Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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JUANA, LA SEMILLA DE LA LOCURA

LOCA POR AMOR, HERENCIA Y PODER

Hace frío en el puerto holandés cuando la chiquilla castellana pone sus pies por primera vez en las tierras de su prometido. Es un mundo desconocido, de una neblina persistente y de un sol pálido. La hija de los Reyes Católicos podía pasar por flamenca. Sus grandes ojos, su rostro ovalado, su nariz fina y delicada, su piel clara y su cabello dorado habían convertido a Juana en una de las princesas más deseadas de Europa, si bien no se la tenía por tan bella como bien formada. Pero, más allá de su apariencia, el interior de la adolescente, apenas dieciséis años, tiembla ante aquel mundo desconocido. Si a su salida de España parecía un pajarito nervioso, después de las contrariedades del trayecto marítimo Juana mantiene el ánimo únicamente ante la deliciosa idea de reunirse al fin con el hombre de su vida. Felipe, el príncipe que habría de apodarse el Hermoso. Ni las tormentas ni el clima hostil desmontaron el cuento de hadas. Fue el indiferente recibimiento de la familia de su futuro esposo lo que heló su ánimo. Ni Felipe ni nadie de su corte estaban presentes en el puerto.

Hubo un tiempo en el que Juana la Loca podría haber sido Juana la Hermosa, e incluso Juana la Inquieta. A pesar de su condición de hija tercera de los Reyes Católicos, la infanta española mostró desde pequeña grandes aptitudes para la danza y para la música —tocaba el clavicordio y el órgano— y recibió una formación humanista que impresionó a Luis Vives, hombre destacado de la época. Además, aprendió francés y latín a la perfección, y se desenvolvía con el alemán y el flamenco. No se esperaba en esos días tanto de la educación destinada a una mujer. Ni siquiera la de una infanta, pero Isabel la Católica tuvo grandes afanes culturales, muy por encima de los de su marido Fernando. De esta forma, Juana no era ninguna analfabeta ni una paleta trasladada a Flandes como el que envía ganado hacinado al matadero.

Los encantos de Juana dispararon las peticiones de mano entre los grandes príncipes europeos. Castilla y Aragón habían logrado al fin salir del aislamiento internacional que les imponían la larga guerra contra los musulmanes de la península y los propios conflictos internos de un país abonado al cainismo. El descubrimiento del Nuevo Mundo y la conquista de Granada impresionaron a Europa, que vislumbraba en la unión dinástica de Isabel y Fernando una potencia a tener en cuenta. Frente a la retahíla de ofertas, los Reyes Católicos la incluyeron en el doble tratado matrimonial con el emperador de Alemania, Maximiliano de Austria. El objetivo anhelado era aislar a Francia y alejar sus tentáculos de las posesiones aragonesas en Italia. Así, Juan y Juana, dos de los hijos de los Reyes Católicos, contrajeron matrimonio con los hijos de Maximiliano, Margarita y Felipe. Para transportar tan preciada carga, la flota castellana dispuso cerca de cien embarcaciones, al cuidado del almirante de Castilla, en lo que pretendía ser un alarde de poderío naval.

A Laredo (entonces Castilla, hoy Cantabria) acudió toda la familia para despedir a Juana. Isabel pasó la noche del 20 de agosto de 1496 subida en el barco de su hija. Quería pasar las últimas horas de Juana en Castilla durmiendo con ella. El viaje estuvo plagado de vicisitudes, incluso tendrían que bajar a tierra en el puerto británico de la isla de Portland durante unos días. Una vez en las costas holandesas llegó la sorpresa: no había ningún representante del conde de Flandes y de su familia. El romanticismo nunca se contó entre los puntos fuertes de Felipe. Juana y la comitiva castellana deambularon durante treinta y cuatro días, al más puro estilo de un éxodo bíblico, hasta llegar a Lille, donde se produciría el encuentro entre el príncipe flamenco y la infanta castellana.

Por el camino, la joven pudo conocer en Bruselas a la viuda de Carlos el Temerario, el más destacado duque de Borgoña de la historia. La inglesa Margarita de York conversó con Juana y tal vez le dio varios consejos sobre cómo adaptarse a un país hostil. En la siguiente etapa del camino, Amberes, la castellana enfermó debido a los estorbos del camino. Se calcula que desde que la comitiva partió de España hasta que cumplió con su tarea murieron varios millares de cortesanos por enfermedad, frío y hambre, puesto que en Flandes nadie quiso hacerse cargo de sus gastos. Casi las mismas personas que perdió Felipe II un siglo después, también por esas latitudes, cuando estrelló su flota invencible contra las costas británicas.

Por tanto, la pareja se conoció al fin en Lille. Felipe era de mediana estatura, labio belfo, mofletudo, gran nariz y un cuerpo bien proporcionado. Su aspecto físico difícilmente le haría hoy merecedor del apelativo de «hermoso», al menos según lo reflejado en los cuadros; pero lo cierto es que en su época gozó de un enorme éxito entre las mujeres. Aunque exhibía unos dientes cariados, lo disimulaba con piezas de oro, de modo que puso de moda en la corte de Bruselas lucir dientes dorados incluso entre los que portaban una dentadura sana. Juana tampoco se pudo resistir a sus encantos y a su sonrisa dorada. Entre ambos estalló una pasión palpitante y una fiebre erótica que les llevó a adelantar la fecha prevista para su matrimonio. Temiendo en vano que el amor huyera con una ráfaga de aire frío, la pareja reclamó al primer sacerdote a mano que los casara. Tenían prisa en empezar con las maniobras sexuales. Ya se adivinaba la turbulenta cadencia del matrimonio: arrebatos de pasión entremezclados con largas ausencias e infidelidades de Felipe.

El sexo emergió en el horizonte de Juana como un mundo inesperado y adictivo, y lo que es más grave, funcionó como detonante de su locura. La sexualidad despertó alteraciones psíquicas tales como los celos y la obsesión por su marido. ¿Loca de amor o amor de loca? El psiquiatra Francisco Alonso-Fernández defiende que la coincidencia cronológica de ambos fenómenos —la locura y la historia de amor— ha llevado a la confusión en muchos análisis históricos. Esto es: la enfermedad de Juana no tuvo su causa en aquella historia de amor, pero sí marcó su comienzo. Ella fue hasta entonces una niña normal, que no dio pruebas de sufrir ningún tipo de trastorno mental. Se la consideraba una joven seria, reservada y responsable a la que sus padres encontraban parecida a su abuela paterna, Juana Enríquez. Hasta el punto de que Isabel se refería algunas veces a su hija como «suegra», mientras Fernando la llamaba «madre». Eran bromas de la época.

La pasión inicial se consumió debido al comportamiento obsesivo de Juana. Daba comienzo una vida conyugal marcada por las infidelidades de Felipe el Hermoso y por la absoluta soledad de ella. Sus arranques temperamentales empezaron a ser de dominio público, pero se consideraban un rasgo heredado de su imponente madre, también propensa a sufrir accesos de melancolía y celos. Antes de casarse con Isabel, Fernando ya había tenido dos hijos bastardos, un niño llamado Alonso, que fue arzobispo de Zaragoza, y una niña, de nombre Juana. Después de casado tuvo dos hijas con varias nobles. Las infidelidades de su esposo fueron la causa de la mayoría de esos arranques de pasión y celos de Isabel. Por esta razón nadie veía a Juana como una loca, solo temperamental. Y en verdad la actitud de Felipe daba motivos para la ira. ¿Hubiera aguantado él un comportamiento así de su esposa? «Yo estaré conforme con esto si Felipe, como hizo mi tío el rey Enrique con su esposa, la reina, me da su venia para que yo me busque mi Beltrán de la Cueva para concebir mis propios bastardos», dijo ella, retadora, en una ocasión.

Lo más sorprendente es que Felipe no reconoció a ningún bastardo como hijo suyo. Un cronista posterior, Laurent Vital, relató que durante uno de sus viajes acompañando a Carlos V se encontró con un hombre que afirmaba haber tenido por padre a Felipe el Hermoso. El tiempo demostró que únicamente era un farsante y un vividor que se había valido de aquel invento para viajar, sin escatimar lujos, por las mejores ciudades de Europa. Por pura curiosidad, Carlos pidió que el gorrón fuera llevado a su presencia. El cronista lo consideró «muy a propósito, mas no pude creer que fuera su hijo porque no se le parecía». Un interrogatorio nada incisivo reveló que se trataba de un mozo huérfano procedente de Premesques, cerca de Lille. El castigo fue tan leve como su historia: el monarca ordenó que se despojara al farsante de las ropas que había acumulado durante su gira europea y que, custodiado por algunos oficiales de justicia, desanduviese la ciudades que había visitado explicando sus auténticos orígenes.

Acostumbrada a la austeridad castellana, el lujo y el complicado protocolo de la corte borgoñona aislaron a Juana. La convirtieron en una extraterrestre en una tierra de clima triste y moral relajada. El conde de Flandes apenas disimulaba sus relaciones extramatrimoniales. Si en Castilla ser doncella hasta el matrimonio era cuestión de honor (Francisco de Quevedo observó un siglo después que, dada la escasez, «debieron de gastarse las doncellas» en tiempos de su abuelo); en Flandes importaba menos serlo o no. Medio siglo después, un capitán de los tercios españoles diría de las flamencas: «De su naturaleza son libres y muy blancas, rubias, hermosas y corteses; poco limpias en el comer, pero en el vestir muy aseadas, y tan bien entendidas, que no hay ninguna que no dispute cosas de la fe como si fueran teólogos».

Los frecuentes coqueteos de Felipe con las damas flamencas irritaban gravemente a Juana, quien presa de los celos no dudaba en espiar cada movimiento de su marido e incluso agredir a las mujeres más descaradas. En una ocasión Juana golpeó con un peine a una de las damas sospechosa de ser una de las amantes de su esposo. Además de la agresividad, los celos la empujaban a comportarse de una forma extraña, desconfiada, irritable y apartada de las prácticas religiosas que se le presumían a la hija de los Reyes Católicos. Esta relajación contrastaba con la piedad extrema que había mostrado de niña, cuando se flagelaba con cierta frecuencia.

El abandono de las prácticas religiosas iba en consonancia con su abstracción del mundo exterior. Se olvidaba durante meses de pagar a sus servidores y se quedaba con la mirada fija en el vació, como si no le interesara aquello que no estuviera relacionado con su atractivo marido. Si bien Felipe pendoneaba de una manera que incluso la más tolerante y cabal mujer hubiera considerado inadmisible, también cumplía ocasionalmente con sus obligaciones conyugales. Así lo revelan los seis hijos, uno de ellos póstumo, que tuvo la pareja de forma escalonada, casi uno cada año a partir de 1498. Todos ellos fueron niños nacidos para ser reyes: Leonor, reina consorte de Portugal; Carlos, rey de España y emperador del Sacro Imperio; Isabel, reina consorte de Dinamarca; Fernando, archiduque de Austria y sucesor de su hermano al frente del Imperio; María, reina consorte de Hungría y Bohemia, y la desdichada Catalina, reina consorte de Portugal.

Verse colmada de hijos no calmó el temperamento de la castellana, ni compensó la frialdad de su marido. La joven se sentía cada vez más triste y sola; sumida en la apatía, recostada la mayor parte del día y la noche en su almohadón. La preeminencia de los consejeros franceses barrió de sus puestos al puñado de españoles que aún velaban por el bienestar de Juana. Flamencos y franceses compartían el interés por quitar cualquier ápice de protagonismo político a la princesa española. En Flandes sabían que seguía viva, y bien viva, por los gritos aterradores que lanzaba desde sus aposentos. A Juana le dolía el alma cada vez que la rústica belleza conocida como Felipe abandonaba el lecho. Empeoraba su apatía, comía cada vez menos y gritaba más si podía. Solo en su presencia mejoraba. Así lo demostró cuando la pareja viajó junta a España en 1503.

A principios del nuevo siglo los planes sucesorios de los Reyes Católicos saltaron en mil pedazos. La muerte se llevó a los hermanos mayores de Juana, Juan e Isabel. Además, el hijo del fallecido Juan nacería muerto, y moriría también el de Isabel y Manuel de Portugal. No consta que Juana sintiera mucha pena al saber de la muerte de sus hermanos, quizás porque los obstáculos de su matrimonio ocupaban su mente por completo. La política solo echó más leña al fuego. Ella y su ambicioso esposo se situaron en la primera línea de la sucesión. Y lo peor no es que el archiduque de Austria y conde de Flandes fuera ambicioso, que lo era, sino que era demasiado amigo del rey francés.

Se atribuye a Luis XII la autoría del feliz mote de Felipe cuando, al cruzar sus tierras, recibió al flamenco con la coletilla: «He aquí un hermoso príncipe». Para estrechar lazos, Francia propuso al Hermoso que su hijo Carlos se casara con Claudia de Francia, una de las hijas del monarca galo. A pesar de la fuerte dependencia que tenía de su marido, Juana se negó a firmar un acuerdo matrimonial de características tan perjudiciales para los reinos hispánicos. También rehusó aceptar, al contrario que su marido, la famosa moneda que los reyes franceses entregaban a sus huéspedes simbolizando su autoridad frente a los vasallos. Era aquella una prueba de que en la joven todavía quedaban voluntad y buen juicio. Así las cosas, los Reyes Católicos buscaron la forma de desmontar las amistades peligrosas de su yerno. No hallaron el modo, y Juana pagó por estas intromisiones. Aparte de su habitual soledad, la castellana se quejaba a sus padres de que no contaba con fondos para pagar a su séquito.

Cuando se presentó la ocasión de titularse príncipes de Asturias, Felipe agarró del brazo a su esposa y juntos viajaron a España. Se presentaron en las principales ciudades del país como herederos de las coronas hispánicas, Castilla y Aragón. Sin embargo, una vez conseguido su propósito de asegurarse la herencia de los Reyes Católicos, el conde de Flandes anunció que quería regresar a sus posesiones norteñas. La propia Isabel intentó en vano convencer a su yerno de la necesidad de que permaneciera más tiempo en España, pues debía afianzar su autoridad en los que en el futuro iban a ser sus reinos. Los agasajos no sirvieron de nada. A principios de 1503, Felipe abandonó la corte de los Reyes Católicos para desconsuelo de la princesa Juana, que tuvo que quedarse junto a sus padres al estar embarazada del que sería su cuarto hijo. Sus padres descubrieron pronto que el pesar que sentía Juana por la marcha de su marido ni era sano ni era normal. La heredera de los reinos hispánicos se comportaba como una psicótica.

EL REGRESO DE JUANA: LA ÚLTIMA PREOCUPACIÓN DE ISABEL LA CATÓLICA

En contraste con el apelativo de connotaciones religiosas que hubiera recibido en cualquier otro país de Europa, tal vez la Posesa o la Hechizada, sorprende que en Castilla se buscara a los problemas de Juana una explicación naturalista. Estaba loca, se reconocía, sin necesidad de invocar demonios ni criaturas del averno. El mito del país de fanáticos que dominaron los Reyes Católicos se desmonta con un único dato: España tenía la red más amplia de hospitales para enfermos mentales de ese periodo. A iniciativa del padre mercedario Juan Gilabert Jofré se fundó en Valencia el primer centro psiquiátrico del mundo con una organización terapéutica. A la inversa, el país más avanzado en este aspecto retrocedió a lo largo de los siglos XVI y XVII hacia lo demoniaco como origen de los males de la mente, mientras en Europa se imponían las ideas científicas. Así lo demuestra el caso del último de los herederos de Juana, Carlos el Hechizado, que de nacer dos siglos antes a lo mejor hubiera sido el Estéril o el Enfermo.

La Juana que regresó a Castilla tras su primera estancia en Flandes se parecía muy poco a la que cinco años antes había partido desde Laredo. Literalmente, estaba loca. Los arrebatos de ira, los ayunos autoimpuestos y las noches en vela convencieron a los Reyes Católicos de que a su niña la habían trastornado en Flandes. A eso se sumaba que la espantada de Felipe desató en Juana, todavía encinta, un estado de abatimiento que requirió cuidados médicos. En mayo de 1503 alumbró a su segundo hijo varón, Fernando, lo que fue seguido de un empeoramiento de su salud. Intentó viajar a Flandes sin equipaje y con ropa de verano en pleno invierno para reunirse con su esposo. La detuvo en el castillo de La Mota (Medina del Campo) el obispo de Córdoba, que avisó a los reyes de inmediato. En este estado, Isabel la Católica acudió a tranquilizar a su hija a la plaza de armas. Halló una estampa que de algún modo debió de recordarle a las trágicas locuras protagonizadas por su propia madre, la loca de Arévalo: medio desnuda, Juana exigía entre alaridos que la guardia bajara el puente levadizo para que pudiera irse. La heredera de Castilla se enfrentó a su madre con «palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de las que una hija debe decir a su madre, que si yo no viera la disposición en que ella estaba, no se las sufriera en ninguna manera», según dejó escrito Isabel. Lo más trágico es que madre e hija no volverían a verse tras aquel enfrentamiento.

Juana se creía víctima de una conjura para evitar su regreso a Flandes y ni siquiera era capaz de ver el delicado momento por el que pasaba su madre, a quien un cáncer de útero devoraba lentamente. De cara a su sucesión, Isabel entendió que la pérdida de la razón de su hija no era transitoria y elevó a las Cortes de Castilla el proyecto de ley que planteaba que si Juana se encontraba ausente, o mal dispuesta, o incapaz de realizar en persona las funciones reales, Fernando ejercería la regencia de Castilla. Era una cláusula anti hijas locas y yernos ambiciosos. Finalmente, Francisco Jiménez de Cisneros convenció a la reina de que la mejor solución era que dejase partir a su hija para reunirse con su marido. A Flandes arribó en la primavera de 1504, dejando en España bajo la custodia de los Reyes Católicos a su bebé recién nacido. Pero el sabio cardenal se equivocaba de cabo a rabo. Juana no mejoró. A los síntomas que habían surgido en España se sumaron los habituales celos que acompañaban los coqueteos de Felipe con otras mujeres. En una ocasión cazó a una dama de la corte escondiendo en su escote un mensaje de Felipe. En medio de las risas de las otras damas de la corte, Juana entró en cólera y exigió a la joven, de tez blanca y algo pecosa, que le entregara inmediatamente la nota. Cuando a continuación la dama se tragó el papel, Juana agarró unas tijeras de coser para cortarle las trenzas y desfigurar la cara pecosa.

Tan harta estaba de las pícaras y descaradas damas flamencas que la esposa de Felipe se rodeó de esclavas moriscas traídas desde España para la ocasión. Con ellas ocupaba el día bañándolas y perfumándolas como si fueran muñequitas, y de paso haciendo lo propio con su cuerpo y sus vestidos. Juana se obsesionó con su higiene, bañándose varias veces al día y pretendiendo que su marido hiciera lo propio. A Felipe, que ella se bañara le pareció hasta buena idea, pero otra cosa era que le obligara a él. El soberano se opuso como contrario a su dignidad real y amenazó con no volver a dormir con la princesa en tanto no se desprendiera de aquellas manías que le estaban trastornando el seso. Las exigencias de Juana sirvieron a Felipe otra excusa más para abandonar el lecho.

La locura de Juana oscilaba según el día. Había días buenos y días malos. O más bien había días con más o menos dosis de drogas. Un médico converso de origen turco, Teodoro Leyden, le administraba hierbas y algunos productos especiales con alcaloides opiáceos, que sosegaban su ánimo. Esa era la única forma de contener su agresividad. El tesorero de Juana, Martín de Moxica, anotaba casi cada día en un diario, hoy perdido, las manifestaciones del estado de excitación de la princesa de Asturias, apuntes que enviaba a los Reyes Católicos de forma periódica. Por ese testimonio sabían los monarcas que las cosas iban a peor.

En noviembre de 1504 falleció Isabel de Castilla. La reina llevaba dos años sufriendo episodios de fiebre prologada en silencio y viendo cómo se le hinchaban las piernas, aumentaba su peso y le aparecían úlceras en las extremidades, lo que ella achacó a los estragos de la edad. Desde la muerte de su hijo Juan la depresión había llamado a su puerta. Sin embargo, con el empeoramiento de los síntomas buscó sus causas en un tumor. Se especula con que se tratara de un cáncer de útero o de recto. A causa del histórico recato de la reina, se negó a ponerse bajo el tratamiento debido y a hacer pública su naturaleza. Un contemporáneo, el doctor Álvaro de Castro, afirmó que «la fístula en las partes vergonzosas y cáncer que se le engendró en su natura» estaba provocado por cabalgar en exceso durante las campañas militares en Granada. Un ejercicio de especulación médica que iba más allá de las pruebas disponibles.

La muerte de Isabel desencadenó la disputa sobre quién debía sucederla, dado que Fernando solo era rey consorte de Castilla. El testamento de la reina estipulaba que, si bien la heredera del trono era su hija Juana, Fernando administraría y gobernaría Castilla en su nombre hasta que el infante Carlos cumpliera veinte años. La reina sabía que su hija no estaba para reinar y de su marido no se fiaba. Los Reyes Católicos intentaron cerrar la puerta a la posibilidad de que aquel borgoñón afrancesado invadiera el trono castellano. Lo que Isabel no podía imaginar era que, en su ausencia, la mayoría de nobles se podrían de parte de Felipe antes que de Fernando, al que buena parte de la aristocracia llamaba el «viejo catalanote». El borgoñón fue proclamado rey de Castilla el 12 de julio de 1506 en las Cortes de Valladolid y reinaría con el nombre de Felipe I, aunque no por mucho tiempo.

En el viaje que trasladó a los nuevos reyes a España una tormenta azotó su carraca y les separó del resto de la flota a la altura del estrecho de Calais. Perdió el mástil principal y a poco estuvo de zozobrar. Tanto temió por su vida Felipe que se hizo colocar un odre hinchado bien cosido al cuerpo para que le sirviera de salvavidas. Juana, en cambio, se vistió con sus mejores ropas y se colocó sus joyas más valiosas para pasearse por la cubierta como un hermoso espectro. La mayoría de la tripulación intuyó en la actitud de la castellana que se resignaba a morir ese día junto a su amado. Aceptaba su muerte. Embutido en aquel salvavidas casero, Felipe preguntó a su esposa si es que ella no tenía miedo:

—¿Por qué había de tenerlo? ¿Es que acaso se conoce de algún monarca que haya perecido ahogado?

Quizás hubo quien la creyó una loca al escuchar esa respuesta, si es que esta divertida anécdota realmente tuvo lugar, pero en verdad tenía razón: no se conocía ningún rey que hubiera muerto ahogado en el mar. Aunque tampoco se sabía de ninguno que muriera por beber un vaso de agua demasiado frío. O al menos no se tenía constancia de ninguno hasta Felipe I.

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