Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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FELIPE IV, UN SEXOADICTO EN SODOMA Y GOMORRA

MANDA EL ORINAL DEL REY PLANETA

El conde duque no incluyó un orinal en el escudo de su linaje porque, como miembro de la casa Guzmán, ya contaba con una heráldica de larga tradición, y porque, obviamente, no es un objeto muy heroico. No lo hizo por estas razones; no porque no le debiera su carrera política a uno de estos objetos. Siendo todavía príncipe, el futuro Felipe IV era engreído, antipático, caprichoso y se hacía rodear de palmeros que le reían los desplantes como si fuera el más brillante cómico del planeta. Gaspar de Guzmán y Pimentel, el gentilhombre de cámara del príncipe, se convirtió en una víctima habitual de las fanfarronadas del joven. Un día Olivares se encontraba recogiendo el orinal del príncipe cuando este comentó con voz clara, y en su presencia, lo cansado que estaba de ver la cara del conde cada día. El suyo constituía un aspecto grave, de tez morena, ojos duros y aspecto robusto. Frente a las risas que siguieron, Olivares se limitó a besar el receptáculo de las deposiciones principescas sin hacer comentario alguno. Era su forma de decir que, por obediencia, estaba dispuesto a besar su real culo. Una humillación que, sin saberlo, le abrió las puertas del reino.

La hegemonía de Gaspar de Guzmán y Pimentel resultó inesperada. Mientras el confesor Aliaga y el duque de Uceda se peleaban por ocupar el gran hueco dejado por el duque de Lerma, otros nobles más sutiles jugaban sus bazas desde las sombras. Las suyas eran las jugadas de la generación llamada a acompañar a Felipe IV en su ascenso al trono. Con el cadáver de Felipe III todavía enfriándose, Olivares certificó en voz alta lo que esperaba de las siguientes décadas:

—Ahora todo es mío.

—¿Todo? —interrogó Uceda, presente en la cámara.

—Todo, sin faltar nada.

Los condes de Olivares pertenecían a una rama menor de la familia de los Guzmán, que vertebraban los duques de Medina Sidonia. El padre de Gaspar de Guzmán había sido embajador papal de Felipe II durante el complicado pontificado de Sixto V, al que gustaba más el lujo francés, representado por el protestante Enrique IV, que la rigurosa austeridad del monarca español. El joven Gaspar presenció desde primera fila (nació en Roma) las tensiones que se vivieron entre su padre y el papa. Su educación fue excepcional por llevarse a cabo en el extranjero, lo que le dio una visión más amplia de la posición de España en Europa, y porque además a la vuelta a la península emprendió estudios universitarios. Esto no era tan frecuente entre la alta nobleza, que más bien acostumbraba a educarse en ambientes privados, y se reservaba solo a hijos segundones destinados a la carrera eclesiástica. Su trayectoria universitaria le legó la pasión por la lectura y una imponente capacidad para hablar en público.

En la Universidad de Salamanca ejerció el cargo de rector en 1603, labor que recordaría con el mayor de los orgullos postrado en su lecho de muerte. «Cuando yo era rector, cuando yo era rector…», farfulló el conde duque antes de agonizar. Ese rectorado honorífico se fue al traste cuando la muerte de sus hermanos mayores hizo necesario que Gaspar abandonara la senda de la carrera eclesiástica. El patriarca de la familia le ordenó dirigirse con urgencia a Valladolid, entonces sede de la corte, para zambullirse en la vida cortesana.

Poderoso caballero era don dinero en la corte de Felipe III, que dijera Quevedo y cantara Paco Ibáñez. A golpe de ducados, Gaspar de Guzmán se abrió paso en la política y cortejó de forma exagerada a su prima Inés de Zúñiga y Velasco, que tenía posición de dama de honor de la reina. Ambos eran de carácter duro (ella fue tachada de «mujer varonil») y supieron compenetrarse para lograr el ascenso de una casa hasta entonces secundaria. Pero aún debería esperar casi una década más alejado de la corte, en Sevilla para más señas, hasta que su nombre resonara amenazante a oídos de Lerma y Uceda. Desde su puesto de gentilhombre del príncipe Felipe, don Gaspar tomó partido por la facción que vertebraron su tío Baltasar de Zúñiga y Velasco —que había sido llamado a la corte en 1617— y el duque de Uceda para derribar a Lerma. Lo que no podía prever Uceda es que el dúo formado por tío y sobrino iba a pasar por encima de él en cuanto Felipe IV ascendiera al poder. El duque de Uceda y fray Luis de Aliaga fueron desterrados en abril 1621.

Su inesperada irrupción no significaba que Baltasar de Zúñiga y Velasco fuera un novato. No era su primer combate. Entre decenas de responsabilidades y cargos ejercidos en tiempos de Felipe II, destacaba el servicio de Baltasar en la Empresa Inglesa de 1588 y su labor como embajador en Bruselas, en París y en la Praga de Rodolfo II. En los viciados años de Felipe III ejerció como ayo y tutor del príncipe de Asturias, al que convenció de que para recuperar las glorias pasadas debían comenzar limpiando la corte de corruptos y retomando las armas. En definitiva: retroceder hasta el reinado de Felipe II, de quien, a su muerte, se creyó que iría al purgatorio por sus numerosas faltas. Ahora de golpe y porrazo, tras el traumático reinado de su hijo, urgía rehabilitarlo, sacarlo del purgatorio y decir que Felipe IV era su continuador. Al acceder al trono, el apodado Rey Planeta proclamó con pomposidad que quería «conformar su gobierno con lo de su abuelo, don Felipe II, y a este fin… en todas plazas poner ministros que han quedado aún de aquella majestad». La elección de Baltasar respondía a este anhelo, si bien su imprevista muerte, en 1622, legó el testigo a su discípulo y sobrino, don Gaspar.

El conde de Olivares asumió rápidamente el gobierno. Persiguió a los corruptos y sacó adelante leyes para restringir el lujo desaforado entra la nobleza. Así y todo, las similitudes entre el conde duque y el duque de Lerma no se escapaban a los ojos más perspicaces. Ambos sabían que bastaba con dominar el ambiente cortesano para mantener inerte al rey, antes que hacerlo sobre los consejos reales o el aparato burocrático. Ambos sufrían cambios súbitos de genio. Olivares podía mudar en pocos segundos de periodos de exaltación a fases depresivas, donde amenazaba en falso con retirarse de la política. Y ambos controlaban con mano de hierro el país.

También las diferencias eran grandes. Olivares vivía en el Palacio Real, ocupado casi las veinticuatro horas del día en las demandas del rey y de su gobierno. Cuando había un problema urgente acostumbraba a pasarse la noche en vela y jamás rehuía una crisis. Al igual que en tiempos de Felipe II, los búhos volvieron a palacio. Asimismo, el conde era un gobernante bien preparado, magnánimo e incluso bienintencionado, frente a la codicia incendiaria de Lerma. Él se aprovechó de la debilidad de espíritu y voluntad de Felipe III, mientras que Olivares lo hizo de la creencia de Felipe IV, cierta o no, de que no había hombre más adecuado para dirigir el Imperio.

EL IMPERIO ESPAÑOL CONTRAATACA: EL AÑO DE LA BUENA SUERTE

¿También aspiraba Felipe IV a ser un monarca ingrávido como su padre? El joven rey era un hombre inteligente, apasionado del teatro, la música, la poesía (escribió versos de su puño y letra), el arte, los toros, los festejos y, sobre todo, la caza. Incluso en eso ganaba a su errático padre. Se calcula que a lo largo de su vida el monarca mató más de 300 venados, más de 250 jabalís y más de 400 lobos. Pero, sin duda, su presa más famosa fue un toro bravo al que dio muerte durante los festejos por el cumpleaños de uno de sus hijos, en 1631. El animal se impuso a criaturas exóticas (un león, un tigre, un oso, una zorra, una mona, un camello…) en un circo organizado para la ocasión. Al resultar imposible desalojar a la bestia, Felipe IV se colocó el sombrero y reclamó su arcabuz de caza. Un único disparo bastó para matar al «monstruo español», levantar a la grada y desatar una infinidad de composiciones poéticas. Lope de Vega se atrevió a felicitar al toro por haber muerto así:

Dichosa y desdichada fue tu suerte,

pues, como no te dio razón la vida,

no sabes lo que debes a la muerte.

Demasiadas heroicidades circenses como para que le quedara tiempo de supervisar directamente los asuntos de gobierno. Superada la edad del pavo, Felipe IV le reconoció al hombre que estaba dispuesto a besar su orinal que solo confiaba en él. La aspereza autoritaria había jugado en su contra al disputarse la simpatía del príncipe con los palmeros imberbes, pero al final supo ganarse al joven a base de facilitarle su vicio predilecto: los pecados de la carne. Las gestiones del conde condujeron a que, en 1620, a los quince años de edad, Felipe comenzase a hacer vida marital con la francesa Isabel, de diecisiete años. El príncipe estaba enamorado de su esposa desde su precoz matrimonio, aún sin consumar, por lo que agradeció que Olivares les instalara en el palacio de El Pardo para gozar de «las primicias del himeneo». A base de detalles como este se ganó la confianza real.

De su mano, el Imperio recuperó al menos la moral perdida en materia militar. Nada parecía imposible para ese nuevo Felipe el Grande y su valido omnipresente. El país se involucró en la Guerra de los Treinta Años a través del conflicto de Bohemia, pero siguió manteniendo una paz perjudicial con las Provincias Unidas. Los intereses de Holanda en América y en el Pacífico eran incompatibles con la tregua. La Compañía de las Indias Occidentales inició un lucrativo comercio con el azúcar, el café, el tabaco y los negros de Guinea, entre otros productos. Durante los doce años de tregua, los barcos holandeses comerciaron con el doble de pimienta asiática que los portugueses. Además, se rearmaron diplomáticamente para que, llegado el caso, pudieran recurrir a una red de alianzas entre enemigos del Imperio español. Incluso en el remoto Japón, los holandeses colaboraron con los shogunes del clan Tokugawa para perseguir a los padres jesuitas que se repartían por el país. El shogun Tokugawa Ieyasy pudo extirpar así el credo cristiano de sus dominios y crucificar a unos cuantos miles de católicos japoneses.

Baltasar de Zúñiga, y por extensión Olivares, querían retomar las armas contra los herejes holandeses en cuanto expirara la tregua. Eso a pesar de que enfrentarse a las Provincias Unidas significaba sumar este conflicto a la Guerra de los Treinta Años, tan favorable al bando católico en ese momento como incierta iba a ser en el futuro. Sabían los españoles, además, que reiniciar la lucha ya no pasaba por recuperar la obediencia de las provincias rebeldes, sino más bien por ampliar la frontera de los Países Bajos españoles. En el seno de las Siete Provincias, el dilema era parecido. La casa de Orange era partidaria de regresar a la guerra, frente a la facción de los republicanos y demócratas, partidarios de la paz y de un calvinismo más moderado. El gran pensionario Jan Van Oldenbarnevelt se alzó en esos años como el mayor partidario de la paz. Su arresto y ejecución, en 1619, acusado de criptopapista y proespañol, acercaron el conflicto con España.

El año 1625 pareció demostrar que la estrategia del conde duque de Olivares estaba en el camino acertado. Una serie de espectaculares victorias a lo largo del planeta recuperaron de un plumazo el prestigio militar de España, que Lerma había metido en la nevera durante un par de décadas. Y también en Flandes hubo victoria. A pesar de que Olivares defendía una guerra sin grandes operaciones contra los intereses económicos de las Provincias, Ambrosio de Spínola se empecinó en tomar la fortaleza de Breda, una de las más rocosas de Europa. El general genovés contaba a sus espaldas un largo historial de asedios exitosos, por lo que ni Olivares ni Felipe IV consiguieron disuadirle para que pusiera fin a un sitio que se prolongó durante un año entero. Un observador inglés apuntó desde Bruselas: «El marqués de Spínola ha tomado la determinación bien de someter Breda, bien de enterrar su cuerpo y su honor en las trincheras cavadas ante ellas».

El 5 de junio de 1625, Spínola logró la rendición de Breda y puso la guinda al annus mirabilis del Imperio español. No fue el único hecho destacado. La mayor flota que jamás hubiera cruzado el Atlántico, bajo el mando de don Fadrique de Toledo, reconquistó en abril de ese año Bahía, la capital de la colonia portuguesa de Brasil. San Juan de Puerto Rico se defendió heroicamente de un ataque holandés, a finales de ese verano. En octubre una tormenta destrozó la flota anglo-holandesa que bloqueaba Dunkerque. Y, antes de que terminara el año, un ataque inglés a Cádiz acabó en desastre.

Las victorias españolas no se limitaron al Atlántico o Flandes. Ese mismo año una flota hispana, bajo el mando del marqués de Santa Cruz (el hijo del famoso almirante de Felipe II), forzó a las fuerzas saboyanas y francesas a levantar su cerco sobre Génova, la patria de los Spínola y los Doria. Sin mediar declaración formal, Francia empezó a guerrear junto a Saboya y Venecia contra España. A modo de represalia, Olivares ordenó confiscar las propiedades francesas y se prohibió el comercio entre ambos países. Todas estas gestas sirvieron de excusa al valido para poner en marcha una serie pictórica de doce obras que decorarían el Salón de los Reinos, en el Retiro. Así, en 1630, el conde duque inició la construcción de este nuevo palacio real a las afueras de Madrid, que se ubicó en lo que hoy es el Parque del Retiro y requirió una decoración acorde a su grandiosidad.

Distintos autores se encargaron de decorar las paredes de la sala principal con obras de carácter histórico-militar, entre las que brillaba el lienzo del joven Diego de Velázquez La rendición de Breda (Las lanzas). Y si Velázquez puso la imagen, el dramaturgo y militar Calderón de la Barca sirvió la letra. En su comedia El sitio de Breda, Calderón retrata las escenas que se vivieron en Breda de forma milimétrica, porque, probablemente, él mismo estuvo entre aquellos soldados, o al menos participó en alguna de las fases del asedio.

La gesta de Breda habría servido en cualquier país para encumbrar a su protagonista a través de los siglos. Pero en eso España ha sido siempre una excepción. Si en Julio César había muchos Marios, en el conde duque había unos cuantos Felipes Segundos. Ambos eran enérgicos y se rodearon de un eficaz cuerpo de secretarios, pero también ambos eran de carácter desconfiado y obcecado. El mismísimo Ambrosio Spínola sufrió sus celos. Con la ayuda de los corsarios de Dunkerque (en 1627, estos aliados de España capturaron 68 bajeles holandeses y hundieron otros 45), Spínola siguió cosechando éxitos militares en las aguas de Flandes tras la toma de Breda. No así en tierra. En enero de 1627, el gobierno de Madrid anunció otra suspensión de pagos. Spínola escribió preocupado reclamando que no se retrasara más el pago de lo que se debía a su ejército y alertó sobre «el riesgo tan grande de perderse se halla lo de acá». Además de suscribir las palabras del genovés, el segundo al mando, Carlos Coloma, se quejó en otra carta de la falta de oficiales con experiencia: «Cabezas, Señor, es lo que importa». Esa suponía una novedad en el ejército de Flandes, y era un foco de problemas. Castilla ya no paría oficiales al ritmo que las empresas imperiales exigían, y Olivares, además, se encargó de cercenar algunas solo por antipatía personal.

Spínola viajó a Madrid a finales de ese mismo año, porque quería presentar sus peticiones directamente al rey. La Guerra de Flandes y la calidad del ejército no le preocupaban tanto como la enorme deuda que la corona había contraído con su familia. Hay millonarios que se gastan su fortuna en cuadros o en mujeres públicas, y luego está Spínola, que se la gastó en guerras, aunque se supone que pretendía recuperar la inversión. Según los cálculos del general, la deuda sumaba en esas fechas más de seis millones y medio de ducados, suficiente como para que el genovés se comprara varios ejércitos y le declarara la guerra a España. Y aunque volvió a Bruselas con los bolsillos vacíos, se preparó para mudarse una temporada a Madrid. Su viaje lo trasladó a través de la Francia del cardenal Richelieu, que lo agasajó y buscó de forma descarada despertar las sospechas de Olivares. El cardenal le invitó incluso a visitar el puerto protestante de La Rochela, bajo el asedio del ejército real, y a charlar con el mariscal encargado del cerco. Quién sabe si Spínola le dio algún consejo sobre cómo finalizar el asedio.

EL DESCONFIADO QUE CORTÓ LA CABEZA DEL HÉROE DE BREDA

En Madrid el genovés fue cubierto de mercedes y honores, tal vez creyendo que así olvidaría la deuda pendiente. El rey le recibía con regularidad, gozaba de su favor; y él sabía moverse con soltura en los ambientes cortesanos, pese a que Olivares torpedeaba sus maniobras. Su postura política era favorable a la paz, tanto en Flandes como en Italia, si bien nadie le escuchó. Justo en Italia, Olivares se enfrascó en la sucesión de Mantua (1627-1631), cuyas complicaciones costaron el prestigio y la vida a Spínola. La ausencia de un heredero directo para el fallecido duque de Mantua y Montferrat llevó al Imperio español a ocupar este territorio, antes de que Richelieu pudiera reclamar el ducado para el duque de Nevers. El gobernador de Milán, el ilustre Gonzalo Fernández de Córdoba —descendiente del Gran Capitán y veterano de la Guerra de Flandes— tomó el ducado en un rápido movimiento. Al estilo clásico, la respuesta francesa fue cruzar los Alpes con un enorme ejército comandado por el propio Richelieu y el rey de Francia, Luis XIII.

Era la misma pesadilla que había vivido Carlos V, justo un siglo antes: el rey francés emulando a Aníbal para caer sobre Italia. Salvo porque los vientos políticos ahora soplaban en la otra dirección. El ejército francés estaba en proceso de modernizar sus tácticas y, conquistado el foco hugonote de La Rochela, se veía libre de dirigir sus acometidas al exterior. Incapaces de defenderse, pese a la superioridad de su infantería, los españoles pidieron ayuda al emperador Fernando II. En el verano de 1629, tropas alemanas acudieron a Mantua, convirtiendo Italia también en un escenario de la Guerra de los Treinta Años.

Spínola fue enviado a Mantua cuando las cosas empezaban a complicarse. Su salud se había deteriorado en los últimos años, y el destino estaba hinchado de veneno. Spínola llegó a Génova, en septiembre de 1629, integrado en un grupo del que formaba parte el pintor Diego Velázquez, y se dirigió a asediar Casale. Mientras los alemanes se hacían con Mantua, el experto en asedios seguía atragantado con el último de su vida. Desde Madrid Olivares se quejó, asegurando que cualquier castellano habría tomado ya la plaza y, en una muestra de ingratitud e impaciencia, le relevó del mando para sustituirlo por el marqués de Santa Cruz. «Me han quitado la honra», lamentó el genovés. Y como si la honra y la salud estuvieran unidas por un delgado cordón umbilical, Spínola enfermó y falleció al poco tiempo. Otro de los grandes enemigos del Imperio español, Mazarino (conocido como cardenal cuando entró a servir a Francia), escuchó sus últimas y lastimosas palabras: «Honor y reputación, honor y reputación…». Adiós al mejor comandante que tuvo España en el siglo XVII.

También en lo naval perdió España a la mejor cabeza del siglo, o al menos a la que más prometía. Fadrique de Toledo había infligido importantes derrotas a los holandeses, incluida la recuperación de Bahía, y dedicaba sus esfuerzos vitales a planear la modernización de la flota española. Olivares le envió en 1634 a una nueva expedición a Brasil contra los holandeses. Su negativa a ir, debido a su mala salud, y un fuerte encontronazo en los aposentos de Olivares llevaron a la detención de Fadrique. La familia Toledo, con el duque de Alba al frente, aprovechó el arresto de uno de los suyos para enfrentarse al valido. La cuestión derivó en una pequeña rebelión de los grandes de España, que hacía tiempo que se la tenían jurada al rígido Olivares. Muchos de ellos abandonaron los consejos reales de los que eran miembros en señal de solidaridad. Esto no amilanó al conde duque, ni sirvió para rebajar la condena a don Fadrique: pérdida de los cargos y las rentas de su hacienda, y una sanción pecuniaria de 100 000 ducados. Ni siquiera su inesperado fallecimiento le libró de la denigrante sentencia. Quedó prohibida una misa de réquiem en la iglesia del Colegio Imperial y se ordenó desmantelar el túmulo del Verde Emperador del Océano, la grandilocuente forma con la que le apodó Quevedo en uno de sus poemas.

Hacía tiempo que las amenazas de los grandes de España no surtían el efecto esperado. El autoritarismo de Felipe II seguía fresco en la memoria de la alta nobleza. O al menos en la mayoría de ella. El proyecto estrella del gobierno de Olivares sacó a las ratas de las alcantarillas. El conde duque planteó en 1625 que, frente a los problemas económicos que sufría Castilla, se debía implicar más al resto de reinos hispánicos en las numerosísimas guerras europeas y en la defensa de las posesiones de ultramar. «Todos contra nos y nos contra todos», rezaba una elocuente divisa que portaban las monedas españolas. La Unión de Armas buscaba una distribución más equitativa de la fiscalidad en el Imperio, lo que obligaba a unificar todos los reinos bajo el cuerpo legal castellano. He aquí el gran defecto de las políticas de Olivares, hombre autoritario e impaciente: tendía a pensar en términos que no se ajustaban a la realidad. Forzar a las distintas entidades que componían el Imperio español a aportar lo mismo que Castilla —un territorio horriblemente mutilado por la corona— suponía enfrentarse, uno a uno, a los nobles de cada territorio. Hacerlo, además, con la mayor parte de las tropas luchando en el extranjero era el equivalente político a encenderse un puro apoyado en un surtidor de gasolina.

Olivares estaba obligado a jugar con fuego, porque la Hacienda de Castilla había tocado fondo. Una profunda depresión arrasó los campos y empujó a principios de la década de 1630 a muchos agricultores a emigrar hacia Andalucía. La corona firmó a regañadientes las paces con Inglaterra y con la Francia de Richelieu, quien, sin esperar un segundo, se preparó para una nueva guerra. La tregua coincidió con el cambio a peor de las perspectivas del bando católico en la Guerra de los Treinta Años, debido a la decidida intervención de Suecia y a la falta de fondos. Castilla dependía demasiado de que la Flota de Indias llegara repleta de plata y sin un rasguño a España, lo cual cada vez ocurría con menos frecuencia. En 1628, la escuadra del neerlandés Piet Heyn capturó la flota de plata de Nueva España en el puerto cubano de Matanzas, sin que apenas mediara resistencia. No se trataba ya de Drake asaltando puertos indefensos del Caribe, sino de la mismísima plata americana. El comandante de la flota asaltada, Juan de Benavides, fue acusado de negligencia grave y ejecutado públicamente en Cádiz como advertencia a navegantes. Felipe IV lamentó el resto de su vida un golpe de tal envergadura:

Os aseguro que siempre que hablo del desastre se me revuelve la sangre en las venas, no por la pérdida de la hacienda, sino por la reputación que perdimos los españoles en aquella infame retirada, causada de miedo y codicia.

Poco a poco Felipe IV iba despertando de su letargo. A decir verdad, Olivares no quiso en ningún momento colocar al rey en una vitrina de cristal, cual trofeo, como había hecho Lerma con Felipe III. El valido debía gobernar mientras Felipe IV sumaba años de experiencia en los asuntos de Estado. El rey tenía sus propias ideas sobre el gobierno, y con ellas se enfrentó al conde duque en más de una ocasión. El problema estaba en su falta de constancia y en su indecisión, prefiriendo delegar los asuntos enrevesados en las espaldas de Olivares, para él evadirse a los placeres privados. Los venenosos versos de Francisco de Quevedo le recordaron lo poco que el mundo temía a los reyes dormidos:

Filipo, que el mundo aclama

rey del infiel tan temido,

despierta, que por dormido

nadie te teme, ni te ama.

Ni el rey ni Olivares se libraban de la mala uva de don Francisco. En el reino de Lope de Vega, Luis de Góngora, Calderón y el propio Quevedo era fácil que te hundiera en lo más hondo hasta lo que parecía un elogio.

Quevedo y Góngora, sin embargo, se llevaban a matar y se intercambiaron algo más que elogios en sus poemas. El poeta madrileño decía de su archienemigo que era un hebreo, «un hombre a una nariz pegado», y le amenazaba, no sin ironía, con untar sus versos con tocino, «porque no me los muerdas, Gongorilla». Por su parte, Góngora llamaba borracho a Quevedo, «don Francisco de Que-bebo». Una insinuación a cuento de lo mucho que le gustaba pasar su tiempo en las tabernas castizas, fumando, rodeado de hombres de armas y de prostitutas. Así lo recuerda también Arturo Pérez Reverte en su saga de ficción El capitán Alatriste. En estos antros, el soltero Quevedo se mostraba tan deslenguado como ágil con la espada.

¿Tan ágil como para vencer al gran maestro esgrimista de su tiempo, Luis Pacheco de Narváez? Según una conocida anécdota, ocurrida en 1608, el poeta y el maestro de armas charlaban tranquilamente en la casa del presidente de Castilla sobre el arte de manejar la espada, hasta que Quevedo cuestionó uno de los postulados de la obra de Pacheco. El esgrimista trató de desarmar con buenas palabras el argumento del poeta, pero este se empecinó en que la única forma de saber quién llevaba razón era sacando las espadas. La presión de la concurrencia hizo que los dos acabasen desenvainando y cruzando aceros. El lance terminó con un golpe de la espada de don Francisco de Quevedo en el sombrero del maestro, descubriéndole y dejándole en vergüenza ante toda la reunión.

La aparatosa cojera de Quevedo pone en cuestión la veracidad de la anécdota, pero no la enemistad entre ambos. Tras años oyendo cómo el poeta desacreditaba sus técnicas, Pacheco fue uno de los que denunciaron a Quevedo ante la Inquisición por sus escritos irreverentes y blasfemos. Olivares y varios nobles mantuvieron a salvo a Quevedo de ataques de ese tipo durante años. A cambio, el poeta se puso a disposición de la monarquía y de su aparato propagandístico. Apenas fallecido Felipe III, el autor de La vida del Buscón escribió a Olivares para ganarse su perdón desde la Torre Abad (Ciudad Real), donde permanecía desterrado a raíz de la caída en desgracia del Virrey Temerario. La adulación vertebró la relación entre ambos en los siguientes años.

Todavía en 1633 el poeta mantenía una relación cordial con el valido e incluso ejerció un tiempo como su secretario. No obstante, valiéndose de la servidumbre y de los enemigos de Olivares, el poeta trasladó al rey, en 1639, un poema crítico con la política del gobierno escrito en una servilleta. A raíz de este acontecimiento dos alcaldes de la corte se presentaron en la residencia del poeta —el domicilio de su otro gran protector, el duque de Medinaceli— para arrestarle y confiscarle varias obras. A medio vestir, fue llevado al frío convento de San Marcos, en León, donde pasó cerca de cuatro años recluido en una celta de la que ni siquiera Medinaceli le pudo sacar. El duque también fue desterrado de Madrid, semanas después. Según la versión oficial, el arresto derivaba de una denuncia del duque del Infantado, que lo acusó de «infiel y enemigo del gobierno y murmurador de él, y últimamente por confidente de Francia». En San Marcos el poeta viviría los peores años de su vida, estando «enfermo con tres heridas que, con los fríos y la humedad de un río que tengo a la cabecera, se me han cancerado y por falta de cirujano, no sin piedad, me las han visto cauterizar con mis manos».

EL DESPERTAR DEL REY PLANETA Y LA INDEPENDENCIA DE ANDALUCÍA

Los gritos poéticos de Quevedo y las funestas consecuencias de la Unión de Armas despertaron definitivamente al rey que habitaba en Felipe. Lo hizo a tiempo de contemplar el peor año en la historia del Imperio español. Si 1625 fue el annus mirabilis, 1640 fue el annus horribilis. Con la Unión de Armas como telón de fondo, Cataluña, Portugal, Nápoles y Sicilia emprendieron, con suerte desigual, sendas rebeliones contra Felipe IV. A raíz de esta oleada de sublevaciones Cataluña pasó un lustro en conflicto y Portugal conseguiría la independencia plena años después. Según una anécdota, más socarrona que cierta, el conde duque informó a Felipe IV de la rebelión portuguesa con el rostro iluminado con una sonrisa:

—Señor, traigo una buena noticia que dar a Vuestra Majestad. En un momento ha ganado España un ducado con muchas y buenas tierras.

—¿Cómo es eso? —le interrogó el rey.

—Porque el duque de Braganza ha perdido el juicio: acaba de proclamarse rey de Portugal y esta locura da a Vuestra Majestad de sus haciendas doce millones.

En medio de estas acometidas contra el gigante herido que era la Monarquía Hispánica, pasó de puntillas una peligrosa conspiración a cargo de un grupo de nobles andaluces, que pretendían crear una suerte de Reino de Andalucía. Lo peor de todo es que entre los conspiradores estaba uno de los primos del conde duque. Pese a su inmensa fortuna familiar, el IX duque de Medina Sidonia pasaba por dificultades financieras y la mayoría de su patrimonio estaba hipotecado. El primo del valido vio en el caos del Imperio una oportunidad de cambiar su suerte. A eso se sumaba la fuerte aversión entre Olivares y don Gaspar Pérez, el primero por celos acumulados y el segundo por envidias emergentes.

Frente a la proclamación del duque de Braganza como rey de Portugal, Felipe IV y el conde duque empezaron a preparar la reconquista de Portugal a finales de 1640. Para ello, encomendaron al duque de Medina Sidonia la capitanía general de uno de los ejércitos que debía caer sobre los rebeldes. La lentitud y falta de iniciativa del noble andaluz dejaron ya entrever sus planes ocultos. La nueva reina de Portugal, Luisa de Guzmán, era hermana del duque, por lo que se oponía a contribuir a que ella perdiera su corona. Así y todo, la primera idea del levantamiento andaluz partió del marqués de Ayamonte, Francisco Manuel Silvestre de Guzmán y Zúñiga —titular de una de las ramas menores de la casa de Medina Sidonia—, quien convenció a su primo para iniciar una sublevación con la ayuda de Portugal y las flotas de Francia y Holanda, que tomarían el puerto de Cádiz.

Un espía de La Haya fue el primero en alertar a Felipe IV de lo que se gestaba en el sur de España. Cuando un puñado de «guzmanes» (llamados así por el apellido) fueron llamados a la corte, el duque se excusó alegando razones de salud, puesto que esperaba ganar tiempo hasta que acudiera la flota franco-holandesa a las costas portuguesas. Para fortuna de «los muros de la patria mía», la flota enemiga nunca hizo acto de presencia, y todos los nobles castellanos sondeados se negaron a participar en una empresa que ni siquiera contaba con el apoyo de las clases populares.

Sin que hubiera prendido todavía el levantamiento, Luis de Haro y Guzmán —el gran protegido del conde duque— se presentó en Andalucía a conocer el alcance de la conjura y a detener a Medina Sidonia. El duque escapó a tiempo hacia Madrid para dar explicaciones en persona a su pariente. El valido arrojó, literalmente, a su primo a los pies del monarca, al que confesó todos los planes y rogó que le perdonara. En una muestra de magnanimidad, Felipe IV le libró de ser condenado a muerte, pero no así al otro cabecilla. Tras un prolongado juicio, el marqués de Ayamonte fue condenado a la confiscación de sus bienes y a la pena de muerte. Fue ejecutado en el Alcázar de Segovia, siendo degollado como correspondía a los traidores a la corona.

El castigo a Medina Sidonia se limitó a pagar una multa de 200 000 ducados como donativo a la corona y a un destierro de sus dominios andaluces. Solo cuando violó estas prohibiciones, en 1642, coincidiendo con la presencia de una flota franco-holandesa en las proximidades de Cádiz, fue encarcelado en el castillo de Coca. En un desesperado intento por lavar su imagen, Medina Sidonia tuvo la estrafalaria idea de retar a duelo al rey de Portugal. Le convocó a comparecer en Badajoz, cerca de Valencia de Alcántara, donde el duque y su séquito esperaron inútilmente ochenta días la comparecencia del soberano. Su cuñado no se prestó al sainete.

Detrás de muchas de estas sublevaciones se escondió la figura casi literaria del cardenal Richelieu. La rivalidad entre Olivares y él marcó el principio del fin del Imperio español. El intrigante Richelieu trabajó para minar los apoyos internacionales de España y para emponzoñar las intenciones de la nobleza portuguesa y catalana. Gregorio Marañón señala que tal vez «Richelieu era más cauto y eficaz, pero más despótico, duro y cruel». No resulta difícil imaginarle sentado en su silla dorada, acariciando un remilgado gatito mientras trama nuevos ataques contra Olivares, como si fuera el malvado de una película de espías. No lo es porque, de hecho, Richelieu adoraba a los felinos. Reunió hasta catorce gatos de raza angora, entre los que brillaba uno llamado Ludovico el Cruel, experto en cazar ratas, y otro apodado Lucifer, de color negro azabache. Los gatos contaban con una habitación especial y dos servidores para su cuidado. El cardenal despachaba los asuntos rodeado de estos animales.

La culminación a todos los esfuerzos del cardenal, ya con un conflicto abierto entre Francia y España, llegó en la batalla de Rocroi (1643). Allí los tercios españoles se defendieron como «muros de carne» frente a las acometidas del renovado ejército francés. La visión poética y heroica de la lucha dejó conformes a ambos bandos, en la idea compartida de que aquel había sido el hermoso ocaso de la hegemonía de España. Sin embargo, esta visión no corresponde con la realidad: Rocroi no fue la tumba de la infantería castellana, como demuestra el hecho de que unos meses después arrasara a un ejército francés en la batalla de Tuttlingen.

Richelieu no vivió lo bastante como para ver a los franceses venciendo en Rocroi, ni perdiendo en Tuttlingen. Antes de morir, recomendó al rey que nombrara su sucesor al también cardenal Giulio Mazarino. Él siguió haciendo la guerra a España en el mismo punto en que la dejó su antecesor, y continuó con la modernización del país, si bien no pudo evitar que los gatos del controvertido cardenal fueran exterminados. Richelieu, que había reunido una fortuna aprovechando su posición política, legó una pensión a las personas que se encargaban de alimentar a sus gatos, para que nunca les faltara de nada. Los guardias de palacio, sin embargo, los quemaron poco después de su muerte, porque los consideraban animales portadores de mala suerte. De hecho, era tradición quemar a estos felinos en la hoguera de la Noche de San Juan.

Olivares tampoco vivió Rocroi como gobernante. A propósito de la conspiración de los guzmanes, el conde duque entró en un proceso depresivo en el que llegó a replantearse su existencia. Le confesó al embajador de Venecia: «En cuanto a mí, me contentaría con firmar una paz y después morir».

Entre las murmuraciones de la corte se podía oír con claridad la voz de quienes cuestionaban el buen juicio de Olivares. Un asunto de índole privada atormentaba al primer ministro de Felipe IV: su esposa no había podido darle un heredero varón y, entre una nube de rumores, se dijo que Olivares pretendía reconocer como hijo legítimo a un joven de veintiocho años llamado Julián de Guzmán. Si bien constaba como hijo de otro miembro de la familia Guzmán, parece ser que en realidad era el fruto de un amorío que mantuvo don Gaspar con una dama de la corte en 1612. Al borde del colapso personal, Olivares sacó a la luz el mayor secreto de su vida y le dotó de reconocimiento con el nombre de Enrique Felípez de Guzmán. De vagabundo en América, y soldado en Flandes, Julián había pasado de golpe a ser el heredero principal de la casa de Olivares. Esta decisión le enfrentó con la familia de los Haro, y por tanto con su sobrino, uno de los pocos aliados que todavía conservaba entre los grandes de España.

El 17 de enero de 1643, Felipe IV arregló la salida de Olivares sin que cupieran humillación o reproches. La reina Isabel llevaba años conspirando junto a otras mujeres en la caída del valido y al fin logró su objetivo. El rey le autorizó formalmente a retirarse por motivos de salud a su casa de Loeches y, cuando los enemigos del conde duque reclamaron más dureza, Olivares fue desterrado a la ciudad de Toro. Allí, trastornado y deprimido, murió el 22 de julio de 1645.

EL PRÍNCIPE DE GALES SE PIERDE EN EL MADRID DE LOS PECADORES

Tom y John Smith no trataron de disimular su fuerte acento inglés. Al contrario, los dos misteriosos viajeros decían haber cruzado el Canal de la Mancha y atravesado a caballo Francia y los Pirineos, hasta llegar a Madrid. Era una travesía peligrosa, como lo eran las calles de Madrid, con más pícaros y criminales por metro cuadrado que cualquier otra ciudad de Occidente. Aquella noche del 17 de marzo de 1623, la pareja acudió a la Casa de las Siete Chimeneas de la calle Infantas, la residencia del conde de Bristol. El embajador inglés se vistió apresuradamente y salió a recibir a tan intempestivos huéspedes. La sorpresa fue de infarto: frente a él no estaban dos desconocidos, estaban el príncipe de Gales y su más fiel amigo, el marqués de Buckingham. El hijo del rey de Inglaterra había viajado de incógnito a conocer a la hija de Felipe IV, la infanta María, en previsión de que algún día, esperaba que más temprano que tarde, se convirtiera en su esposa.

La llegada de Carlos de Estuardo, imbuido sin duda por un muy literario sentido de la aventura, cayó con estrépito en la corte. En ese momento, el conde duque de Olivares veía más cerca la confrontación con Inglaterra que el reforzamiento de la alianza a través de un matrimonio. Solo la presencia del hijo de Jacobo I podía salvar la precaria paz que mantenían ambos países desde el Tratado de Londres, impulsado por el duque de Lerma. Inglaterra se comprometió entonces a no intervenir en los asuntos continentales de España, es decir, en la interminable Guerra de Flandes y a combatir la piratería que Isabel Tudor había auspiciado con entusiasmo. Jacobo había cumplido su parte con creces, salvando las críticas tanto de los nobles protestantes como de los católicos. Y también los atentados contra su persona.

Pocos meses después de la firma del Tratado de Londres, un veterano soldado del ejército español en Flandes, el inglés Guy Fawkes, intentó junto a un grupo de conspiradores católicos volar el palacio de Westminster con explosivos situados debajo de la Cámara de los Lores. Pretendía así matar a todos los miembros de la familia real. Sin embargo, los conspiradores no pudieron ejecutar sus planes. Un noble católico llamado William Parker recibió una carta anónima en la que se le recomendaba no asistir a la apertura del curso parlamentario, a principios de noviembre de 1605. Rápidamente advirtió a las autoridades, que sorprendieron a Guy Fawkes almacenando barriles de pólvora en los sótanos del Parlamento.

Fawkes se presentó como un simple criado que estaba cuidando de la leña. El jefe del destacamento interrogó al fanático católico sobre quién era y qué hacía allí a esas horas. «Me llamo John Johnson», mintió sin titubear. Pero a la segunda pregunta confesó: «Estoy aquí para mandaros a todos vosotros, bastardos escoceses, de vuelta a vuestro país».

Tras su detención, el conspirador católico fue torturado y condenado a una horrible muerte. Siguiendo la costumbre con los traidores al rey, debía ser colgado del cuello sin dejarle morir, «seccionándole los genitales, echándolos al fuego ante sus propios ojos y, hallándose aún vivo, destripándole y arrancándole el corazón antes de decapitarle y despedazarle. Luego se expondría ante el público la cabeza clavada en picas y serían arrojados los restantes trozos a los pájaros para su alimento». El católico evitó tal destino saltando de la escalera del patíbulo con la soga al cuello, rompiéndose el espinazo en el acto. Su tortura y castigo fueron usados como advertencia contra aquellos que pensaran en repetir sus actos. «Recuerden, recuerden, el cinco de noviembre». Lo que pocos recordaron es que él ni siquiera era el cabecilla del grupo, pues lo era el noble Robert Catesby, quien había intentado persuadir al condestable de Castilla, Juan Fernández de Velasco y Tovar, de que apoyara la causa católica antes de firmar el Tratado de Londres.

A pesar del complot católico, el calvinista moderado Jacobo I se mantuvo firme en su paz con España. Era casi un hito en su trayectoria vital. El retrato que se hace del sucesor de Isabel I es el de un hombre inconstante y excesivo: un erudito que adoraba el arte y la literatura, pero a la vez un gran comedor, un desmedido bebedor, un hombre caprichoso, despilfarrador, vanidoso y sumamente cobarde, del que se decía que no podía ver una espada sin sentir náuseas. Además, sufría accesos de cólera durante los cuales no sabía bien lo que decía. Su higiene era descuidada, tanto como su vida sentimental. Alejado la mayor parte de su vida de su esposa, Ana de Dinamarca, el rey mantuvo aventuras con varios de sus privados, especialmente con el marqués de Buckingham. «Nunca vi a ningún marido enamorado coquetear de tal manera con su bella esposa como yo lo he visto hacer al rey Jacobo con sus favoritos, especialmente con el de Buckingham», advirtió el cortesano John Oglander, armado caballero en 1615.

EL INTRIGANTE BUCKINGHAM ACOMPAÑA AL ENAMORADO EN SU LOCURA

Aunque George Villiers pertenecía a la baja nobleza, su madre se encargó de darle una buena educación a la francesa. Hizo de él un joven avezado en danza y modales cortesanos, y más tarde supo aprovechar el espléndido físico de su hijo para hacerle escalar posiciones en la corte inglesa. La homosexualidad del rey era el secreto peor guardado del reino, terreno fértil para los jóvenes cortesanos como Villiers, nombrado conde de Buckingham en 1617 y marqués de Buckingham al año siguiente. Su carrera política progresaba de la mano del cariño que Jacobo sentía hacia él. No dudaba en abrazarle y besarle en público, así como en llamarle con la íntima fórmula de my sweet Steenie («mi dulce Steenie»), o incluso algunas veces por my wife («mi esposa»). La azarosa vida privada de Jacobo, anteponiendo sus aficiones a los asuntos del gobierno, exacerbó al Parlamento y limitó su poder. Hasta cierto punto, la paz con España solo era una consecuencia de la incapacidad del rey para convencer al Parlamento de iniciar nuevas operaciones militares.

La buena sintonía entre ambos países se mantuvo a la muerte de Felipe III, e incluso se intentó ampliar con un matrimonio entre los hijos de los dos monarcas. El conde de Gondomar, embajador de España en Londres desde 1613, se encargó durante ese tiempo de contener a Jacobo para que no interviniera en la Guerra de los Treinta Años a favor de los protestantes. En diciembre de 1621, una junta especial analizó las ventajas e inconvenientes de casar a la hermana de Felipe IV con Carlos Estuardo. El monarca deseaba un matrimonio de su hijo con una princesa católica, ya fuera española, francesa, saboyana o toscana, a modo de compensación por el matrimonio de su hija Isabel con el conde elector del Palatinado, en 1613. Es decir, quería equilibrar la balanza. La respuesta de la junta fue favorable al enlace.

Jacobo envió a Madrid al diplomático don Antonio Porter, que mantenía buenas relaciones con Olivares y otros ministros del rey, con la misión de averiguar si la oferta seguía en pie. En privado, Carlos Estuardo pidió a Porter que le escribiera dando detalles sobre su posible esposa y que tanteara cómo caería su viaje al corazón del Imperio español.

El enviado especial constató lo que ya temía Jacobo. El nuevo régimen no estaba por la labor de ampliar con un matrimonio la alianza entre España e Inglaterra. Si mantenían abiertas las negociaciones era con el propósito de retrasar una previsible alianza entre franceses e ingleses. Por eso mismo, Olivares se olvidó de golpe de su amistad con Porter y se mostró agrio de ahí en adelante, lo cual en una persona de su gravedad era como si Batman te cuelga de los talones desde lo alto de la Giralda de Sevilla. Eso sin olvidar que la infanta María estaba en contra de casarse con un hereje. Había amenazado con meterse a monja si le obligaban ello. Y justo cuando la idea parecía disiparse entre las miles de propuestas diplomáticas que se amontonaban en los despachos de Madrid, ocurrió lo inesperado: la llegada del príncipe de Gales y el marqués de Buckingham tras atravesar media Europa.

Poco después de recibir a los ilustres huéspedes, el embajador inglés dio cuenta de la noticia al conde de Gondomar, ahora en Madrid, y este se dirigió a despertar a Olivares. En su estudio sobre la estancia de Carlos en Madrid, el historiador Carlos Puyuelo y Salinas recupera un manuscrito del periodo sobre lo que Olivares y Gondomar se dijeron, una versión probablemente novelada:

—Y bien, conde —le dijo, cuando levantó la cabeza—, ¿qué os trae aquí a semejante hora? Tenéis el aire tan alegre como si tuvierais al rey de Inglaterra en persona en Madrid.

—Si no lo tenemos —replicó alegremente Gondomar—, tenemos lo mejor que hay después de él: el príncipe de Gales.

El valido de Felipe IV se pasó la noche en vela organizando los preparativos de la recepción. Lo primero que hizo fue reunirse con el rey, que se disponía a dormir cuando apareció el noble castellano. La presencia de Carlos en Madrid solo podía significar que estaba decidido a convertirse al catolicismo. De eso hablaron. El valido dispuso, por lo pronto, que los dos ingleses fueran alojados en el llamado «cuarto viejo» del monasterio de San Jerónimo. La cortesía no debía faltar.

Olivares había desplegado un doble juego diplomático que el desembarco de Carlos podía ahora echar al traste. Al son de lo que estaba ocurriendo en Europa, el Imperio español se dedicó durante años a dar falsas esperanzas a Jacobo, a sabiendas de que la boda entre una princesa española y un príncipe protestante era imposible. A los ingleses les pedían paciencia, mientras al papa le reclamaban en secreto que bajo ningún supuesto concediera la dispensa para un matrimonio así. Con Carlos en Madrid no había forma de alargar más las negociaciones sin que Inglaterra se ofendiera en el proceso. Gondomar lo sabía. Él fue de los pocos a los que la visita no les pilló por sorpresa. El diplomático llevaba meses animando al príncipe de Gales a que viajara a Madrid, mientras ocultaba a Olivares sus maniobras.

Probablemente, Carlos no había meditado mucho sobre la tormenta política que podía provocar su acción. Embriagado por el ambiente literario que se respiraba en la corte de su padre, Carlos viajó a España emulando las aventuras amorosas de los libros de caballerías. La idea de casarse con una princesa católica no le entusiasmaba, y menos si era una española, pero había terminado por convencerse de que estaba predestinado a vivir ese amor imposible. También pensaba que una amistad más estrecha con Felipe IV abriría la opción a que el marido de su hermana, el exiliado conde del Palatinado, recuperara sus territorios después de que el emperador Fernando II se los hubiera arrebatado por lo ocurrido en Bohemia. Por eso decidió viajar de incógnito a Madrid, creyendo que solo su presencia podía desbloquear las negociaciones. Asimismo, la posición de Buckingham era más profana. Él estaba en contra de la boda e incluso de la alianza con España. Sus aliados en la corte inglesa eran de signo contrario a la causa católica. Si acompañó a su señor fue por lealtad y por ganarse todavía más su aprecio.

Jacobo supo de los planes de su hijo a principios de febrero. En una tensa reunión con la pareja de aventureros, les advirtió en vano sobre los peligros del viaje y del riesgo de que Olivares pudiera llegar al extremo de usar al heredero de Inglaterra como rehén. Concluyó prohibiéndoles ir en uno de sus famosos arranques de ira, si bien, terminó cediendo a las pocas horas, en uno de sus no menos célebres cambios súbitos de opinión. Aun así, una vez se quedó solo con sus pensamientos en sus aposentos volvió a concluir que aquello era una locura y al día siguiente así se lo comunicó a Carlos. El príncipe estalló de furia al oír a su padre mudando otra vez de opinión, porque además ya era tarde para deshacer sus planes.

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