Los amorosos

Los amorosos


Portada

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Jaime Sabines

Los amorosos

Cartas a Chepita

 

 

 

 

 

 

Joaquin Mortiz

 

 

 

 

 

 

Jaime Sabines

Los amorosos

Cartas a Chepita

 

Fotografías de la portada e interiores: Archivo personal de la familia Sabines Rodríguez Revisión y notas: Jazmín, Judith y Julio J. Sabines Rodríguez

© Eliane Cassorla, fotografía de la portada

© Walter Corona, fotografía de la página 182

© Carlos Monsiváis por De Jaime a Chepita: "guarda tu corazón; entiérrame en él”

© Bárbara Jacobs por Cartas de novios de Jaime Sabines a Josefa Rodríguez

Portada: Vivian Cecilia González

Diseño de interiores: Andrea Lehn © 2009,

Jaime Sabines © 2009,

Josefa Rodríguez Zcbadúa Derechos reservados © 2009,

Editorial Planeta Mexicana. S.A. de C.V.

Bajo el sello editorial JOAQUIN MORTIZ

Avenida Presidente Masarik núm. 111, 2o. piso Colonia Chapultepec Morales

C.P. 11570 México, D.F.

www.editorialplaneta.com.mx

Primera edición: septiembre de 2009

ISBN: 978-607-07-0232-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.

Impreso en los tal eres de Litográfica Ingramex, S.A. de C.V.

Centeno núm. 162, colonia Granjas Esmeralda, México, D.F.

Impreso y hecho en México - Printed and made in México

 

 

Presentación

 

Fue hace ya varios años, durante una visita del poeta Marco Antonio Campos a casa, que el tema de la correspondencia de Jaime surgió por primera vez como un asunto editorial. Marco Antonio preguntó si habría mantenido un intercambio de cartas con algún escritor y Jaime respondió que si acaso un par, y que no conservaba ninguna por obvias razones, pero de las que había en cantidad eran aquellas que había escrito para mí. Jaime entonces me pidió que le diera algunas, y yo, a regañadientes, accedí. Entonces escogió dos o tres para darlas. a Marco Antonio a fin de publicarlas, a lo que me negué con firmeza. Las cartas eran mías, no de Jaime, y sería yo quien decidiría sobre ellas. Él entendió y ya no insistió más. Jaime y yo nos conocimos desde muy pequeños. Entre nuestras familias existían viejos lazos de parentesco y amistad. Su madre y mi abuela materna eran primas en segundo grado, y mi padre fue testigo de la boda de tío Julio y tía Luz. Ellos, a su vez, hicieron el papel de tutores de mi papá, Luis, quien fue huérfano desde muy chico, en el importante acto de pedir la mano de mi mamá, Esther. El primer recuerdo consciente que teníamos de nosotros, sin embargo, sucede a la edad de diez y once años. Jaime decía que pensó de mí que era una güereja entrometida. Yo pensé de él que era un niño grosero y orgulloso.

Años después, de estudiantes en la preparatoria, tuvimos un primer noviazgo, que no duró más allá de unos meses. Ya en la ciudad de México, como universitarios, él en la Facultad de Medicina y yo en Odontología, fue que verdaderamente nos unimos. De eso tratan estas cartas, del inicio y progreso de nuestra relación, de nuestras inquietudes, del poeta que empieza a publicar su trabajo, de la vida de entonces narrada por Jaime.

La mayor parte de este intercambio se dio durante la ausencia de alguno de los dos, ya fuese que Jaime estuviera en Tuxtla y yo en México, o al revés, yo en Tuxtla y él en México. Las razones para estas separaciones abundaban: uno de los dos tenía exámenes y no iba de vacaciones, o se enfermaba y no podía viajar, o cambiaba de carrera, como Jaime, que pasó a la Facultad de Filosofía y Letras después de casi tres años de Medicina. A veces también faltaba el dinero o un problema familiar no nos dejaba compartir la vida en donde estuviésemos. Eran estas cartas lo que nos unía en la distancia.

Conservo muchas, muchas cartas de Jaime. Durante sus viajes, desde donde estuviera, Cuba o Brasil, Santiago o Montevideo, Pekín o Sofía, yo siempre encontraba algo en el buzón. También recados, mensajes muy breves y simpáticos que dejaba en mi buró o en la mesa de la cocina.

Cuando nuestra economía lo permitió, me hablaba por teléfono diariamente, por la mañana o al anochecer, desde Rotterdam o Madrid, Monterrey o Jalapa. Ahora que hago cuentas, siete años de noviazgo, cuarentaiséis de matrimonio, desde bebés casi, pasamos toda la vida juntos hasta su muerte.

 

Quiero agradecer a los editores por su interés y su apoyo para publicar estos viejos papeles. A Bárbara Jacobs por su hermosa presentación, y a Carlos Monsiváis por su constante generosidad.

Publico estas cartas porque estoy segura de que no traiciono a Jaime, ya que fue él quien primero las vio publicables. Porque deseo compartirlas con los lectores de Jaime Sabines, que vean una faceta poco conocida de él, y que sirvan para, comprobar que Jaime el poeta y Jaime el hombre son en realidad la misma persona, el mismo hombre. El hombre que amé y que extraño tanto.

Josefa Rodríguez viuda de Sabines, Chepita

 

DE JAIME A CHEPITA: “GUARDA TU CORAZÓN; ENTIÉRRAME EN ÉL”

Carlos Monsiváis

Es arriesgado publicar las cartas de amor de un joven de veintidós o veintitrés años, así este joven sea Jaime Sabines, el gran poeta. Pueden ser ráfagas de un temperamento alucinado, o incursiones en la cursilería de la época, acción de la que nadie, por vigilante o previsor que sea, se exime. El peligro allí está, y las repeticiones y la información insubstancial que da fe de intimidad, y la insistencia en lo declarativo, al “Te Amo” multiplicado como rosario o ritual hindú. Sin embargo, las cartas de Jaime Sabines a su novia, Chepita, con la que se casará y tendrá hijos, admiten claramente su publicación porque, además de atestiguar una vitalidad amorosa en pleno desarrollo, contienen ejercicios de prosa poética con fragmentos muy afortunados que remiten a la gran literatura que ya escribía Sabines entonces. En un sentido muy preciso, en el del mismo impulso lírico, partes de esta correspondencia se vinculan directamente con el ánimo de los dos primeros notables libros de Sabines, Horal y La señal.

Las cartas despliegan la vida cotidiana de un escritor, y son también, selectivamente, un texto magnífico escrito a los veintidós o veintitrés años de edad. Desde muy joven, Sabines se reconoce en sus obsesiones, en su fascinación por los temas y los sistemas metafóricos que distinguen y señalarán su obra. Desde los primeros textos, él nada tiene que ver con la inexperiencia o el candor, es un escritor que acude a las fuentes primordiales y procura escribir desde la fuerza de los orígenes. En las cartas se reitera su cercanía a la Biblia, lo que incluye al profeta Ezequiel, no por espíritu religioso sino por la necesidad de familiarizarse con la cosmogonía cristiana, la de su formación estricta y vaga a la vez. En la Biblia, que Sabines estudia, se halla el gran lenguaje, el de los Salmos y el libro de Job, y están también, en su vigor de revelación incesante, los orígenes míticos y en ellos el amor sin ataduras que es un gran principio de identidad. En el principio era el Verbo... y el Cantar de los cantares. El proyecto está a la vista: un lector de la Biblia, muy enamorado, se propone fundar una dinastía que le pertenezca enteramente. Lento, amargo animal que soy, que he sido, y en poesía y en momentos de sus cartas Sabines va de los ancestros a los descendientes, y de regreso: Amargo como esa voz amarga prenatal, presubstancial, que dijo nuestra palabra, que anduvo nuestro camino, que murió nuestra muerte, y que en todo momento descubrimos.

En las cartas, como en Horal y La señal, se extiende la mezcla de extroversión y ensimismamiento, de jactancia y humildad que desemboca en un conjunto de insistencias: la soledad que es un paréntesis entre la protección de las potestades amorosas, la insistencia en la posesión del ser amado que es la manera de extender los límites del Yo, la admisión de las debilidades que delata la ausencia del Bien Preciado. Y de modo incesante Sabines se dirige a su novia pero, también y enfáticamente a lectores que no están allí ni tendrían por qué estarlo. Son envíos de amor que no excluyen a entusiastas de la poesía. Chepita es la primera y genuina destinataria pero no es la única, no porque Sabines se proponga en algún momento dar a conocer cartas que no son propiamente textos y que, por lo demás, sí disponen de una destinataria única, sino porque en esa etapa de su vida (que es en lo básico vida literaria) lodo se le vuelve poesía, lo que equivale a decir, todo exige la mirada y la complicidad de los desconocidos, sus semejantes, sus hermanos. He aquí un fragmento de una misiva: Pórtate bien; cuídate; no te enfermes (es de muy mal gusto eso); guarda tus ojos; ámame; guarda tu corazón; entiérrame en él; déjame que investigue —mi nombre, mi presencia, mi imagen— déjame que investigue las últimas células de tu cuerpo, los últimos rincones de tu alma; déjame que viole tus secretos, que aclare tus misterios, que realice tus milagros; consérvate, presérvate, angústiate; sufre el amor; espérame te besa (pero te besa de verdad, medio minuto, un minuto, cuatro litros de sangre, a 5 atmósferas), te besa,

 

25 de julio de 1948

 

En otro nivel, la correspondencia divulga lo típico del mundo de Tuxtla Gutiérrez, cerrado, circular, provinciano si se quiere y con ese término. Sabines y Chepita (Josefa Rodríguez) se integran en el mismo sector social de Tuxtla Gutiérrez, donde todos se conocen y a diario se reconocen. “Hoy no lo vi, ¿estará enfermo?” Todos se frecuentan en los bailes y en los numerosos, inevitables encuentros que no son ni podrían ser ocasionales, porque en el ámbito de esas proporciones la ocasión no existe propiamente, es el sinónimo de vida cotidiana. Los amigos de ambos son o serán inmediatamente los mismos, la ciudad es la gran familia de esa clase media que todo lo tiene en común y las costumbres son las señas de identidad que se dispersan y unifican en las idas al cine, los paseos en la plaza, el recuerdo preciso de cuántas piezas se bailaron con quién, la información exacta de bodas y duelos. El medio social de Jaime y Chepita es un cernidor de costumbres y prejuicios que inhibe los secretos, a menos que se entienda por secreto aquello que tarda unas horas más en saberse. Sabines le dedica un espacio amplísimo a esa pequeña historia que lo une y reúne con Chepita y lo fortalece consigo mismo, pero esto en la intención de los escritos no es lo fundamental, que consiste en recordarse las semejanzas entre amor encendido y vocación poética: ¿Quieres que te lo diga?: hay un montón de brasas en mí sangre; estoy ardiendo, ardiendo! Me está quemando el tiempo; me tiene encendido la vida.

Tú-yo-nosotros... Nosotros no importamos nada.

Somos un accidente en el amor; nomás un accidente, una caída de piedra, el vuelo de una hoja, un lamento.

Digo que la vida es pura experiencia; que me canso; que me rebelo a sobrevivirme diariamente.

No hay lugar para el místico que soy dentro del ateo que represento. Y no es problema de Dios —hace tiempo abandoné a Dios—; es conflicto de identidad, de realidad.

 

27 de julio de 1948

 

Sabines en Horal y La señal , dos libros notables, muy probablemente los mejores primeros libros de poesía de un gran escritor mexicano del siglo xx, explora los alcances de su espontaneidad, lo que también se manifiesta en las cartas: Y hacía cuatro horas que estaba solo, en la cama. Empezó a llover. Caía el agua como si fuera el primer aguacero sobre la tierra. Yo padecía de gota en la columna vertebral. Cambiaba de posición cada quince minutos. Boca abajo —como ella—, boca arriba, en decúbito lateral —derecho, izquierdo—, y me dolía mucho el costo transversal derecho y el dorsal mayor. La arteria coronaria te aprisionó. Millones de palabras, como eunucos.

Saltaban, gesticulaban, gritaban. Chepita. ¿Cuál? Un nombre. Chepita ¿cuál? Una mujer.

Chepita ¿cuál? Chepita. Pero si sumo los litros de agua que caen sobre Tuxtla, y las horas de ausencia, y los largos kilómetros de anhelo ¿qué me queda? Un dolor. Cuarenta grados centígrados. Sulfato de quinina y azul de metileno insuficiente. Tengo dos tumores, dos riñones adentro. Por eso preferí morirme. ¿No fuiste a mi entierro? Sí, sólo faltaste tú.

Hubieras visto! No sé quién pronunció un discurso. “Estamos aquí para enterrar a Jaime Sabines. Enterrémoslo!” “¡Vrabo! (Bravo!)” Aplausos. Vítores, dianas. “Cuarenta y ocho segundos, por favor, de silencio.” Entonces levantaron la tapa del féretro y me echaron el último puñado de tierra. Yo, por fin, me quedé a solas contigo.

 

4 de septiembre de 1948

El texto podría, sin duda, pertenecer a uno de sus libros del inicio. “Millones de palabras, como eunucos.” La metáfora no es gratuita, responde a la idea de la inutilidad de las palabras cuando carecen de depositario. Un gran indicio del respeto que Sabines tiene por su compañera es que jamás traslada a libros lo que debió considerar hallazgos literarios en sus car tas, son estrictamente efusiones “del alma”, y esto es lo propio de un escritor que es uno de los “amorosos” que describiría famosamente. En las cartas, Sabines es un personaje de su poesía posterior.

La sinceridad, la franqueza insólita en esa época, son requisitos de la escritura epistolar de quien no quiere engañar para no caer en el autoengaño de sentirse distinto en la vida y por escrito. Sabines define a su personaje que es él mismo, con leves variaciones, de la persona en trance de verdad: ¿Es posible que, a estas alturas, no creas en mí? ¿O te sientas débil ante la distancia y ante el tiempo? Yo nunca te he jurado fidelidad sexual; no podría ser; es absurdo; tú misma no la deseas. El que yo ande con otra no quiere decir que deje de andar contigo. Tú estás más allá de todo esto, linda. Sería hacerte pequeña introducirte en estas pequeñeces. Tú no eres ni circunstancia ni accidente —te lo he dicho—, tú eres intimidad, esencia.

 

8 de octubre de 1948

Definirse es situarse de otra manera, siempre de otra manera. Sabines escribe las cartas para, una vez más, persuadir a la amada de la naturaleza total del amor que se le ofrece, y por ello, por ejemplo, necesita plantear con rudeza las diferencias entre enamoramiento y amor, entre lo que otorgan las circunstancias y lo que entrega la certeza: el corresponsal Se dirige a la persona más importante en su gran proyecto: construir un una familia, la familia: ¿Estoy enamorado en verdad? Yo sé que no es enamoramiento, es amor. Uno se enamora de cualquier mujer, a cualquier hora, en un encuentro fortuito, en una cita premeditada. Yo me enamoro a cada paso, de unos ojos, de una palabra, de un gesto oportuno, de una sugerencia, y no obstante sólo quiero a Chepita. En las demás es pura función estética; en Chepita es dación, entrega indefectible, transferencia.

 

7 de noviembre de 1948

Un joven se anticipa a las prevenciones de la amada, las ataja, y en la operación de la sinceridad debe verse también la obligación de la poesía: “Yo me enamoro a cada paso, de unos ojos, de una palabra, de un gesto oportuno, de una sugerencia, y no obstante sólo quiero a Chepita”. El lugar común le es hostil a Sabines, es territorio enemigo. ¿Quién, sino un poeta, se enamoraría de una sugerencia? No es que Sabines escriba para la posteridad, él lo hace para esa posteridad que es él mismo situado en el goce de sus relecturas, o, tan sólo, en el percibir que no prodiga concesiones, se puede hablar de lo intrascendente porque eso constituye la trascendencia del vivir cotidiano, pero también, se debe profundizar en el amor, y para ello, vehículo privilegiado, nada más está la poesía.

En Chepita, Sabines observa la fuente de su pasión amorosa y de su persistencia lírica. A ratos se dirige a la estudiante de Odontología en la ciudad de México, a hilos a la hija di* la familia con la que Sabines ya se familiariza (Tuxtla, la gran familia); a ratos a la joven cuya desconfianza hay que desarmar para siempre; a momentos también, los más característicos de la correspondencia, a la lectora primera de la poesía dedicada a ella pero también dirigida al propio Sabines: Ve de milagro en milagro, de sorpresa en sorpresa, a lo largo de ti misma. Estás triste, es cierto, pero tú no eres tristeza, tú eres alegría y serenidad y paz. No mires sólo un aspecto de ti misma, un accidente de tu propia substancia; tú eres todas las cosas juntas, y el mar y las estrellas y las rosas se anuncian en ti. No mires tu miseria, no te complazcas en ella; hazla a un lado, apártala, y cultiva lo que todos tenemos de divinidad adentro.

 

22 de abril de 1949

De vez en cuando, Sabines cuenta lo que es la vida de “bohemio” en la ciudad de México, en ese mundo de la Facultad de Filosofía y Letras en el edificio de Mascarones, que nunca se nombra. Allí convive con quienes serán escritores importantes: Emilio Carballido, Sergio Magaña, Rosario Castellanos, Ricardo Garibay, y con filósofos muy valiosos: Luis Villoro, Jorge Portilla, Emilio Uranga. Sin embargo, por nombre sólo alude a Chayito Castellanos, su paisana, y a su novio Ricardo Guerra, y allí mismo desmenuza los celos posibles de Chepita. A ella le ofrece vislumbres de comportamientos “insólitos” para lo que han vivido en la ciudad natal, y que requieren la ironía que inmuniza contra las vanidades: Algunos sábados –algunos— mi cuarto está al reventar: los del grupo 30 (pintores), los del “Xenia” (escritores y mampos) y algún otro sin grupo, sobre la cama, en las sillas, sobre el suelo, todos hablan, gritan, cantan, declaman, y cuando ya acabada la botellita de Batey a rigurosa cotización comprada, van desfilando en el laberinto del cuarto vecino, entre la satisfacción común y la paciencia santa de doña Anita. Hay, entre ellos, 4 ateos y 6 mochos, 3 salidos de un seminario, y 2 hipócritas. La cosa se pone buena, casi siempre con el triunfo de los ateos y el escándalo de los creyentes. Todos escuchan y aplauden mis versos, y se van convencidos de que soy el mejor poeta de México; convencimiento que es necesario reforzar el sábado siguiente, “no estando en mi casa” y culpándolos después de no haber ido a tiempo.

 

 

21 de julio de 1949

En las cartas hay también parrafadas donde el enamorado se dedica en exclusiva a ufanarse de su condición de gente común provista de gran dosis de sarcasmo, con el desdoblamiento típico de quien juega a infantilizarse para tranquilizar a la corresponsal: ¿Cómo estás? ¿no has engordado nada? ¿qué es eso de tener gripes? ¿ya se te quitaron las ronchas? ¿quieres casarte con Jaime? ¿qué le vas a dar? ¿puro toloache? ¿con eso de necesitar tanto el dulce te vas a volver diabética? ¿qué es lo que te gusta más: el dulce o el toloache? ¿los dos al mismo tiempo, o primero uno? ¿si uno primero, cuál? Ahora que yo llegue ¿vas a estar bonita? ¿qué me vas a dar? ¿sabías que el pobre de Jaime está reenamorado? ¿hecho un idiota? ¿pensando sólo en su Chepita linda, queriendo darle un besito en sus labios bien abiertos y húmedos? ¿tú sabes con qué vas amarrarme para que no te deshaga? ¿sabes dónde vas a poner mis manos, mi cabeza, mi boca?

 

1° de diciembre de 1951

Las cartas de Jaime a Chepita son un documento y, con frecuencia, una expresión literaria.

Son el retrato vivido de un idilio provinciano, del surgimiento de un poeta que no distingue entre su tarea ya profesional y las consignaciones de su amor específico. Es una descripción de la clase media de Tuxtla, del papel rector y lejano de la política (como quien no quiere la cosa, Sabines refiere su participación en un cortejo electoral), es el desfiladero de ires y venires de familiares y amistades, es el valeroso, y hasta donde Sabines lo reconoce, exitoso enfrentamiento al tedio, y es también y sobre todo la manifestación libre de un gran poeta que en ese tiempo lo es por el descubrimiento tumultuoso, vertiginoso de las metáforas y las secuencias líricas donde el amor, la soledad, el tiempo, la muerte, son las frustraciones y vertientes por donde fluye una poesía extraordinaria: Acude a tu corazón, acude al mío. Llora cuando tengas ganas de llorar, pero no estés llorando siempre. Cree que tu dolor es mi dolor, que yo padezco tu hambre y tu sed, que yo también desespero y maldigo, que yo también no sé qué hacer muchas veces. Pero mira también que me levanto y que no confío en la muerte. La muerte no es ningún remedio para el que desea vivir. La muerte es un débil consuelo que no me sobornará nunca. Es aquí en la vida en donde tengo que encontrar remedio de la vida. Y una buena receta es el amor y el saber mirar por encima de mis propias penas. Mi miseria es una parte de la miseria humana. Y pueden sufrir con mi corazón todos los hombres.

 

17 de octubre de 1949

Los amorosos. Cartas a Chepita es un testimonio, a momentos un formidable alegato lírico y un estar dentro de la mentalidad poética del autor de Horal y La señal

CARTAS DE NOVIOS DE JAIME SABINES

A JOSEFA RODRÍGUEZ

Bárbara Jacobs

Jaime Sabines tenía veintiún años cuando en 1947 empezó a escribir y dirigir a Josefa Rodríguez las cartas que conforman el presente volumen. Él estaba en la ciudad de México y ella en la de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, la tierra natal de los dos. Pero hay periodos en que por motivos no siempre explícitos intercambian su ubicación. Y es la distancia que periódicamente se crea entre los novios lo que, más que sólo hacer físicamente posible la correspondencia, da forma a su amor. Para Sabines, cada separación representa un desgarramiento, y sus cartas son una reparación del dolor incomprensible, inaceptable, que esto le causa. Al ser consciente de la necesidad que experimenta de la amada ausente, del deseo imperioso de su presencia, sus sentimientos lo desordenan o lo violentan tanto que, para reordenarse o domarse a sí mismo, los pone en palabras en una carta. Es el origen de la creación, organizar el caos. Y estas cartas de Sabines modelan su amor por Josefa Rodríguez, su inmediata corresponsal, su próxima y única esposa, la madre de sus hijos, su distante futura viuda. “Josefa como tu nombre, como yo,/ quieta agua del silencio,/ dime por qué se ha muerto Dios.” Un poeta necesita las separaciones de su ser amado para padecer dolor y añoranza. “Ah, no puedo defenderme más contra tu ausencia y mi soledad”.

Las cartas de Sabines lo pintan a él, pero también a ella, “la muchacha de la promesa”.

Independientemente de la idealización que él hubiera hecho del objeto de su amor, y basándome en exclusiva en lo que las cartas de Sabines me transmitieron de ella, puedo afirmar que Josefa Rodríguez era una joven alegre, afable, enfermiza como buena romántica; armoniosamente integrada en su medio familiar y social, y que, para la época y el lugar de provincia en el que vivía, resultó, por lo menos profesionalmente hablando, adelantada a su tiempo, pues se recibió y trabajó de odontóloga. Por lo que hace a la actitud amorosa, era recatada y fiel. Aunque respondía al amor de Sabines y contestaba sus cartas, no era tan exigente o puntillosa al respecto como él. O tenía más confianza, o estaba más tranquila. Con frecuencia, él le reclama que no le escriba todos los días, como él le ordena que haga, y mandato que espera que ella habrá de cumplir. Quizás ella era un poco tímida.

“Si crees que lo que tú quieres contarme me aburre, en vez de carta mándame el periódico”, bromea él en una ocasión.

Sabines se presenta en su correspondencia sin reservas de ninguna especie, igual que en su poesía. Va de lo delicado, “Perdóname si creo ofenderte, a veces, cuando piso una flor”, a lo áspero, “Yo nunca te he jurado fidelidad sexual”. Es admirable su visión de la vida establemente vital y positiva, “Ese ‘cállate’ no quiere decir que nunca digas nada, sino que te calles a ti misma tu dolor y tu angustia, así los transformas; quiere decir que no trates de convencerte a todas horas de que eres miserable”. Sabines es tan natural que es capaz de contarle a su novia un sueño en el que él baila con otra muchacha, o de reconocer sin cinismo que se le olvidó felicitarla el día de su cumpleaños. Es tal cual es, y lo expresa, o se expresa, sin ningún tipo de circunloquio o ambigüedad. “Estuve enamorando por allí a dos o tres viejas, me distraje un momento”; pero, “Si te vuelve a hablar el Nacho dile que no cuente ya con mi amistad; que me va a hacer un favor muy grande si no me vuelve a dirigir la palabra”. En un elogio que hace de la máquina de escribir, a la que le atribuye la soltura que su expresión escrita alcanza, anota, “Se puede escribir que es de noche, por ejemplo, o que estoy cansado, o que la Lalas está loca, o que tú estás lejos, o que yo no estoy en ninguna parte”.

Las cartas que nos conciernen son las de un poeta enamorado y las de un diarista feliz. Su lectura nos lo muestra como empleado de los comercios de su familia en Tuxtla, vendedor de una mercería o de telas o de muebles o de abarrotes que, sin embargo, en los ratos muertos lee y escribe poesía; o como estudiante de letras en la Universidad Nacional en la capital, estudioso, comedido. Se refiere con cariño y respeto a uno de sus maestros, nada menos que “el viejito Torri”, y con familiaridad a sus compañeros. Entre ellos, su paisana y amiga, “Chayito Castellanos”. También lo vemos como el joven que vive en un cuarto de pensión lejos del hogar, que debe prepararse su propia comida o ir a comer sin compañía y a deshoras en cualquier comedero, o atenderse solo si cae con gripa, lo que, extraño para un hombre corpulento y de aspecto saludable como él, ex estudiante de medicina, no fue infrecuente. Amigable, sociable, recibe a sus colegas poetas cuando llaman a su puerta para celebrar con copas el escándalo que ocasionó Horal, su primera publicación, “los versos blasfemos” que causaron un ruido que llenó de orgullo a su autor y que agradeció, pues de un golpe lo sacó del anonimato y lo colocó en las primeras planas. Aunque las cartas no están anotadas,[1] por el contexto no es difícil desprender de ellas que buena parte de los nombres que las recorren, de hombres o mujeres con quienes Sabines va al cine o a fiestas o a paseos, se refieren a miembros de su propia familia o de la de su novia. Habla de todos, de sus padres, de los de ella, con afecto y con respeto. Pero cuando sus futuros suegros amenazan con separar a los novios, Sabines se dispone a mandarlos a volar.

A Sabines le gusta vivir. “Algo muy hondo, en algún sitio de mí mismo, se complace viviendo. Yo, como tú, desespero, me angustio, callo, me siento desolado. Pero más allá de todo esto hay una verdad secreta que sabe el corazón: vivir.” En sus cartas, como respuesta o advertencia a alguna flaqueza de su novia, como si ella hubiera decidido suspender la atención de algún problema más o menos serio de su salud, procura transmitir a su prometida la fuerza que lo sostiene a él.

Tú no eres solamente tú; hay muchas personas que tienen derecho sobre tu vida... Yo no te voy a dejar hacer lo que quieras de tu vida, porque si la lesionas me lesionas, y todo lo que hagas con ella lo haces conmigo... Cree que tu dolor es mi dolor, que yo padezco tu hambre y tu sed, que yo también desespero y maldigo... La muerte no es ningún remedio para el que desea vivir.

Aunque no es necesario destacarlo, pues en las cartas está permanentemente presente, el sentido del humor de Sabines me divirtió de manera especial. Hay ejemplos casi aforísticos, como en, “Si es un amigo inteligente, me lo pide y le leo mi más reciente poema; si es un tonto, escucho sus problemas”. O en, “Todo mundo está bien. Todos piensan que dos y dos son cuatro”. Pero hay ilustraciones de su buen ánimo más cotidianas y despreocupadas, como cuando apunta, “En cuanto llego al cuarto me pongo a dar vueltas como en una jaula.

No me dan ganas de leer ni de escribir (y ya sabes que no sé tejer)”. O, “Sería magnífico que estuvieras aquí. Harías la cena. Yo te miraría moverte de un lado a otro y no te ayudaría en nada”.

La lectura del conjunto de estas cartas de Jaime Sabines a Josefa Rodríguez llega a crear el suspenso de una narración; el lector quiere saber qué sucede después. A pesar de que es lógico que el volumen acabe cuando el novio parte hacia el reencuentro definitivo de la amada, no es sólo la separación lo que termina; también culminan otros aprendizajes que estaban en proceso. El joven Sabines, que en 1951 ya tiene veinticuatro años de edad, ha aprendido a manejar y ha ganado no sé qué beca de “los gringos”, que facilitará su matrimonio. Simultáneamente, con todos los exámenes aprobados, incluyendo el de literatura francesa y el de latín, cumplió con su época universitaria y, de forma emocionada y frontal, espera la publicación de su segundo libro, La señal, acontecimiento que él vive como si hubiera sido el primero. Lo vemos posponiendo la fecha del tan anhelado regreso a Tuxtla y a su casamiento, debido a los retrasos de la imprenta, a la que acude varias veces al día con el fin de usar su encanto en el trato con los demás y apurar a los empleados. Casi como gran final, lo oímos maldecir a los impresores por su irresponsabilidad. Creía que habían comprendido la naturaleza de su urgencia. Por un momento, lo sentimos perder toda esperanza, igual que cuando escribió, “Bajo por tu carta. Cuando no la encuentro, subo más cansado”, pero finalmente gana el buen ánimo. Con el libro impreso, en tanto doblan los pliegos y lo encuadernan, él compra su pasaje y se cita con su amada el lunes 17 de diciembre entre las ocho y las diez de la mañana, en Tuxtla. “¡Qué maravilla!”, exclama.

“Anoche te soñé. Estabas muy bonita... me enseñabas tu vestido”, según le escribe en la última carta.

 

Josefa como tu nombre, como yo, quieta agua del silencio, dime por qué se ha muerto Dios.

Viento.

Lírico misterio.

Quiero quitarte, lirio azul, del corazón.

Josefa como tu nombre, como yo.

Ropa de un verso.

Ciprés. Angustia muda. Tiempo en reposo.

Son. Astro distante. Vacío de amor.

¿Cuántas veces yo, para quererte, he de ser yo?

Esqueletos del recuerdo...

(guardo una flor, un nombre, un beso).

Cicatriz de milagro: ceniza de dolor.

Desde el día de mi muerte, para quererte, estoy.

Viejo sabor de cuento: llanto de tarde: hoja de invierno.

Es añeja caricia el vino de tu voz.

Ya casi no puede andar mi corazón.

Siento tus manos, siento sobre mis ojos un líquido silencio, siento morir la noche, a solas, sin los dos.

Crece en la sombra el viento.

Josefa como tu nombre, como yo, dime por qué ha nacido Dios.

Jaime

1946

 

 

[Ciudad de] México [1947]

Ah, si cada vez que pasas pudiera detenerte y platicar contigo. ¡Verte de cerca, escucharte reír! Quiero aprender tu risa como he aprendido ya tu andar y tu mirada. (El conato de tu mirada, pura aproximación a tus ojos, porque jamás me miras.) Y pasas, y siento que el aire se estremece, y todo yo, inmóvil, soy deseo y angustia y necesidad de ti.

¿Por qué eres tan hermosa? ¿Te acunaron en versos? ¿Leche de flor bebiste? ¿Quién te modeló sobre mi corazón, quién te tatuó sobre mis ojos?

Apareces en mi vida, de repente, como coronando un ideal, como concretando a todas las mujeres que he deseado, y no puedo dejarte ir, ni puedo detenerte. Te llamo, sí, te llamo y no me escuchas. Desde mi corazón te llamo; arrojo mis ojos a tu paso; trato de alcanzarte con mi silencio, inútilmente. Siempre has sido ligera y fugitiva, ajena e imposible.

Pero no puedes dejar de ser mía en ese instante en que pasas. Te poseo con todos mis anhelos, con todos mis sueños, y basta la fugacidad de tu presencia para hacerte mía de mi carne, propiedad de mi alma, habitante de mi dolor y mi esperanza.

Te quiero. Pero te quiero y te deseo; y eres inquietud, dolor, angustia; y muero y nazco todos los días para verte pasar.

Y siempre eres la misma, espejismo para mi corazón, distancia y lejanía para mi sed de ti.

No sé hasta dónde me lleve este camino, este difícil camino de tu espera. No sé hasta dónde te persiga mi sangre, hasta dónde se prolongue tu encuentro. Si yo pudiera rogar, te rogaría; si supiera pedir te pediría; te diría que pronto, que vinieses a mí ahora mismo, que te necesito, que esto es urgente, imprescindible. Pero me he acostumbrado a aguardarte en silencio, deseándote, deseándote nomás; y allí en el fondo de mi alma te espero, íntimamente confío en ti, creo en ti —porque creo en mi amor, porque sé que no hay amor baldío—, y estoy como si esperara madurar una fruta, como si esperara que cayese un beso, como si esperara florecer un sueño.

Porque te quiero, linda, porque te quiero, amor. Porque eres distinta a todas las mujeres, en tu cuerpo, en tu andar, en lo que eres para mis ojos, en lo que sugieres a mi corazón.

Quisiera estar junto a ti, para decir sobre tu oído: te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, y repetirlo constantemente, infinitamente, hasta que te cansaras tú de oírlo pero no yo de pronunciarlo. ¿Cómo marcártelo en un brazo? ¿Cómo sellártelo en la frente? ¿Cómo grabártelo en el corazón?

Escúchalo otra vez: te quiero. Y déjame soñar contigo indefinidamente... ¡Si supieras cómo ya eres mía hasta mi muerte!

Te esperaré mañana. Siempre te estaré esperando...

 

 

 

México/abril 26/47

Chepita, mi Chepita: Estoy terriblemente solo. Te necesito.

No puedo defenderme más contra tu ausencia y mi soledad.

Es una claudicación, naturalmente. ¿Qué quieres?: la neurosis, tú, el tiempo...

Te esperaré a las 4 de la tarde en el lugar de siempre. ¡Cualquier día de éstos! Mañana, el lunes, el martes... yo estaré allí aguardándote, creyendo.

La lluvia me empujó al correo. ¡Está lloviendo a cántaros! Y sobre mi corazón, a cántaros, tú.

Ven. Te espero. Ven...

Jaime

No sé; no recuerdo por qué no fui a hablarte. Acaso los coches impidiéndomelo; tal vez lo imprevisto del encuentro. Pero, de acera a acera, puede caerse el corazón y ser atropellado y quedar en silencio. La otra, creo, también me detuvo; ¿quién es?, ¿por qué te acompañaba? Venías de la escuela, ¿no es cierto? Lo vi. Y acaso sin pensar en mí. Pero no puedo decirlo porque cuando detuve mis ojos te encontré turbada, y con aquel ambiguo movimiento tuyo que me dejó pensando en que quisiste detenerte. Pero todo fue rápido. Yo hubiera deseado también cruzar la calle y hablarte; y, sin embargo, se impuso el saludo trivial e indiferente. No supe qué hacer; después de ese primer impulso te miré alejarte, como yo, indecisa, turbada como yo. Yo quedé todavía unos momentos sin moverme, pensando sin pensar en la actitud debida, escondiendo, apabullando el deseo de alcanzarte.

Sentí que me deseabas; pero la olía ¿para qué iba contigo?; no hubiera podido hablarte como quería; hubiera lamentado después el bochorno. Fue mejor así; no cabe duda.

Aunque, si hubieras ido sola... Continué mi camino, dolorosamente alegre, eufórico. Estuve todo el día más amable, más interesado en lo que hacía, sonriendo a los demás, queriendo a todos. Es un sentimiento de melancolía, de dulce dolor, que me derrama sobre la vida. A veces, este maridaje con lo imposible me empuja a analizarme, y concluyo sembrando una interrogación. Guardé durante todo el día tu imagen, y aún ahora es definida y concisa. Tu esbelta sencillez, tu rostro diáfano y apacible, tu pecho transparente, lento, acogedor; toda tú, tan mía y tan extraña; toda tú, tan de siempre y de nunca. ¿A dónde irás? ¿Iré? ¿A dónde? En ese momento sentí que te quería más allá de la pasión que es necesidad, más allá del hábito que es ejercicio. Pero el amor va y viene, como otra presencia mía en mí mismo.

Tengo un concepto de ti, es lo importante, un concepto corrigiéndose, estabilizándose, y esencialmente invariable; ése es el núcleo, y tiene su germen de adoración estética y sensual. En ese momento, percibida fuera del tiempo, te encontré sin mutación como una propiedad de mis sueños, accesible sólo por mis silencios intransferibles. No sé, no recuerdo por qué no fui a hablarte. Tres meses, más, sin verte; y tú, propicia como antes para recoger en pedazos mi muerte lenta. Ah, triste procesión de lo inefable. Amiga, óyeme, hay algo más allá de nuestros actos, atrás de nuestros gestos, en el fondo de nuestras palabras. Se llama silencio, olvido, cosas no dichas, intocables. Allí te tengo. Allí eres mía de siempre; irrevocable como un destino, dada como una voz y un juramento.

Por eso es que te encontré; y no sé, no recuerdo por qué no fui a hablarte.

Jaime

 

Julio 15/47

Chepita

Al mediodía, y aquí en la oficina, no puede uno ponerse a tono con el recuerdo. El amor, el escribir el amor, necesito soledad y silencio y reposo, y aquí no hay más que ruido de máquinas y ajetreo y voces de obreros y réplicas airadas de patrones y arbitrajes de funcionarios públicos, y locuras y caóticas prescripciones para el amor, para el escribir el amor... No obstante, quiero platicar contigo un rato, de alguna cosa, de algo, de ti o de mí, o de nosotros, o de esta hora memorial de hastíos y de ocio.

Antier nos enojamos ¿no es así? Ayer estuvimos contentos y no dijimos nada. Me perdonaste y te excusé. Uno pasa a veces por ratos de depresión y el desasosiego íntimo nos hace pasar por ásperos en la relación y duros y ergotistas. Pero eso pasa. Son estados naturales, y hasta diría periódicos, de nuestro desarrollo sentimental y emotivo. Luego viene la paz, y con ella se continúa, y se equilibran las voliciones, y vuelve a ser nuestro el pedazo de cielo de ayer, y nuestro también el corazón encadenado y libre.

¿Qué nos espera? ¿Qué hacemos? Te estoy hablando de voliciones y desenvolvimientos emocionales, cuando debería hablarte de tus ojos y tus manos y tu figura viva de delicada transparencia... Te estoy diciendo estados psicológicos periódicos, en vez de decirte el alba y el grito y el corazón insomne deletreándote, aprendiéndote, repasándote en su larga escala de angustias y de esperas.

Indefinidamente, nueva y constante, te conservas en el principio, como un génesis inacabado, extratemporal, emocional. Eres siempre la misma y otra, la misma esperanza y otra espera; original y conocida; limitada e infinita. ¿Te has imaginado alguna vez que yo esté orgulloso de ti? Muchas veces eres mi orgullo, como una excusa a la debilidad de mantenerte en la fe, y como un triunfo sobre la inconsolable vocación de alejarte.

Estas aquí, no obstante, real y vigente, efectiva, hecha de bálsamos y tónicos, de nada, de reposo y vida.

 

oct. 14/47

México

Para mi Chepi linda, atrozmente linda NOCTURNO

El sur está a mi espalda cuando estoy frente a ella.

Qué hermoso sería morirse, de repente, con ella!

Escribo de esto al mar y me contesta en olas. Pregunto de esto al cielo y me responde estrellas.

Los muertos todos, todos, viven en mí por verla. Yo no me he ido en hijos todavía por verla.

Es como una tristeza alegre de amapola y es como una libre resignación de perla.

Todo lo que no soy, hasta mi ayer, le diera. Quisiera creer en Dios para que a Dios le diera.

Pensar que estoy tan solo y que ella está tan sola! .. .Cómo quisiera a veces que se muriera!

Jaime Sabines México, nov. /47

 

 

1948

 

[Cd. de México] En. 12/48

Mi Chepi linda:

A penas ayer llegué a ésta y no tengo mucho que contarte, e/t pero lo prometido es ley, y te escribo aunque sea para desear que estés bien, en unión de todos los tuyos, y desear asimismo que estés contenta y divirtiéndote bastante.

Saluda, por favor, a tu mamacita, a la Villita, a Jorge, a Chita y las chiquitas.[2]

Yo estoy en perfectas condiciones, y acordándome de ti. Dime cuándo, por fin, es tu viaje.

Te quiero.

Te quiere reteharto,

Jaime

 

En. 29 /48

Josefa Luvia: Tú eres mi único rival, dijiste. Y quedé sorprendido. Y sonreí nerviosamente, como el culpable descubierto o como el que se halla a sí mismo.

Yo soy tu único rival: terriblemente cierto. Pero también soy mi rival, mi enemigo.

Tu amor, mi amor, es eje, centro, causa y efecto. Principia y termina en sí mismo. Es, como la existencia, un círculo; como la muerte, como el olvido.

Pero hay tangentes, fuerzas que arrastran, corazones “centrífugos”...Yo giro alrededor de ti —y en esto también pareces astro— pero el destino me saca de la órbita, y mi presencia tira desenfrenada en las manos del tiempo.

Estoy, estás en mí, y de repente muero. Un viento como de presagios —ardida locura— me arrebata: y te pierdo; y me alejo irremediablemente a buscarte en todas la mujeres que encuentro, a distinguirte, a identificarte con La Mujer.

Porque tú eres más que tú a veces: eres un concepto, una imagen, lo genérico, lo específico del sexo.

Perdóname si creo ofenderte, a veces, cuando piso una flor.

Perdóname también el que te quiera como a mí mismo; porque me soy infiel, porque me engaño.

Pero yo habría de ser otro, y tú otra, para que fuera distinto nuestro amor... Y no quiero yo que sea distinto. Está bien así, de llama y viento, de ternura y de remanso y muerte.

Acaso es triste el irse... pero sin el irse no hay el volver. Sin morir no hay resucitar.

Déjame que te quiera así como a mí mismo; que me vaya de ti como me voy de mí, sin esperanza, por la esperanza; del amor al olvido, del olvido al amor, en el pan diario de la muerte.

Jaime

 

 

feb/29/48

11 p.m.

Chepita:

Hace un momento te dejé: ya me haces falta, lace un momento apenas te dije adiós, y ya ha recorrido mi corazón la eternidad.

Ah, ahora sí estoy enfermo. Enfermo de ti. Enfermo de mí. Enfermo del mundo. Enfermo, desoladamente enfermo.

Penetro en mi soledad (una cama, tu retrato, mis libros, papeles y humo de tabaco) y ya estoy con el miedo de caer a medio cuarto gritando y riendo y llorando y golpeándome la cabeza contra los muebles para ver si soy yo o es otro con mi nombre el que está aquí.

¿Has de creer, así, que tengo miedo de volverme loco?

¡Ay, y qué cansado estoy!

¿Por qué?... La noche aquella me decías tú: “¿por qué?”, ¿porque?, ¿porque? ...

Y la vida sigue siendo eso, un “¿por qué?” constante, pecaminoso, áspero.

Y todas las cosas son así porque así son. La vida tiene su secreto; este secreto se llama: “Porque sí”.

Yo creo, en verdad, que la mayor imprudencia que he cometido es no haberme muerto al nacer. Porque eso de estar aquí y no aceptar las cosas como son, es debilidad. Bien está que yo piense un mundo mejor; pero antes debo tragarme —es la palabra—, antes debo tragarme, aunque sea por el privilegiado placer del último acto digestivo, este mundo real y verdadero en que disuelvo mi tristeza.

Masoquismo, újule, o neurosis; el caso es que debo escupir para arriba, debo escupirme mi dolor y mi risa y mi concepción —a media sombra— del mundo, y mi angustia y mi temor y mi confianza y todo. Debería yo hacerme pura saliva para mancharme la cara, la pobre cara melancólica y seria que espanta la vida de mis ojos.

¿Carta de enamorado? No. Dios me de escribirte cartas de enamorado.

Te escribo aquí mi ira, mi conflicto, mi dolor, que es la forma más sincera de decir “te quiero”.

No estoy ahora para pensar en astros, aunque piense en ti.

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