poncho en los hombros y espuelas, que hacían resonar belicosamente. Eran comisionistas ansiosos de color local, que declaraban ir vestidos de gauchos de las Pampas o de rotos chilenos.

—¡Ah, gaucho lindo! ¡Tigre! —exclamaban con burlón entusiasmo los muchachos sudamericanos—. ¡Ah, rotito!… ¡Huaso gracioso!…

Y los mascarones, apoyando la diestra en el machete viejo o el cuchillo de cocina que llevaban al cinto para «estar más en carácter», sonreían agradecidos.

Ich danke… Mochas grasias.

Algunos comían entre sudores de angustias, disfrazados de derviches con mantas de cama. Un grave alemán se había puesto el chaleco salvavidas que guardaba todo camarote por precaución reglamentaria. Encerrado como un crustáceo en este caparazón de corcho, manteníase lejos de la mesa a causa del volumen de su envoltura, teniendo que realizar todo un viaje cada vez que sus manos iban de los platos a la boca. Un asombro burlesco le había saludado con ruidosa ovación, y satisfecho de tal triunfo, aguantaba el martirio, siendo el primero en admirar su prodigiosa inventiva.

Las doncellas de los camarotes de lujo iban de mesa en mesa, disfrazadas de campesinas del Tirol, regalando flores. Otros criados, vestidos de buhoneros alemanes, ofrecían las chucherías que llevaban en un cajón sobre el pecho. Un grumete pintado de negro descolgábase con ayuda de una cuerda por la claraboya que comunicaba el salón de música con el comedor, y pregonaba, a estilo de los vendedores de diarios, el Aequator Zeitung, periodiquito impreso a bordo en la prensa que servía para el tiraje de los menús y las listas de pasajeros. La minúscula hoja repetía en todos los viajes los mismos chistes y versos dedicados al paso de la línea. El mayordomo, de pie en la entrada del comedor, puesto de frac con botones dorados, parecía presidir el banquete, sonriendo modestamente, como si agradeciese las mudas felicitaciones del público por el buen arreglo de la fiesta.

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