Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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RODOLFO II, EL PRIMO CHIFLADO DE PRAGA

Fue uno de los monarcas más excéntricos de los cuarenta y cinco que siguieron la estela de Carlomagno. Fue un hombre de ciencia que creía tanto en la astronomía como en la alquimia. Fue un coleccionista de extravagancias. Fue un personaje incómodo que nunca cayó bien a su familia austriaca. Fue muchas cosas en sus cincuenta y nueve años de vida, sin descuidar la principal: el emperador del Sacro Imperio Romano, tal vez el hombre más poderoso de Europa tras el rey de España.

Rodolfo II de Austria asumió la dignidad imperial a la muerte de su padre, Maximiliano II, un criptoluterano criado en el catolicismo. Rodolfo se adivinaba el más enfermizo y de carácter complicado de los quince hijos que Maximiliano tuvo con María de Austria, la hija mayor de Carlos V, pero no por ello se descuidó su educación. En un esfuerzo por alejarles de las influencias luteranas que dominaban a su padre, Rodolfo y su hermano Ernesto fueron educados en Madrid durante ocho años, bajo la tutela de Felipe II. El monarca pensaba que si finalmente moría su hijo don Carlos sus sobrinos austriacos serían la mejor opción para sucederle. Como muestra de confianza, el rey encargó a ambos que escoltaran el cadáver de su tercera esposa, Isabel de Valois, hasta el monasterio de las Descalzas Reales y, en 1570, Rodolfo ejerció como padrino en la boda de su hermana, Anna de Austria. Así y todo, el nuevo matrimonio del monarca, del que Felipe III iba a ser su fruto más maduro, cerró las puertas a la posibilidad de que el joven heredara los reinos de su tío. Ahora el Rey Abúlico, en vez del Rey Excéntrico.

A su regreso a Viena, los hermanos siguieron hablando el idioma que les resultaba más natural, el castellano, y conservaron algunas costumbres hispánicas. La muerte de su padre, en 1576, condujo al nombramiento de Rodolfo como emperador del Sacro Imperio Germánico, recibiendo además la Corona de Hungría y de Bohemia. Ascendió al poder cuando la crisis religiosa estaba de nuevo a punto de estallar en el Imperio, pues si no lo había hecho antes había sido por las sucesivas concesiones de Maximiliano II a los luteranos y a los calvinistas. Rodolfo intentó continuar con la actitud conciliadora de su padre, pero en paralelo facilitó los medios para la penetración en Alemania de los jesuitas y los capuchinos, los cuales, fieles a los ideales de la Contrarreforma, intentaron por todos los medios que los súbditos del emperador volvieran al seno de la Iglesia católica. Los poderosos príncipes alemanes, que veían en la Reforma una oportunidad para desgastar el poder imperial, obstaculizaron la labor de estos jesuitas.

Además de estos graves problemas religiosos, la mala situación económica de sus reinos y la interminable guerra contra los turcos supusieron una sangría para el tesoro imperial. Rodolfo II fingió que todo aquello le preocupaba, pero la verdad es que sus intereses en los asuntos políticos eran limitados. Lo demostró cuando instaló al principio de su reinado su corte en Praga para centrarse en su labor como mecenas y coleccionista, despertando con ello las protestas de alemanes y húngaros. Su residencia oficial, el castillo de Hradcany, se convirtió en un centro de estudios de primer orden. El emperador fue mecenas de hombres de letras, científicos, astrólogos y astrónomos, además de un gran número de personajes excéntricos. Supervisar los avances en las investigaciones de estos ocupaba gran parte de su actividad diaria. Se contaba entre sus favoritos el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler. A pesar de sus inclinaciones luteranas, Rodolfo acogió a Kepler en Praga, bajo la recomendación del astrónomo danés Tycho Brahe, cuando venía huyendo precisamente de la persecución religiosa. Tanto Kepler como Brahe están considerados hoy como figuras claves de la revolución científica.

En muchos sentidos el castillo de Hradcany se convirtió en el centro del saber que Felipe II había proyectado en El Escorial. Allí planeaba situar un observatorio astronómico para estudiar la ubicación exacta de los planetas. Murió antes de que este proyecto se pudiera llevar a cabo y los eruditos desembarcaran en masa en Madrid. El monarca sí llegó a firmar, en cambio, varias cédulas para crear una Academia de Matemáticas en la capital de la monarquía, cuyo objetivo era formar un cuerpo de funcionarios de élite y elevarse sobre todas las cátedras universitarias en la materia. El proyecto quedó diluido, pero no tanto como la iniciativa de Juan de Herrera de crear academias de este tipo en todas las grandes ciudades del Imperio. Las cortes castellanas, ocupadas en el esfuerzo de reunir fondos para la Empresa Inglesa, descartaron la idea por razones económicas. Las matemáticas pagaron los platos rotos.

Rodolfo II heredó de su tío este amor por la ciencia. Al igual que se contagió de su inquietud por la alquimia. Más allá de la connotación esotérica que conserva hoy, en aquel periodo la alquimia se entremezclaba con la química y otras ciencias serias. Felipe II promovió varios intentos de obtener plata y oro a partir de otros elementos, si bien no depositó apenas esperanzas en obtener resultados: «En verdad que aunque soy incrédulo de estas cosas, que de esta no lo estoy tanto, aunque no es malo serlo, porque si no saliese no se sintiese tanto». Son las palabras de un hombre curioso, y también las de alguien al que la plata y el oro no le faltaban. Porque la verdadera alquimia era ¡la que llegaba desde las minas de Potosí! Pero mientras toleraba a los alquimistas de elevada formación reprimía por otra parte a los más esperpénticos a través de la Inquisición.

EL EMPERADOR ALQUIMISTA Y SU COLECCIÓN DIABÓLICA

Al igual que con las matemáticas y la astronomía, el excéntrico emperador quiso ir más lejos que su tío. Durante su reinado, hospedó a los grandes alquimistas de la época en la Academia Alquimista Praguense, que llevó a cabo centenares de experimentos. Entre la legión de magos, astrólogos y alquimistas que acudieron a Praga destacó el inglés John Dee. Según cierta leyenda, John Dee se ganó el favor imperial al regalar a Rodolfo II un juguete mecánico en forma de escarabajo volador, con el que ya había impresionado a propios y extraños durante la coronación de la reina Isabel. Acusado de hereje varias veces, los intentos de Dee de comunicarse con ángeles le acarrearon fama de disparatado entre sus contemporáneos, a pesar de que sus aportes a las matemáticas, la óptica, la astronomía y la náutica fueron elogiados más tarde por Isaac Newton. En un momento dado, Dee trasladó al emperador un mensaje funesto de parte de los ángeles sobre el ocaso de su reinado, lo que empujó a Rodolfo a prohibirle, en junio de 1586, la estancia en todo el reino checo.

El también inglés Edward Kelley engatusó durante años a Rodolfo con sus supuestos avances en el campo de la alquimia. El gran truco del mago consistía en verter una gota de un aceite color carmesí sobre medio kilo de mercurio, transmutándolo en oro. O eso hizo creer a Rodolfo II, que le arrojó a las mazmorras del castillo de Krivoklát cuando sospechó que planeaba marcharse a Inglaterra sin haber revelado la fórmula mágica. Sea como fuere, se le condenó por un delito de lesa majestad y, en 1597 falleció mientras intentaba fugarse de su prisión bajando por una escala elaborada con la ropa de su cama. El médico luterano Michael Maier, consejero del emperador, tomó el relevo de los ingleses, sin conseguir ningún resultado, porque no consta que Rodolfo encontrara en la magia una solución a su maltrecha economía.

En fin, que Rodolfo era una versión deformada y extravagante de Felipe II al frente del Imperio germánico. Vivía obsesionado con la ciencia y con una colección de extravagancias. En eso del coleccionismo también compartía la afición con su tío Felipe, aunque lo suyo eran las cosas raras, vivas o muertas. En su colección, conocida como el «Gabinete de las Artes y de las Maravillas», se encontraban monedas, autómatas, relojes, máquinas de «movimiento perpetuo», piedras preciosas y el esqueleto de un gigante. Los animales exóticos le fascinaban, desde leones a guepardos y rinocerontes, pasando por los animales albinos, considerados como seres milagrosos, tales como un cuervo, una urraca y un ciervo que provocaba la admiración de los visitantes. Asimismo, poseía deformidades de la naturaleza tales como una pata de un gavilán con doce dedos, la piel de un cervato de dos cabezas, una codorniz con tres patas y un gusano de cuya cola brotaba una rama.

El conjunto de rarezas no terminaba ahí. Tenía una compañía formada solo por enanos y contaba con un archivo visual de personajes y fenómenos insólitos. En esta categoría entraba el retrato de Pedro González y sus hijos, una familia de «hombres lobos» que sufría hipertricosis lanuginosa congénita (crecimiento anormal del vello por todo el cuerpo). Su historia vital demuestra que Rodolfo no era el único coleccionista de rarezas entre los soberanos de su tiempo. Nacido en Canarias en 1544, Pedro González o Petrus Gonsalvus, hijo de un jefe guanche, fue llevado a modo de fenómeno de la naturaleza a la corte francesa de Enrique II. Su llegada supuso un acontecimiento social, si bien el monarca francés asumió el reto de trasformar al monstruo salvaje en un felino manso. Se le educó con esmero en la corte parisina y se le ofreció matrimonio con una de las damas de la reina. De este enlace nacerían seis hijos, de los que solo en dos no se repitió la enfermedad. En uno de los retratos de la familia, el de Antonietta Gonsalvus, la niña tenía el aspecto de un lindo gatito engalanado con ropas humanas.

Otra pieza rara que se suele incluir en el Gabinete de las Artes y de las Maravillas es la Biblia del diablo, también conocida como Codex Gigas, que fue guardada casi en secreto por Rodolfo. Este antiguo manuscrito medieval, de colosal tamaño (92 centímetros de alto, 50,5 de ancho y 22 de grosor) y peso (75 kilos) fue creado a principios del siglo XIII presuntamente por el monje German Inclusus, del monasterio de Podlažice (la actual República Checa). Según la leyenda medieval, el tal German el Recluso fue un monje benedictino condenado a ser emparedado vivo por un grave crimen, que para librarse de la pena propuso crear un códice enorme que contendría la Biblia y todo el conocimiento del mundo. Con solo una noche por delante para escribirlo, el monje solicitó la ayuda del mismísimo Satanás, el cual aceptó crear el libro en ese plazo a cambio de que apareciera su imagen en una de las páginas. Y sí, el libro cuenta con la famosa imagen de un demonio, aunque es probablemente la obra de una persona que tardó más de veinte años en escribirlo, según calcula la Biblioteca Nacional de Suecia.

Hasta aquí se pueden trazar las similitudes con Felipe II, incluida la afición por coleccionar objetos raros y libros que bordeaban la herejía, pero en lo referido a sus personalidades las diferencias son abismales. Puede que el rey español fuera un obsesivo compulsivo, así como su hijo era un ludópata; mas Rodolfo era excéntrico, melancólico, ensimismado, perezoso y sufría de manía persecutoria. De los periodos melancólicos de su juventud pasó a un delirio paranoide con alucinaciones en su edad adulta. Posiblemente contrajo sífilis en la juventud y, pese a todos los tratamientos médicos, la enfermedad le causó esos graves trastornos mentales. La paranoia le llevó a encerrarse y permanecer aislado del mundo, desde 1600 a 1606. Además, jamás se casó ni tuvo hijos legítimos, lo cual supone una omisión clara en la principal responsabilidad de un soberano: garantizar su sucesión.

Ante la petición de su tío para que se casara con su hija predilecta, Isabel Clara Eugenia, el emperador se dedicó a dar largas y más largas. Desde su retiro madrileño, su madre, María, se desesperó al observar cómo su hijo se negaba a casarse con las candidatas que la diplomacia imperial sugería como adecuadas, y porque vivía obnubilado con entretenimientos nocivos, «para recreación y divertimento del cansancio de los negocios y gobierno como son la alquimia, pintura, escultura y cosas de ese género». Lo único que parecía interesarle de la correspondencia con España eran las gestiones del embajador imperial para la compra de piezas americanas y de la India. Se valió de él para alimentar su colección de maravillas con bezoares, esmeraldas, diamantes y vestimentas indígenas, así como un formidable grupo de caballos indianos.

JULIO CÉSAR DE AUSTRIA, EL HIJO PSICÓPATA DEL EMPERADOR

¿Rodolfo era homosexual? Si acaso, sería bisexual. Del mismo modo que se han documentado sus relaciones con su chambelán Wolfgang von Rumpf y con varios criados, también se sabe que mantuvo aventuras amorosas con mujeres, que le dieron al menos seis hijos bastardos. Catarina Strada —nieta del anticuario italiano Jacopo Strada— se convirtió en su amante más duradera, diecisiete años, y con la que concibió esos hijos bastardos. Matías, que murió joven; Carlos, que luchó contra los turcos; Catarina, que llegó a condesa tras casarse bien; Dorothea y Alžběta, que acabaron de monjas, y el favorito de sus bastardos, al que llamó Julio César de Austria y le otorgó un feudo en Bohemia.

Julio César se reveló como un perturbado con tendencias sádicas, al estilo del hijo maldito de Felipe II. Sus genes le recordaban que era tataranieto de Juana la Loca e hijo de aquel a quien ya veían en toda Europa como fiel reflejo de la podredumbre de los Austrias. En una de sus frecuentes salidas nocturnas, Julio César dio muestras de su agresividad asesinando a golpes a uno de sus sirvientes. Rodolfo II internó a su hijo en el monasterio cartujano de Gaming, en Austria para corregir su actitud. El joven debía mantener allí una dieta sobria, le debían ser negadas las armas, limitados los recursos financieros y prohibido el contacto con el mundo exterior. Pero aquel no iba a ser su destino. Julio César se marchó del monasterio en cuanto quiso, empezando a cortejar a la bellísima hija de su barbero, Marketa Pichlerová. Cortejar, en su caso, era sinónimo de algo más peligroso.

El bastardo real, cada vez más desquiciado y alcoholizado, comenzó a maltratar a Marketa y, una noche de 1607 intentó darle muerte a cuchilladas. Al suponerla muerta, Julio César la defenestró siguiendo la moda política de la época. Esto es: arrojó su cuerpo inerte por la ventana. La sádica escena forma parte de los episodios más negros de la familia de los Austrias. Así lo narra el cronista palatino Václav Březan:

Estaba tan terriblemente dañada que su cuerpo ya no era una sola pieza, y fue en estas condiciones como él la tiró sobre unas piedras. Pero aquella no estaba llamada a ser su última hora, puesto que cayó en una pila de basura que le salvó la vida. Una vez se hubo recuperado, quiso esconderse de él, pero entonces él comenzó a ordenarle a su madre que volviera a su lado de nuevo.

La familia de la joven se negó a entregar de nuevo a su hija a aquella bestia. Corrían ya los últimos días de 1607 cuando Lucie Pichlerová, la madre de Marketa, fue arrestada por el real bastardo y encerrada, vestida tan solo con un par de andrajos, en una de las celdas del palacio. La mujer del barbero aún aguantó cinco semanas antes de que las continuas torturas y la ausencia de comida y agua quebrasen su voluntad. El 17 de febrero de 1608, con el beneplácito de la madre sacado a latigazos, Marketa volvió al castillo de los Rosenberg. Menos de veinticuatro horas después, y con el mismo cuchillo con el que meses atrás mutilara a la joven, Julio César de Austria comenzó a descuartizar viva a su amante. «Aquel horrible tirano y demonio, bastardo del emperador», le cortó la cabeza y las orejas, le hizo saltar los dientes «y le fraccionó el cráneo hasta que el cerebro se derramara sobre el lecho», hasta el punto de que «hubo de enterrarse esta hecha pedazos dentro del ataúd». Durante tres horas el asesino desfiguró el cuerpo de su víctima.

La salud mental de Rodolfo II ya era declinante por esas fechas. Pero incluso así distinguió la gravedad de los crímenes de su hijo. El emperador recluyó a Julio César en una habitación con un simple lavabo y rejas en la ventana. Su locura fue en aumento. No se lavaba, destruía el mobiliario de las habitaciones, rompía la vajilla, tiraba los platos por la ventana, dormía en un colchón sucio y manchado de excrementos… El joven esquizofrénico falleció el 25 de junio de 1609, a los veinticuatro años, a consecuencia de una úlcera gástrica, aunque nunca han faltado las teorías sobre un posible envenenamiento por orden de su padre. Desde luego si no lo ordenó fue porque nunca fue un hombre cruel y porque Rodolfo tenía otras cosas en mente a esas alturas de su reinado.

Bueno, en realidad, tenía casi siempre lo mismo en mente: alimentar su colección. En una ocasión Felipe II le envió fondos para la guerra en Hungría, y Rodolfo, ni corto ni perezoso, se los gastó en las más espectaculares piedras preciosas que había en Europa para decorar su corona. Dedicaba su tiempo, casi exclusivamente, a la contemplación de sus grandiosas colecciones, que se convirtieron en su manera de defender el ideal imperial, la dignidad regia y el respeto que iba perdiendo de manera inexorable en el campo de la política. Esta pérdida de prestigio se tradujo, a partir de 1608, en la cesión de Hungría, Austria y Moravia a su hermano Matías de Austria. Valiéndose de su popularidad en Hungría, Matías fue cercenando el poder de su hermano mayor hasta forzar su caída. España y el papa apoyaban también a Matías. La tolerancia del monarca hacia personajes que rozaban la herejía, unido a las concesiones hacia los protestantes, motivaron que la Santa Sede le consideraba poco menos que un brujo extravagante. Los nuncios enviados por Roma, que el emperador se negaba a recibir, informaron al papa de que Rodolfo estaba endemoniado.

LA DESTRUCCIÓN DE SUS MARAVILLAS EN LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

Abandonado por todos, Rodolfo II se obsesionó con que le querían envenenar. Por eso comía solo en su habitación y se hacía servir siempre por el mismo mayordomo, en el mismo plato y en el mismo rincón. El soberano jamás volvió a recibir a un sacerdote y desarrolló un auténtico pánico hacia Dios y los sacramentos. A la vista de su estado, un consejo de familia confió el gobierno de sus estados a su hermano Matías, obligándole a abdicar en 1611. Si bien mantuvo de forma nominal el título de emperador y rey de Hungría hasta su muerte meses después. De nada le sirvió conceder libertad religiosa a los protestantes checos, en un intento desesperado por ganarse el apoyo de la aristocracia de esta región. Los protestantes se lavaron las manos, quizás previendo que las necesitaban limpias frente al baño de sangre que se avecinaba.

Desde que Carlos V hincara la rodilla frente a la realidad religiosa del Sacro Imperio Germánico, los luteranos fueron ganando más terreno sin que Viena y luego Praga pudieran inmiscuirse. No ocurría igual con los calvinistas, mucho más activos y militantes en los asuntos de fe. La casa imperial e incluso algunos príncipes protestantes se negaban a aceptar esta herejía fuertemente arraigada en el norte y este de Alemania. Aunque pocos lo sospechaban entonces, Rodolfo había hecho malabares para mantener sus territorios sosegados, que diría su tío Felipe II. En su ausencia, en los años finales del emperador Matías, con los príncipes católicos y protestantes llenando sus arsenales y levantando ejércitos de mercenarios, se desencadenó otra guerra peligrosa. Y paradójicamente sería el Reino de Bohemia, tan querido por Rodolfo II, el epicentro del conflicto.

En 1617 heredó el trono de Bohemia el archiduque de Estiria, Fernando. Sobrino del emperador Matías, Fernando se educó en el colegio jesuita de Ingoldstad y gozaba de una merecida fama de católico intransigente. Los parlamentarios protestantes de la Dieta de Bohemia, reunidos en Praga en 1618, destituyeron a Fernando y rechazaron a sus enviados al sospechar que el futuro emperador no pensaba respetar las concesiones religiosas de Rodolfo. La conocida como Defenestración de Praga (sin relación con la pulsión asesina de Julio César de Austria) escenificó el 23 de mayo de 1618 el principio de la Guerra de los Treinta años. Así, los representantes protestantes de la aristocracia de Praga —encabezados por el conde de Thurn-Valsassina— capturaron a dos gobernadores imperiales, Jaroslav Martinitz y Wilhelm Slavata, junto con su secretario Philip Fabricius, y los arrojaron desde las ventanas del castillo de Hradcany. Sin embargo, los tres representantes imperiales cayeron suavemente sobre un montón de estiércol depositado en el foso del castillo. Slavata se desmayó, a lo mejor por el olor, pero ninguno de ellos quedó herido de gravedad. La supervivencia de los tres delegados imperiales se vio en los círculos católicos como una señal de que la voluntad divina estaba del lado católico.

En lugar de Fernando de Estiria, la asamblea protestante coronó al elector Federico V del Palatino, el más destacado de los príncipes calvinistas. Su reinado fue breve, tanto como un invierno, de ahí que le apodaran Rey de Invierno. La muerte del emperador Matías entregó definitivamente la corona imperial a Fernando, que destinó la maquinaría militar de la Liga Católica, a cuyo frente estaba el duque de Baviera, a la tarea de aplastar la rebelión de Praga. Y no se conformó Fernando II con la Liga Católica, pues en esas fechas reclamó también la intervención de su primo Felipe III de España. En Madrid la estrella de Lerma se apagaba y quien estaba llamado a ocupar su sitio era un convencido belicista, don Baltasar de Zúñiga. Fernando ofreció a España la soberanía sobre Alsacia a cambio de entrar en la guerra y Zúñiga dio el «sí quiero».

Ambrosio Spínola dirigió un ejército de 10 000 infantes y 3000 jinetes hacia lo que todos creían, holandeses incluidos, iba a ser la ocupación de Bohemia. No era así. En un brillante movimiento de distracción, Spínola cayó con los tercios sobre el Palatinado, dominio personal del elector Federico, y conquistó para España la mayor parte de este territorio, a pesar de enfrentarse a un ejército de más de 24 000 mercenarios. Dueño de las dos orillas del Rin, el general banquero envió parte de sus tropas, en concreto tres tercios de valones y uno de napolitanos, a unirse a los ejércitos de la Liga Católica, que se enfrentaron a los protestantes en la batalla de la Montaña Blanca (1620). La aplastante victoria imperial abrió las puertas de Praga a Fernando II, y con él a los padres jesuitas. El elector Federico tuvo que exiliarse y buscar refugio en La Haya.

La fase más favorable a la causa católica había llegado a su fin. Los años siguientes alumbrarían el esplendor protestante y el despliegue militar del revolucionario ejército sueco de Gustavo II Adolfo. Los suecos saquearon el castillo de Praga y el tesoro de Rodolfo II en el trascurso de la guerra. Aparte de su colección de rarezas, el sobrino de Felipe II fue uno de los mecenas del arte más activos de su tiempo. Rodolfo reunió una colección de al menos 1300 cuadros y 500 esculturas. La muestra incluía obras de ilustres artistas como Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, Veronés, Tintoretto, Durero, Cranach, Holbein y Brueghel entre otros.

A la muerte del emperador, la mayor parte de las piezas fueron trasladadas a Viena por su sucesor. El resto de la colección la robaron los soldados suecos en 1648, incluido el Codex Gigas. Lo empacaron en un gran cofre de madera, lo trasladaron 1500 kilómetros hacia el norte y se lo regalaron a la reina Cristina de Suecia, que lo añadió a su biblioteca personal. En Suecia se encuentra hoy este libro considerado maldito, que además de al saqueo de Praga sobrevivió de milagro a un incendio en 1655. También en Suecia se encuentra hoy uno de los retratos más originales que alguna vez se hizo a un soberano: Rodolfo II caracterizado como el dios romano del cambio, Vertumno. Esta sensual y colorida pintura de Giuseppe Arcimboldo, tal vez el primer surrealista de la Historia, conforma con hortalizas, frutas y flores la cara del emperador, en uno de los pocos retratos que se le realizó en vida. El poeta Gregorio Comanini quiso acompañar el cuadro con unos versos:

Mira la manzana, mira el melocotón,

cómo se me ofrecen en ambas mejillas,

redondos y llenos de vida.

Fíjate en mis ojos,

de color cereza uno,

el otro de color de mora.

No te dejes engañar, es mi cara.

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